7. Pero, ¿acaso se pierde la luz o vuelve a su lugar de procedencia? Tal vez saquemos algo en limpio de aquí para lo que antes se ha dicho. Pues si la luz se introdujese en el objeto y éste, por tanto, llegase a poseerla en propiedad, podría afirmarse tal vez que la luz puede ser destruida. Ahora bien, si la luz es un acto que no fluye — de otro modo correría en abundancia por el objeto y penetraría en su interior hasta el punto de sobrepasar cualquier acto de un ser activo — , si es verdaderamente un acto, decimos, entonces es claro que no podrá ser destruida y permanecerá ella misma en tanto subsista su propia fuente. Se traslada y cambia de lugar no por un movimiento de reflujo hacia su fuente, sino por ser su acto y acompañarla siempre, en tanto nada se le oponga. Y, aunque la distancia que ahora hay del sol hasta nosotros se multiplicase varias veces, su luz no dejaría de llegarnos, siempre que un obstáculo no lo impidiese. Porque se da indudablemente en el sol un acto interior, una especie de vida sobreabundante que es como el principio y la fuente de ese acto que es la luz, el cual, al sobrepasar los límites del cuerpo, se convierte en una imagen del acto interior, esto es, en un segundo acto que no se separa nunca del primero. Cada uno de los seres tiene un acto, que es semejante a él. De modo que desde el momento que el ser exista, existirá también su acto, y, en tanto aquél subsista, su acto se verá realizado a mayor o menor distancia.
Unos actos son débiles y otros, por el contrario, son oscuros. Unos actos se nos escapan y otros, en cambio, son lo bastante poderosos para influir a distancia sobre nosotros. Cuando esto último ocurre habrá que pensar justamente que el acto existe allí donde se da el agente, llegando incluso hasta el límite de su poder. Podemos comprobarlo en los animales de ojos brillantes, cuya luz sale fuera de sus ojos. Y vemos también otros que encierran un fuego en su interior hasta el punto de que, cuando abren sus alas, brillan en la oscuridad, y cuando las cierran, ninguna luz se desprende de ellos. Sin embargo, la luz no ha desaparecido; sigue existiendo sin salir de sus cuerpos. ¿Diremos entonces que ha vuelto a entrar en el animal? No, porque ella no ha estado nunca fuera, ya que el fuego no trasluce al exterior sino que se recoge en aquél. ¿Y ocurre lo mismo con la luz? No, sino tan sólo con el fuego, el cual se recoge en el animal porque una parte de su cuerpo le sirve como de obstáculo para que él se exteriorice.
La luz que emana de los cuerpos es, pues, un acto del cuerpo luminoso que se manifiesta hacia afuera. La misma luz que hay en estos cuerpos es, ya desde un principio, una esencia que se corresponde con la forma de ellos. Así, cuando uno de estos cuerpos se mezcla con la materia produce el color. Y no es el acto sólo el que lo produce, pues a éste atribuiríamos en rigor de verdad una coloración superficial; es el acto de un cuerpo diferente de aquellos cuerpos, pero con los cuales está ligado de algún modo. Si esos cuerpos permanecen separados de él, también lo estarán de su acto.
Aunque sea el acto de un cuerpo, la luz debe ser considerada como algo enteramente incorpóreo. Y no podrá decirse con propiedad que se ha alejado o que está presente, sino en el sentido de que es una realidad y un acto. La imagen que se da en un espejo es también el acto del objeto que se ve en ella y que actúa sobre lo que puede sufrir, sin que nada fluya de él. Basta con que el objeto esté presente para que aparezca su imagen en el espejo, como imagen de una figura coloreada. Si el objeto desaparece, el medio transparente no retiene ya nada de lo que antes poseía, cuando el objeto visible extendía su acción hasta él. Y lo mismo ocurre con el alma, pues todo lo que en ella constituye el acto de una vida anterior subsiste igualmente con ella con el carácter de acto subordinado.
Pero, ¿qué acontece con algo que no es un acto, sino más bien el resultado de un acto, como cuando hablábamos de la vida propia de un cuerpo o de la luz que se encuentra mezclada con los cuerpos? Ciñéndonos a este último caso, diremos que la luz produce el color como consecuencia de la mezcla. Pero, ¿qué afirmar, en cambio, de la vida propia de un cuerpo? El cuerpo la posee, indudablemente, por la proximidad del alma. Por tanto, cuando el cuerpo deja de existir — y aun en el supuesto de que nada pueda perder su participación en el alma — , ello es debido a que su alma y las almas que le están próximas no le resultan suficientes. ¿Cómo, pues, podría seguir viviendo? Pero, ¿qué ha ocurrido entonces? ¿Es que su vida ha desaparecido? Digamos simplemente que esta vida era el reflejo de una luz. Y no se encuentra ya aquí.