Enéada VI, 4, 7 — Metáfora da mão e metáfora da esfera luminosa

7. De nuevo nos formularemos la pregunta: ¿cómo un solo y mismo ser puede extenderse a todo? O lo que es igual: ¿cómo varios seres sensibles, situados en diferentes lugares, pueden participar del mismo ser? Porque, a tenor de lo que ya se ha dicho, no parece justo dividir este ser en varias partes, sino que más convendrá reducir esas mismas partes a la unidad. Pues no es el ser el que va a las partes, sino que es la separación misma de las partes la que, al escindirse, nos lleva a creer en una división del ser. Ocurre como si se dividiese algo que domina y contiene a un ser y como si esta división se hiciese en partes iguales a las del ser que es dominado. Veamos el ejemplo de la mano: puede retener un cuerpo entero, un pedazo de madera de varios codos y todavía alguna cosa más; es claro que, aun extendiéndose su fuerza a todos los cuerpos que enumeramos, no resulta, sin embargo, dividida en partes que guarden proporción con los cuerpos. La mano misma, diremos, permanece al parecer en los límites de su extensión sin que lleve sus propios límites hasta el cuerpo que ella domina. Si todavía se añadiese a estos cuerpos otro cuerpo y si la mano pudiese soportarlo, es indudable que su fuerza lo dominaría, pero sin que ello supusiese una división en tantas partes cuantas el cuerpo tiene. ¿Pues qué? Supongamos todavía más: demos por suprimida la masa corporal de la mano, pero manteniendo la fuerza que sostiene los cuerpos citados e incluso la mano misma; ¿no deberíamos admitir entonces que es una e indivisible la fuerza que se manifiesta en estos cuerpos y, en igual modo, en cada una de las partes?

Adoptemos, según esto, como centro una pequeña masa luminosa y llevemos alrededor de ella un cuerpo esférico y transparente, de modo que la luz se propague del centro a toda la esfera sin que la masa exterior pueda recibir cualquier otra luz. Diremos, naturalmente, que el centro interior no sufre alteración alguna, sino que permanece inmóvil y extendido por toda la masa; por su parte, la luz que advertimos en esta pequeña masa, ocupa la totalidad de la esfera. No obstante, la luz no proviene de esa pequeña masa corpórea, ya que esta masa posee la luz, no por tratarse de un cuerpo sino por ser precisamente un cuerpo luminoso, dotado de otra fuerza distinta a la propiamente material. Porque, convengamos en que se suprime la masa corpórea sin que esto afecte para nada a la fuerza luminosa; ¿diríamos todavía que la luz está en un determinado punto o afirmaríamos que se baila por igual en el centro y en el conjunto de la esfera toda? No podríamos precisar con el pensamiento dónde estaba situada con anterioridad, y ni siquiera decir de dónde viene ni dónde está. Y así nos hallaríamos en un camino sin salida como si algo extraordinario hubiese acaecido. Veríase a la vez la luz en uno y otro lugar del cuerpo esférico. Lo mismo habría que decir de la luz del sol, pues podríamos preguntarnos de dónde proviene esa luz que se extiende por todo el aire con sólo observar el cuerpo del sol; no es una luz idéntica en todas partes ni tampoco aparece dividida. Ahí están para probarlo los cortes que se producen en ella y que parecen indicar una existencia opuesta a la del punto de origen, pero que, con todo, no la dividen. Si el sol no fuese un cuerpo y sí una potencia separada de él, que produjese su luz a la manera ya dicha, es claro que no podríamos indicar de dónde parte esa luz. No llegaríamos a decir de dónde proviene, sino que la luz se nos mostraría única en todas partes, sin comienzo ni principio alguno.

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