Enéada II, 9, 10 — O mito de Sophia

10. Tratemos de averiguar ahora muchos otros puntos; todos, si lo preferís mejor; materia abundante se ofrecerá aquí para probar, argumento por argumento, en qué consiste esa doctrina. Yo debo declarar que siento vergüenza de que algunos de nuestros amigos, que habían encontrado tal doctrina antes de hacerse amigos nuestros, persistan todavía en ella, en circunstancia que me parece inconcebible. Y, por añadidura, no les domina la vacilación, sino que desean que su doctrina se aparezca como verdadera y digna de todo crédito, creyendo que efectivamente lo es y hablando por ello de la manera que lo hacen. Estoy dirigiéndome, sin embargo, a mis discípulos, y no a esos hombres — de nada serviría lo que yo digo para convencerles — , y he de procurar que no se vean perturbados, no realmente por las demostraciones que ellos introducen — ¿cómo imaginarlas? — , sino por la arrogancia con que las presentan. Escribiría de una manera muy distinta si yo hubiese de defenderme del ridículo en que quieren dejar las palabras hermosas y tan ajustadas a la verdad de los hombres divinos de la antigüedad. Pero ésta es cuestión que convendrá dejar a un lado; porque, una vez comprendidas perfectamente estas razones, lo dicho será suficiente para comprender todo lo demás. Sea permitido, pues, que abandonemos la cuestión, luego de habernos fijado en un punto de la doctrina que sobrepasa a todos los demás por su carácter de absurdo, si es que aún cabe hablar así.

Afirman esos hombres que el alma y una cierta sabiduría han inclinado hacia abajo, ya porque el alma haya inclinado la primera, ya porque la sabiduría haya sido la causa de la inclinación de aquélla, ya porque el alma y la sabiduría quieran ser una y la misma cosa. Dicen también que las otras almas, para ellos miembros de la sabiduría, han inclinado a la vez y se han revestido de cuerpos, esto es, de cuerpos humanos, en tanto no ha llegado a descender esa misma razón que ocasiona el descenso de las almas; esto es, no ha inclinado hacia abajo, limitándose tan sólo a iluminar las tinieblas, de donde resulta la imagen que se produce en la materia. E imaginan luego una imagen de esta imagen que recorre en este mundo la materia, o la materialidad, o como ellos quieran llamarla — pues unas veces emplean un nombre, otras otro, y aun muchos otros nombres para oscurecimiento de lo que dicen — , y así producen el llamado demiurgo que, según ellos, ha de apartarse de su madre; de él hacen proceder el mundo por una serie de imágenes sucesivas que llevan hasta el final, a fin de censurar violentamente a ese mismo demiurgo que las ha diseñado.