ALC1 109c-113c: O que é o justo?

Sócrates — Pero ese mejor, que yo te reclamaba antes, con motivo de la paz y de la guerra, para saber con quién, cómo y cuándo es preciso hacer la guerra y la paz ¿no es siempre lo más justo?

Alcibiades — Así me parece.

Sócrates — Pero, mi querido Alcibiades, es preciso que suceda una de dos cosas: o que sin saberlo, ignores tú lo que es justo, o que, sin saberlo yo, hayas ido a casa de algún maestro que te enseñara a distinguir lo que es más justo y lo que es más injusto. ¿Quién es ese maestro? Dímelo, te lo suplico, para que me pongas en sus manos y me recomiendes a él.

Alcibiades — Esa es una de tus ironías, Sócrates.

Sócrates — No, te lo juro por el Dios que preside a nuestra amistad, y que es un Dios a quien no querría ofender con un perjurio. Te lo suplico muy seriamente; si tienes un maestro, dime quién es.

Alcibiades — ¡Ah! y aunque yo no tenga maestro, ¿crees tú que no pueda saber por otra parte lo que es justo y lo que es injusto?

Sócrates — Lo sabrás, si lo has descubierto tú mismo.

Alcibiades — ¿Y crees tú que no lo he descubierto?

Sócrates — Si has hecho indagaciones, lo habrás descubierto.

Alcibiades — ¿Piensas que no he hecho yo indagaciones?

Sócrates — Pero si has hecho indagaciones, habrás creído ignorarlo.

Alcibiades — ¿Te imaginas que no ha habido un tiempo en que yo lo ignoraba?

Sócrates — Muy bien. Pero podrías señalarme precisamente ese tiempo, en que has creído que ignorabas lo que es justo e injusto. Veamos; ¿fue el año pasado cuando empezaste a hacer tus indagaciones porque lo ignorabas? ¿O creías saberlo? Di la verdad para que no hablemos en vano.

Alcibiades — El año pasado creía saberlo.

Sócrates — ¿Hace tres, cuatro, cinco, no lo creías lo mismo?

Alcibiades — Lo mismo.

Sócrates — Antes de este tiempo tú eras un niño; ¿no es así?

Alcibiades — Sí.

Sócrates — ¿Y en ese mismo tiempo de tu infancia, estoy seguro de que creías saberlo?

Alcibiades — ¿Cómo dices que estás seguro?

Sócrates — Porque durante tu infancia, en casa de tus maestros y en todas partes; en medio de tus juegos de dados o cualquier otro, te he visto muchas veces no dudar sobre la decisión de lo justo y de lo injusto, y decir con tono firme y seguro a cualquiera de tus camaradas, que era un pícaro, que era injusto, que te hacia una injusticia; ¿no es cierto esto?

Alcibiades — ¿Qué debía hacer, a juicio tuyo, cuando se me hacía alguna injusticia?

Sócrates — ¿Quieres decir, lo que debías hacer, ignorando o sabiendo que lo que te se hacía era una injusticia?

Alcibiades — Pero yo no lo ignoraba; antes bien, reconocía perfectamente que se me hacía una injusticia.

Sócrates — Ya ves por esto que, cuando no eras más que un niño, creías conocer ya lo justo y lo injusto.

Alcibiades — Creía conocerlo y lo conocía.

Sócrates — ¿En qué época fue el descubrimiento? porque no fue cuando ya creías saberlo.

Alcibiades — No, sin duda.

Sócrates — ¿En qué tiempo creías tú ignorarlo? Míralo, hecha cuentas; tengo mucho miedo que no des con ese tiempo.

Alcibiades — En verdad, Sócrates, no puedo decírtelo.

Sócrates — ¿Por consiguiente, tú no has encontrado por ti mismo esta ciencia de lo justo y de lo injusto?

Alcibiades — Así parece.

Sócrates — Pero confesaste antes que no la has aprendido de los demás; y si no la has encontrado por ti mismo ni la has aprendido de los demás, ¿cómo la sabes? ¿De dónde te ha venido?

Alcibiades — Pero quizá me engañé, cuando te dije que no la había aprendido por mí mismo.

Sócrates — Pues entonces, ¿cómo la has aprendido por ti mismo?

