Enéada III, 3, 4 — O estatuto do homem

4- Si el hombre fuese un ser simple —quiero decir, si permaneciese tal cual era una vez creado y sus acciones y pasiones fuesen siempre las mismas—, estarían de más contra él las acusaciones y las censuras, como lo están también contra el resto de los animales. Convengamos que sólo se justifica plenamente el reproche contra el hombre malo. Porque el hombre no ha permanecido tal cual ha sido creado, sino que tiene en sí mismo un cierto principio de libertad, principio que no es ajeno a la providencia y a la razón universal. En realidad, no son las cosas superiores las que dependen de las inferiores, sino aquéllas las que iluminan a éstas haciendo así de la providencia algo verdaderamente perfecto. Pues, en efecto, a la razón productora de los seres ha de añadirse la razón que une los seres superiores a sus productos: aquélla es la providencia de lo alto, en tanto la segunda procede de la primera como una razón distinta que, sin embargo, sigue enlazada a ella; de una y otra razón se origina la trama toda del universo, y ambas, a la vez, constituyen la providencia universal. Los hombres disponen, como decimos, de otro principio, pero no todos se sirven de todas las cosas que poseen: así, unos se sirven de una, otros de otra o de varias, e incluso de cosas que resultan ser inferiores. Con todo, las facultades superiores siguen presentes en los hombres, aunque no actúen sobre ellos, pues es bien cierto que no pueden permanecer ociosas; cada una tiene su cometido propio. Pero, si están presentes, y no actúan sobre los hombres, ¿de quién es la culpa? ¿O es que verdaderamente no están presentes? Decimos, sin embargo, que se encuentran presentes en todas partes y que ningún ser está privado de ellas. Sin duda, pero ellas no están presentes en los seres en los que no se hallan en acto. Mas, ¿por qué razón no están en acto en todos los hombres, si son, realmente, partes de su alma? Quiero hablar aquí del principio ya mencionado que, en cuanto a los animales, no constituye una parte de su naturaleza; es, si, una parte de la naturaleza humana, aunque no podemos referirlo a todos los hombres. Y si no podemos referirlo a todos los hombres, ¿será entonces un principio único? ¿Por qué no iba a ser el principio Único? Hay hombres, en efecto, para quienes es el principio único, y esos hombres viven según dicho principio, participando de todo lo demás en la medida de lo necesario. Si ello ocurre así, atribuyámoslo, bien a la organización del hombre, tantas veces lanzada a la impureza, bien al dominio que ejercen sobre él los deseos; habrá que decir, pues, que la causa radica necesariamente en la disposición del cuerpo. Con lo cual parece que la causa no se halla en la razón seminal, sino en la materia; es entonces la materia, y no la razón, la que primero ejerce su dominio, y luego el sustrato corporal tal como él ha sido formado. Pero este sustrato viene a ser la misma razón o, si acaso, algo producido por la razón y conforme con ella. De modo que no es verdad que en principio domine la materia y a continuación esa modelación de que hablábamos. El hecho de que seas tal como eres ha de explicarse por una vida anterior, pues, como consecuencia de hechos pasados, tu razón se halla oscurecida en relación a su ser primero; tu alma también aparece debilitada, aunque luego terminará por brillar.

Digamos, por tanto, que la razón seminal contiene la razón de la materia animada; y es ella la que la elabora, bien porque le da la materia conveniente, bien porque la encuentra armónica consigo misma. Porque es claro que la razón seminal de un buey sólo podrá encontrarse en la materia de un buey; de donde, si (Platón) dice que el alma se ha introducido en otros animales1, ello habrá que atribuirlo a que el alma y la razón de un ser que era hombre se han alterado de tal modo que han llegado a convertirse en las de un buey; de modo que resulta justa la existencia de un ser inferior. Sin embargo, ¿por qué existió en un principio el llamado ser inferior? ¿Y cómo se produjo su caída? Ya se ha dicho repetidamente que no todos los seres ocupan el primer lugar y que, en cuanto a los colocados en segundo y tercer lugar, son inferiores a aquéllos por su naturaleza, de tal modo que una pequeña inclinación les hace desviarse de la línea recta. Se da, además, la conjunción de una parte del hombre con otra, como si se tratase de una mezcla; de ambas partes proviene algo distinto, que, sin embargo, no es, y se aparece disminuido. Siendo así desde un principio, se trata verdaderamente de un ser inferior, y lo es en realidad de acuerdo con su misma naturaleza, la cual, si sufre esas consecuencias, lo hará según sus propios méritos. Conviene, por tanto, que nos remontemos a las vidas anteriores, dado que las vidas que siguen dependen necesariamente de ellas.


  1. Cf. Platón, Timeo. 47 e, 48 a.