10. La unidad, pues, es prudente para permanecer en sí misma y no dirigirse a ningún otro lugar. Son las otras cosas las que se encuentran suspendidas a ella como si tratasen de descubrir el lugar donde se halla. Llamemos Eros a ese deseo en vigilia constante, siempre fuera y siempre apasionado de lo bello, contento siempre con alcanzar en lo posible su participación en él1. En este mundo, el amante no recibe la belleza del amado y sólo se halla cercano a ella. Es el mismo caso de la unidad, que permanece en sí misma, mientras la multitud de sus amantes, que la aman toda entera, se hallan en su cercanía. No obstante, cuando la poseen, la poseen toda entera, porque es ella también, toda entera, el objeto de su amor. ¿Cómo, nos preguntamos, no basta esta unidad a todos sus amantes cuando permanece en sí misma? Porque esto, justamente, podría ser una razón de suficiencia, y desde luego decimos que es bella porque se da enteramente en todas las cosas.
Ahí tenemos el ejemplo de la prudencia, que se ofrece por entero en todas las cosas; por ello es toda de todos y no se da en parte aquí y en parte allá. Ridículo sería afirmar que la prudencia tiene necesidad de un lugar. Con la prudencia no ocurre lo que con la blancura, porque no es algo que pertenezca a un cuerpo. Si nosotros participamos realmente en la prudencia, quiere decirse que participamos en una cosa única, idéntica en sí misma y que se da toda entera en sí misma. Otro tanto pasa con la unidad: no la tomamos por partes separadas, y ni yo ni tú la recibimos por entero pero a la vez separadamente. Sería cosa de imaginarse una asamblea y toda una reunión de hombres que, llevados de su prudencia, adoptasen una decisión compartida de modo unánime. Cada uno separadamente apenas sería capaz de ella, pero en reunión conjunta todo toma otro cariz: y así, en esa convergencia y comprensión verdadera producen y encuentran lo que resulta más prudente.
¿Qué obstáculo se opone a que la inteligencia no se dé en sí misma, si realmente se asigna a personas diferentes? Pues, aunque no lo parezca, todas estas personas reúnense en un mismo ser. Veamos un ejemplo: si una cosa es tocada por nosotros con varios dedos, pensamos en verdad que tocamos varías cosas; de igual manera, si no la viésemos podríamos tocar más de una vez la misma cuerda. Convendría reflexionar, por tanto, sobre el modo como es alcanzado el bien por nuestras almas. Es indudable que yo no alcanzo un bien y tú otro, sino ambos al mismo. Y no parece creíble que una corriente de ese mismo bien llegue hasta mí y la otra hasta ti, pero de manera que el bien siga en lo alto y radique aquí sólo lo que de él proviene. Necesítase que el que nos da el bien, nos lo dé para que lo recibamos realmente; esa dávida no la concede a seres extraños, sino a seres que provienen de él. Lo que pertenece al intelecto no es un don transportable, ya que en los cuerpos que aparecen separados en cuanto al lugar pueden recibirse dones afines y éstos y sus acciones venir a parar a un mismo resultado, Digamos al menos del cuerpo del universo que actúa y sufre en sí mismo y que nada recibe de fuera. Si, pues, hay un cuerpo al que nada le viene de fuera, aunque ese cuerpo tienda por naturaleza a huir de sí mismo, ¿cómo podría recaer algo extraño en una cosa que carece de extensión? Ciertamente, por estar colocados en un mis-mo lugar vemos el bien e incluso lo tocamos; nos hallamos en ese lugar donde se hallan también nuestros objetos inteligibles.
El mundo inteligible de que hablamos posee una unidad mucho mayor que eí mundo sensible. Si se dividiese lo mismo que éste, se darían entonces dos mundos sensibles. Así, naturalmente, la esfera inteligible no diferiría en nada de la esfera sensible, supuesto que su unidad es la misma. Bien ridículo resultaría, si por razonable necesidad hemos de otorgar un volumen a la esfera sensible, admitir que se despliega y sale de sí misma la esfera inteligible; porque es evidente que no tiene necesidad de ello. ¿Qué obstáculo, pues, se opone a su unidad? No hay ahí ninguna cosa que haya de empujar a otra para venir a ocupar su lugar, del mismo modo que no reducen su espacio en el alma todos los conocimientos, teoremas y, en general, todas las ciencias. Diríase que esto no es posible en cuanto a las sustancias y, en efecto, no lo es si las verdaderas sustancias poseen materialidad.