Alcibiades — Creo, que la he aprendido como los demás.

Sócrates — ¿Otra vez volvemos a empezar? ¿de quién la has aprendido? habla.

Alcibiades — Del pueblo.

Sócrates — Mal maestro me citas.

Alcibiades — ¡Qué! ¿el pueblo no es capaz de enseñarla?

Sócrates — ¡Bien libre está! si no es capaz de enseñar a juzgar bien sobre las jugadas de un tablero, ¿cómo ha de enseñar lo que es justo o injusto, que es mucho más difícil? ¿no lo crees tú como yo?

Alcibiades — Si, sin duda.

Sócrates — ¿Y si no es capaz de enseñarte cosas de tan poca consecuencia, cómo te ha de enseñar las que son más importantes?

Alcibiades — Soy de tu dictamen; sin embargo, el pueblo es capaz de enseñar muchas cosas muy superiores a este juego.

Sócrates — ¿Cuáles?

Alcibiades — Nuestra lengua, por ejemplo, yo no la he aprendido de nadie sino del pueblo, sin que pueda nombrar ni un solo maestro; y esta enseñanza se la debo a él, a pesar de tenerle tú por un mal maestro.

Sócrates — ¡Ah! es cierto, querido mío, que el pueblo, en materia de lengua, es muy excelente maestro y tienes razón en referirte a él.

Alcibiades — ¿Por qué?

Sócrates — Porque en materia de lengua el pueblo tiene todo lo que deben tener los mejores maestros.

Alcibiades — ¿Qué es lo que tiene?

Sócrates — ¿Los que quieren enseñar una cosa no deben saberla bien antes?

Alcibiades — ¿Quién lo duda?

Sócrates — ¿Los que saben bien una cosa no deben estar de acuerdo entre sí sobre lo que saben, sin disputar jamás?

Alcibiades — Sí.

Sócrates — ¿Y si disputasen, creerías que estaban bien instruidos?

Alcibiades — De ninguna manera.

Sócrates — ¿Cómo, pues, serían capaces de enseñarlo?

Alcibiades — De ningún modo.

Sócrates — ¡Qué! ¿todo el pueblo no conviene sobre la significación de estas palabras: una piedra, un bastón? Interroga a todos los griegos; ellos te responderán la misma cosa, y cuando les pidan una piedra o un bastón, todos se dirigirán a estos objetos, y así de todo lo demás. ¿Porque creo que esto es lo que tu quieres decir por saber la lengua?

Alcibiades — Sí.

Sócrates — ¿Y todos los griegos no convienen en esto, ciudadanos con ciudadanos, ciudades con ciudades?

Alcibiades — Seguramente.

Sócrates — ¿Por consiguiente, para la lengua el pueblo sería muy buen maestro?

Alcibiades — Sin duda.

Sócrates — ¿Y así si quisiéramos que un hombre se hiciera muy entendido en la lengua, le pondríamos justamente en manos del pueblo?

Alcibiades — Justamente.

Sócrates — Pero si en lugar de querer saber lo que significan las palabras hombre o caballo, quisiéramos saber si un caballo es bueno o malo, ¿el pueblo sería capaz de enseñárnoslo?

Alcibiades — No, seguramente.

Sócrates — Porque una prueba bien segura de que no lo sabe y de que no puede enseñarlo es que no está de acuerdo sobre este punto consigo mismo.

Alcibiades — Sin duda.

Sócrates — Y si quisiéramos saber, no lo que quiere decir la palabra hombre, sino lo que es un hombre sano o enfermo, ¿el pueblo estaría en estado de decírnoslo?

Alcibiades — Menos aún.

Sócrates — En todo lo que le veas en desacuerdo consigo mismo, ¿no le juzgarás muy mal maestro?

Alcibiades — Sin dificultad.

Sócrates — ¿Y crees tú que sobre lo justo y lo injusto y sobre sus propios negocios el pueblo esté más de acuerdo consigo mismo que en los demás?

Alcibiades — No, ¡por Júpiter!

Sócrates — Sócrates

¿No crees tú que precisamente en esto es en lo que menos de acuerdo está el pueblo?

Alcibiades — Estoy persuadido de eso.

