Enéada II, 1, 7 — A composição material do céu: exegese Timeu 31b

7. Quizá sea lo más conveniente dar oídos a Platón: según él, si hay en la tierra algún sólido que ofrezca resistencia, es porque la tierra se halla situada en el centro, como un verdadero puente volante; y así, se muestra bien asentada para cuantos caminan sobre ella, en tanto que los animales esparcidos por su superficie adquieren una solidez como la suya. La tierra posee continuidad por sí misma, pero su iluminación la recibe del fuego; tiene además parte de agua para no caer en la aridez, aunque ésta no impediría que sus partes se reuniesen entre si; y tiene igualmente aire para dar ligereza a su masa. Pero la tierra no se mezcla con el fuego de lo alto para la constitución de los astros, sino que cada uno de los elementos que existen en el mundo obtiene algo de la tierra, lo mismo que la tierra disfruta de algunas propiedades del fuego. Esto no quiere decir que para disfrutar de él, cada elemento esté compuesto de dos cosas, de si mismo y de aquello de lo que participa; pues de acuerdo con la relación establecida en el universo, aún siendo lo que es, puede recibir, no tan sólo un elemento, sino algo incluso de este elemento; y así, se incorporará, no el aire, sino la fluidez que es propia del aire, y no el fuego, sino el brillo propio del fuego. Con esta mezcla adquiere todas las propiedades del otro elemento y se produce entonces una unión de dos, unión que no es sólo la de la naturaleza de la tierra con la del fuego, sino la que resulta de la unión del fuego con la solidez y la consistencia de la tierra. Ello es lo que atestigua (Platón) cuando dice: “Dios encendió una luz en el segundo círculo a contar desde la tierra”; se trata del sol, al que llama en otro lugar el más brillante y resplandeciente de los astros. Quiere apartamos de creer que es otra cosa que un ser de fuego, porque no es ninguna de las clases de fuego de que habla en aquel otro lugar, sino esa luz que considera distinta de la llama, portadora tan sólo de un dulce calor. Pero esta luz es naturalmente un cuerpo, luz de la que sale algo a lo que damos su mismo nombre y consideramos también incorpóreo. Es producida, pues, por la luz corpórea, y, como proveniente de ella, brilla como la flor y el resplandor de ese cuerpo, que es el cuerpo en esencia blanco. Tomamos en el peor sentido la expresión de Platón cuando decimos que este cuerpo es terrestre; porque Platón habla aquí de la tierra en el sentido de solidez. Nosotros realmente mentamos la tierra en una sola acepción, cuando Platón reconoce al término una pluralidad de acepciones.

Este fuego que produce la luz más pura se encuentra situado en la región de lo alto y allí asienta la razón de su misma naturaleza. No habrá que pensar que la llama de la tierra se mezcla con los cuerpos del cielo, sino que, llegada a un cierto punto, termina por extinguirse al encontrarse allí con gran cantidad de aire; mas, habiéndose elevado con la tierra, vuelve hacia abajo con ella, pues al no poder continuar su subida hacia el cielo, ha de detenerse por debajo de la luna, hasta hacer mucho más fino el aire que aquí reina; y aun persistiendo cómo llama, su extinción es manifiesta y, al menos, se vuelve más suave. Carece ataraces del brillo que poseía en su estado de ebullición y ya sólo cuenta en realidad con la luz que recibe de lo alto.

En cuanto a la luz del cielo, colorea de manera diferente a los astros y produce así tanto las diferencias que se dan en el color como las que afectan a la magnitud. Todo el resto del cielo recibe también esta luz, la cual no alcanzamos a ver por la misma sutileza de su cuerpo y su transparencia, que escapa a la vista, al igual que ocurre con el puro; aunque también habría que contar aquí con la distancia.