Jaeger, Werner – PAIDEIA, Los ideales de la Cultura Griega
El problema de la educación de los gobernantes, que Jenofonte sitúa en primer plano, constituye el tema de un largo diálogo con el filósofo posterior del hedonismo Aristipo de Cirene. En este diálogo se manifiesta con colores regocijantes la antítesis espiritual entre maestro y discípulo, que debía destacarse claramente desde el primer momento. La premisa fundamental de que arranca aquí Sócrates es la de que toda educación debe ser política. Tiene que educar al hombre, necesariamente, para una de dos cosas: para gobernar o para ser gobernado. La diferencia entre estos dos tipos de educación comienza ya a marcarse en la alimentación. El hombre que haya de ser educado para gobernar tiene que aprender a anteponer el cumplimiento de los deberes más apremiantes a la satisfacción de las necesidades físicas. Tiene que sobreponerse al hambre y a la sed. Tiene que acostumbrarse a dormir poco, a acostarse tarde y a levantarse temprano. Ningún trabajo, por gravoso que sea, debe asustarle. No debe sentirse atraído por el cebo de los goces de los sentidos. Tiene que endurecerse contra el frío y el calor. No debe preocuparse de tener que acampar a cielo raso. Quien no sea capaz de todo esto está condenado a figurar entre las masas gobernadas. Sócrates designa esta educación para la abstinencia y el dominio de sí mismo con la palabra griega ascesis equivalente a la inglesa training. Volvemos a encontrarnos, como cuando se trataba del concepto del cuidado del alma, junto a la fuente de una de las ideas helénicas primitivas de la educación, que, más tarde, fundida con ideas religiosas de origen oriental, influirá enormemente en la cultura del mundo posterior. El ascetismo socrático no es la virtud monacal, sino la virtud del hombre destinado a mandar. No vale, naturalmente, para un Aristipo, que no quiere ser señor ni esclavo, sino sencillamente un hombre libre, un hombre que sólo desea una cosa: llevar una vida lo más libre y lo más agradable que sea posible. Y no cree que esta libertad pueda alcanzarse dentro de ninguna forma de estado, sino sólo al margen de toda existencia política, en la vida de un extranjero y un meteco permanente, que no obliga a nada. Frente a este individualismo modernista y refinado, Sócrates preconiza la ciudadanía clásica del hombre apegado a su suelo y que concibe su misión política como la educación para llegar a ser un gobernante, haciéndose digno de ello mediante el ascetismo voluntario. Los dioses no conceden nunca a los mortales ningún verdadero bien sin esfuerzo y sin una pugna seria por conseguirlo. Sócrates presenta como ejemplo simbólico de esta concepción de la paideia, al modo pindárico, el relato de la educación de Heracles por la señora areté, la famosa fábula del sofista Pródico sobre “Heracles en la encrucijada”.
El concepto del dominio sobre nosotros mismos se ha convertido, gracias a Sócrates, en una idea central de nuestra cultura ética. Esta idea concibe la conducta moral como algo que brota del interior del individuo mismo, y no como el simple hecho de someterse exterior-mente a la ley, como lo exigía el concepto tradicional de la justicia. Pero como el concepto ético de los griegos parte de la vida colectiva y del concepto político de la dominación, concibe el proceso interior mediante la transferencia de la imagen de una polis bien gobernada al alma del hombre. Para apreciar en su verdadero valor esta transferencia del ideal político al interior del hombre, debemos tener presente la disolución de la autoridad exterior de la ley en la época de los sofistas. Fue ella la que abrió paso a la ley interior. En el momento en que Sócrates dirige la vista a la naturaleza del problema moral aparece en el idioma griego de Atenas la nueva palabra enkrateia, que significa dominio moral de sí mismo, firmeza y moderación. Como esta palabra se presenta simultáneamente en dos discípulos de Sócrates, Jenofonte y Platón, quienes la emplean frecuentemente, y además, de vez en cuando, en Isócrates, autor fuertemente influido por la socrática, es irrefutable la conclusión de que se trata de un nuevo concepto que tiene sus raíces en el pensamiento ético de Sócrates. Es una palabra derivada del adjetivo enkrates, que designa a quien tiene poder o derecho de disposición sobre algo. Y como el sustantivo sólo aparece en la acepción del dominio moral sobre sí mismo y no se encuentra nunca antes de aquella época, es evidente que fue creado expresamente para esta nueva idea, sin que antes existiese como concepto puramente jurídico. La enkratia no constituye una virtud especial, sino, como acertadamente dice Jenofonte, la “base de todas las virtudes”, pues, equivale a emancipar a la razón de la tiranía de la naturaleza animal del hombre y a estabilizar el imperio legal del espíritu sobre los instintos. Y como lo espiritual es para Sócrates el verdadero yo del hombre, podemos traducir el concepto de enkratia, sin poner en él ninguna nota nueva, por el giro inspirado en él de “dominio de sí mismo”. En el fondo, ese concepto encierra ya el germen del estado ideal de Platón y el concepto puramente interior de la justicia en que ese estado se basa, como la coincidencia entre el hombre y la ley que se alberga dentro de él mismo.