Sócrates — Has oído ni leído jamás, que por sostener que una cosa está sana o enferma, hayan tomado los hombres las armas y se hayan degollado los unos a los otros?

Alcibiades — ¡Qué locura!

Sócrates — Pero confiesa que si no lo has visto, por lo menos has leído que eso ha sucedido por sostener que una cosa es justa o injusta; por ejemplo, en la Odisea y en la Iliada de Homero.

Alcibiades — Sí, seguramente.

Sócrates — El fundamento de estos poemas ¿no es la diversidad de opiniones sobre la justicia y la injusticia?

Alcibiades — Sí, Sócrates.

Sócrates — ¿No es esta diversidad la que causó tantos combates y tantas muertes entre los griegos y troyanos, la que ha hecho pasar por tantos peligros a Ulisses, y la que perdió a los amantes de Penélope?

Alcibiades — Dices verdad.

Sócrates — ¿No es esta misma diversidad sobre lo justo y lo injusto la única causa que ha hecho perecer a tantos atenienses, lacedemonios y beocios en la tomada de Tanagre, y después de ésta en la batalla de Coronea, donde recibió la muerte tu padre?

Alcibiades — ¿Podrá nadie negarlo?

Sócrates — ¿Nos atreveremos a decir que el pueblo sabe bien una cosa sobre la que disputa con tanta animosidad, dejándose llevar de los más funestos arranques?

Alcibiades — No, sin duda.

Sócrates — ¡Ah! ¡mira los maestros que nos citas; en el acto mismo reconoces su ignorancia!

Alcibiades — Lo confieso.

Sócrates — ¿Qué trazas hay de que tú sepas lo que es justo o injusto, cuando se te ve tan indeciso y tan fluctuante, y cuando ni lo has aprendido de los demás, ni lo has descubierto por ti mismo?

Alcibiades — Ninguna traza hay, según tú dices.

Sócrates — ¿Cómo, según tú dices? hablas muy mal, Alcibiades.

Alcibiades — ¿Cómo?

Sócrates — ¿Sostienes que soy yo el que dice eso?

Alcibiades — ¡Y qué! ¿no eres tú el que dices que yo no sé nada de todo lo relativo a la justicia e injusticia?

Sócrates — No, no soy yo seguramente.

Alcibiades — ¿Quién es entonces? ¿soy yo?

Sócrates — Sí, tú mismo.

Alcibiades — ¿Cómo?

Sócrates — He aquí cómo. Si yo te preguntase entre el uno y el dos, cuál es el mayor número, ¿no me responderías que el dos?

Alcibiades — Sí.

Sócrates — Y sí yo te preguntase, ¿en qué es más grande?

Alcibiades — En uno.

Sócrates — ¿Quién de nosotros dice que dos es más que uno?

Alcibiades — Yo.

Sócrates — ¿No soy yo el que pregunta y tú el que respondes?

Alcibiades — Sí.

Sócrates — Y en este momento sobre lo justo y lo injusto, ¿no soy yo el que pregunta y tú el que respondes?

Alcibiades — Es cierto.

Sócrates — Y si te preguntase cuáles son las letras que componen el nombre de Sócrates y las dijeses una por una, ¿quién de los dos las diría?

Alcibiades — Yo.

Sócrates — ¡Y bien!… en una palabra, en una conversación de preguntas y respuestas, ¿quién afirma una cosa? ¿el que pregunta o el que responde?

Alcibiades — Me parece, Sócrates, que el que responde.

Sócrates — ¿Y hasta ahora no soy yo el que ha preguntado?

Alcibiades — Sí.

Sócrates — ¿Y no eres tú el que me ha respondido?

Alcibiades — Seguramente.

Sócrates — ¿Quién de los dos ha sido, tú o yo, el que ha afirmado todo lo que hemos dicho?

Alcibiades — Tengo que convenir en que yo.

Sócrates — ¿No se ha dicho que el precioso Alcibiades, hijo de Clinias, no sabiendo qué es lo justo y lo injusto, creyendo sin embargo saberlo, se presenta en la Asamblea de los atenienses para darles consejos sobre cosas que él mismo ignora? ¿no es esto?

Alcibiades — Eso mismo es.