Sóc. – Di, pues, ahora lo que ibas a decir antes. Pues con esta respuesta, si digo que lo bello es el oro, no va a resultar, según me parece, más bello el oro que la madera de higuera. Vamos a lo de ahora. ¿Qué dices, de nuevo, que es lo bello?
Hip. -Voy a decírtelo. Me parece que tú tratas de definir lo bello como algo tal que nunca parezca feo a nadie en ninguna parte.
Sóc. – Exactamente, Hipias. Ahora lo comprendes muy bien.
Hip. -Escucha. Con respecto a lo que voy a decir, sábelo bien, si alguien tiene algo que objetar, di que yo no entiendo nada.
Sóc. – Habla en seguida, por los dioses.
Hip. – Digo, en efecto, que, para todo hombre y en todas partes, lo más bello es ser rico, tener buena salud, ser honrado por todos los griegos, llegar a la vejez, dar buena sepultura a sus padres fallecidos y ser enterrado bella y magníficamente por los propios hijos.
Sóc. – ¡Ay! ¡Ay, Hípias! Ciertamente, has hablado de un modo maravilloso, grandioso y digno de ti. Por Hera, yo te admiro y creo que, en la medida en que te es posible, me ayudas amistosamente; pero no damos en el blanco con nuestro hombre, sino que ahora se reirá más de nosotros; sábelo bien.
Hip. – Peligrosa risa, Sócrates, pues, si no tiene nada que decir a esto y se ríe, se ridiculizará a sí mismo y será objeto de risa por parte de los presentes.
Séc. -Tal vez sea así, pero quizá, según yo presumo, por esta respuesta es. probable que no solamente se ría de mí.
Hip. – ¿Qué entonces?
Sóc. -Que si casualmente tiene un bastón y no me aparto, huyendo de él, intentará seguramente alcanzarme.
Hip. – ¿Qué dices? ¿Es de algún modo ese hombre tu dueño y, al hacerlo, no será detenido y condenado? ¿Vuestra ciudad no está sujeta a leyes y permite que los ciudadanos puedan golpearse unos a otros injustamente?
Sóc. – En modo alguno lo permite nuestra ciudad.
Hip. -Luego será condenado, si te golpea injustamente.
Sóc. -No me parece que injustamente, Hipias. No lo pienso así, sino justamente, si le doy esa contestación.
Hip. – Pues bien, también me lo parece a mí, puesto que tú mismo lo crees.
Sóc. – ¿Puedo decirte por qué creo que me golpearla con justicia, si le contestara eso? ¿Acaso también tú me vas a golpear sin juzgarme? ¿O vas a escuchar mis palabras?
Hip. -Sería indigno, Sócrates, que no te escuchara. ¿Qué vas a decir?
Sóc. -Voy a hablar del mismo modo que antes, intentando imitarle, para no dirigirte palabras duras e insólitas como las que él me dirigirá a mí. Ten por seguro que me dirá: «Dime, Sócrates, ¿crees que recibirás golpes injustamente, tú que has cantado tal ditirambo de modo tan desafinado y te has apartado tanto de la pregunta?» «¿Cómo es eso?», le diré yo. «¿Qué cómo?, me dirá. ¿Es que no eres capaz de acordarte de que yo te preguntaba qué es lo bello en sí mismo, aquello que añadido a cualquier cosa hace que ésta sea bella: piedra, madera, hombre, dios, una acción o un conocimiento cualquiera? Yo, amigo, pregunto qué es la belleza en sí, y no puedo con mis gritos llegar a ti más que si tuviera a mi lado una piedra, una rueda de molino sin oídos ni cerebro. ¿Acaso no te enfadarías, Hipias, si, llevado por el temor, respondiera yo a estas palabras: «Es Hipias el que dice que esto es lo bello, aunque yo le había preguntado, como tú a mí, qué es bello para todos y siempre.» ¿Qué dices? ¿No te vas a enfadar, si digo esto?
Hip. – Yo sé con certeza, Sócrates, que lo que yo he dicho es bello y se presentará como bello para todos.
Sóc. – « ¿Lo será en lo futuro?, dirá él. Pues lo bello es bello siempre.»
Hip. -Sin duda.
Sóc. – « ¿Luego lo era también en el pasado?», dirá el hombre.
Hip. – También lo era.
Sóc. – « ¿No es verdad que el forastero de Élide decía, dirá él, que era bello para Aquiles ser enterrado después de sus padres y también, para Éaco, su abuelo, y para los otros nacidos de dioses y para los mismos dioses?»
Hip. – ¿Qué dices? Vete al diablo. Estas preguntas del hombre ni siquiera son reverentes.
Sóc. – ¿Qué podemos hacer? Afirmar que esto es así, cuando otro lo pregunta, ¿no es muy irreverente?
Hip. – Quizá.
Sóc. – Quizá también tú eres el que dice que, siempre y para todos, es bello ser enterrado por sus hijos y enterrar a los padres. ¿Acaso no era también uno de ellos Heracles y todos lo que ahora hemos nombrado? Hip. – Pero yo no hablaba de los dioses.
Sóc. -Ni de los héroes, según parece.
Hip. – Ni de cuantos eran hijos de dioses.
Sóc. -Pero, ¿de los que no lo eran?
Hip. – Sin duda.
Sóc. – Y bien, con arreglo a tus palabras era indigno, impío y vergonzoso, según parece, para Tántalo, Dárdano y Zeto; en cambio, era bello para Pélope y los otros así nacidos.
Hip. – Eso pienso.
Sóc. – «Así pues, piensas ahora, me dirá él, lo que antes negabas, es decir, que ser enterrado por los hijos tras haber enterrado a los padres es, para algunos y en algunas ocasiones, feo. Más aún, que, según parece, no es posible que eso llegue a ser y realmente sea algo bello para todos. De manera que este argumento ha sufrido el mismo inconveniente que los tratados antes, los de la doncella y la olla, y, de manera aún más ridícula que aquéllos, es bello para unos y no lo es para otros. Por ahora, me dirá él, aún no eres capaz, Sócrates, de dar una respuesta a la pregunta de qué es lo bello».