El principio socrático del dominio interior del hombre por sí mismo lleva implícito un nuevo concepto de la libertad. Es notable que el ideal de la libertad, que impera como ningún otro en la época moderna desde la Revolución francesa para acá, no desempeñe ningún papel importante en el periodo clásico del helenismo, a pesar de que la idea de la libertad como tal no está ausente de esta época. La democracia griega aspira fundamentalmente a la igualdad (to ison) en sentido político y jurídico. La “libertad” es para este postulado un concepto demasiado multívoco. Puede indicar tanto la independencia del individuo como la de todo el estado o la nación. Se habla de vez en cuando, indudablemente, de una constitución libre o se califica de libres a los ciudadanos del estado en que esta constitución rige, pero con ello quiere expresarse simplemente que no son esclavos de nadie. En efecto, la palabra “libre” (eleutheros) es en esta época, primordialmente, lo opuesto a la palabra esclavo (doulos). No tiene ese sentido universal, indefinible, ético y metafísico, del concepto moderno de libertad, que nutre e informa todo el arte, la poesía y la filosofía del siglo xix. La idea moderna de la libertad tuvo sus orígenes en el derecho natural. Condujo en todas partes a la abolición de la esclavitud. El concepto griego de la libertad en el sentido de la época clásica es un concepto positivo del derecho político. Se basa en la premisa de la esclavitud como institución consolidada, más aún, como la base sobre que descansa la libertad de la población ciudadana. La palabra eleutherios, “liberal”, derivada de aquel concepto, designa la actitud propia del ciudadano libre, tanto en el modo de gastar el dinero como en el modo de expresarse o en cuanto al decoro externo de su modo de vivir, actitudes todas ellas que no cuadrarían a un esclavo. Artes liberales son aquellas que forman parte de la cultura liberal, que es la paideia del ciudadano libre, por oposición a la incultura y a la mezquindad del hombre no libre y del esclavo. Es Sócrates quien convierte la libertad en un problema ético, problema que luego las escuelas socráticas desarrollan con diversa intensidad. Sócrates no procede tampoco, ciertamente, a una crítica demoledora de la división social de los hombres de la polis en libres y esclavos. Pero aunque no se toque a esta división, pierde mucho de su valor profundo por el hecho de que Sócrates la transfiera a la órbita del interior moral del hombre. A tono con el desarrollo del concepto del “dominio sobre sí mismo” tal como lo exponíamos más arriba, como el imperio de la razón sobre los instintos, se va formando ahora un nuevo concepto de la libertad interior. Se considera libre al hombre que representa la antítesis de aquel que vive esclavo de sus propios apetitos. Este aspecto sólo es interesante con respecto a la libertad política en cuanto que envuelve la posibilidad de que un ciudadano libre o un gobernante sea, a pesar de ello, un esclavo en el sentido socrático de la palabra. Lo que lleva consigo, además, el corolario de que semejante hombre no puede ser un hombre verdaderamente libre ni un verdadero gobernante. Es interesante ver cómo el concepto de la “autonomía” empleado en este sentido por los filósofos modernos, que tenía una importancia tan grande en el pensamiento político de los griegos y que expresaba la independencia de una polis con respecto al poder de otros estados, no llegó a transferirse nunca a la órbita moral como los conceptos a que acabamos de referirnos. Lo que a Sócrates le interesaba no era, visiblemente, la simple independencia con respecto a cualesquiera normas vigentes al margen del individuo, sino la eficacia del imperio ejercido por el hombre sobre sí mismo. La autonomía moral en el sentido socrático significaría, por tanto, fundamentalmente, la independencia del hombre con respecto a la parte animal de su naturaleza. Esta autonomía no se halla en contradicción con la existencia de una alta ley cósmica en que se encuadre este fenómeno moral del dominio del hombre sobre sí mismo. Otro concepto