Enéada V, 4, 1 — Do Uno, que é o Primeiro, nasce algo

1. Si existen seres después del Primero, es necesario, que provengan inmediatamente de El, o que se reduzcan a El por medio de otros seres intermedios y que ocupen el segundo y el tercer rango, el segundo con referencia al primero y el tercero con referencia al segundo. Porque conviene que, antes de nada, exista una cosa simple y diferente de todas las demás que provienen de ella, la cual se dará en sí misma y sin mezclarse con las que la siguen, aunque, por lo demás, pueda encontrarse presente de alguna manera en las otras cosas. Esa cosa de que hablamos es realmente el Uno, al que no cabe considerar como ser y luego como Uno, porque ya encierra falsedad el decir que es Uno, “si no hay de él razón ni ciencia” y si se afirma, también, que está “por encima de la esencia” (Pues si no existiese una cosa simple, verdaderamente extraña a todo accidente y composición y realmente una, tampoco existiría principio alguno). Por ser simple se basta a sí misma y es la primera de todas las cosas; porque todo lo que no sea primero tiene necesidad de lo anterior a él, y lo que no es simple necesita de los términos simples de que está compuesto. Esa cosa, pues, que ser solamente una, dado que, si supusiese otra cosa, ambas tendrían también que ser una; porque no hablamos aquí de dos cuerpos, uno de los cuales se considerase como el primero. Un cuerpo, en efecto, no es nada simple, sino algo engendrado, y no es, por tanto, principio. “El principio es ingénito”, y como no es nada corpóreo, sino realmente uno, es ciertamente el Primero de que hablamos.

Si hay, por tanto, algún otro ser después del Primero, no será ya un ser simple, sino una unidad múltiple. ¿De donde proviene? Sin duda alguna, del Primero; porque, si aquí interviniese el azar, no sería éste el principio de todas cosas. ¿Cómo, pues, proviene del Primero (esa unidad múltiple)? Si el Primero es un ser perfecto e, incluso, el perfecto de todos los seres, y si, además, es la potencia primera, debe ser también el más poderoso de todos los seres, con lo cual las otras potencias habrán de imitarle en la medida de lo posible. Ahora bien; vemos que cuando un ser alcanza su perfección engendra necesariamente y no soporta ya la permanencia en sí mismo sino que produce otro ser. Esto acontece no sólo con los seres que disponen de voluntad propia sino también con los otros seres que viven sin ella y con los seres inanimados que dan de sí mismos todo lo que ellos pueden. Ocurre, por ejemplo, que el fuego calienta y que la nieve enfría, o, igualmente, que los brebajes actúan sobre otro ser. Y todas las cosas, en tanto les es posible, imitan a su principio, tanto en eternidad como en bondad. ¿Cómo, pues, el ser más perfecto y el Bien primero podría permanecer inmóvil en sí mismo? ¿Acaso por envidia o por impotencia, él, precisamente, que es la potencia de todas las cosas? ¿Cómo, entonces, concebirlo como principio? Es necesario, sin duda, que algo provenga de él, puesto que los seres reciben de él el poder mismo de hacer existir otros seres, poder que, necesariamente, a él es debido. El principio generador deberá ser, pues, lo más venerable que exista. Y el ser engendrado por él y que ocupa el segundo rango estará, también, por encima de los demás seres.