relacionado con éste es el de la autarquía y carencia de necesidades. Este concepto rige, sobre todo, con gran fuerza, en Jenofonte, tal vez bajo la impresión de las obras de Antístenes. En cambio, en Platón este rasgo es mucho más acusado, a pesar de lo cual no puede dudarse de su autenticidad histórica. Más tarde se desarrolló más bien en la dirección cínica de la ética postsocrática, donde se erige en criterio decisivo del verdadero filósofo; sin embargo, tampoco en Platón ni en Aristóteles deja de aparecer este rasgo en la imagen de la endemonia filosófica. La autarquía del sabio hace revivir en el plano espiritual uno de los rasgos fundamentales del antiguo héroe del mito heleno, encarnado para los griegos, principalmente, en la figura guerrera de Heracles y en sus “trabajos” (ponoi), en el hecho de “ayudarse a sí mismo”. La forma heroica primitiva de este ideal descansaba en la fuerza del héroe para salir vencedor en la lucha contra los poderes enemigos, contra los monstruos y espíritus malignos de todas clases. Ahora esta fuerza se convierte en fuerza interior. La cual sólo es posible a condición de que el hombre se circunscriba en sus deseos y aspiraciones a lo que se halla realmente al alcance de su poder. Sólo el sabio, que sabe domeñar los monstruos salvajes de los instintos dentro de su propio pecho, es verdaderamente autárquico. Es el que más se acerca a la divinidad, que carece de necesidades.
Este ideal “cínico” lo expresa Sócrates con toda precisión en su diálogo con el sofista Antifón, quien trata de apartar de él a sus discípulos señalándoles irónicamente la situación de penuria económica en que vive su maestro. Parece, sin embargo, que Sócrates no perfila todavía la idea de la autarquía en el sentido radicalmente individualista que los cínicos habían de darle más tarde. Su autarquía carece en absoluto del giro apolítico, del retraimiento y la marcada indiferencia ante todo lo que venga del exterior. Sócrates vive todavía de lleno dentro de la polis. Y en el concepto de lo político se engloba al mismo tiempo, para él, toda forma de comunidad humana. Sitúa al hombre dentro de la vida de la familia y en el círculo de sus parientes y amigos. Son éstas las formas naturales y más estrechas de comunidad de la vida humana, sin las cuales no podríamos existir. Por tanto, Sócrates hace extensivo el ideal de la concordia del campo de la vida política, para el que ese concepto se empezó creando, al terreno de la familia y señala la necesidad de la cooperación en el seno de la familia y del estado tomando como ejemplo la cooperación de los órganos del cuerpo humano, las manos, los pies y las demás partes del hombre, ninguna de las cuales puede existir por separado. Por otra parte, el reproche que se le hacía de minar como educador la autoridad de la familia demuestra la crisis que la influencia de Sócrates sobre sus discípulos podía acarrear en ciertos casos sobre la vida familiar concebida a la antigua. Sócrates se esforzaba por encontrar la pauta moral fija de la conducta humana, la cual no podía suplirse siquiera, en aquella época en que vacilaban todas las tradiciones antiguas, por la aplicación rígida de la autoridad paterna. En sus diálogos se someten a crítica los prejuicios imperantes. Como argumentos en contra tenemos el gran número de padres que iba a pedirle a Sócrates consejo para la educación de sus hijos. El diálogo con su propio hijo Lamprocles, que se rebelaba contra el mal humor de su madre, Jantipa, atestigua cuan lejos estaba Sócrates de dar la razón a quienes condenaban precipitadamente a sus padres o mostraban una impaciencia poco piadosa con el temperamento y hasta con los defectos evidentes de éstos. A un Querécrates, que no acierta a vivir en paz con su hermano Querefón, le hace comprender que la relación entre hermanos es una especie de amistad para la cual llevamos ya en nosotros mismos el don natural, puesto que se da ya entre los animales. Para desarrollarla y convertirla en un valor para nosotros necesitamos cierto saber, cierta comprensión, ni más ni menos que para montar un caballo.