Así, mi querido Alcibiades, sigue mis consejos, y obedece al precepto que está escrito en el frontispicio del templo de Delfos: Conócete a ti mismo, porque los enemigos con quienes te las has de haber son tales, como yo los represento y no como tú te imaginas. El único medio de vencerlos es la aplicación y la habilidad; si renuncias a estas cualidades necesarias, renuncia también a la gloria fuera y dentro de tu país, gloria a que has aspirado con más ardor que otro alguno.
Alcibiades — Puedes explicarme, Sócrates, ¿cuál es el cuidado que debo tomar de mí mismo? porque me hablas, lo confieso, con más sinceridad que ningún otro.
Sócrates — Sin duda puedo hacerlo; pero no es esto útil a ti sólo. Juntos debemos buscar los medios de hacernos mejores, que yo no tengo menos necesidad que tú, yo que sobre ti tengo sólo una ventaja.
Alcibiades — ¿Cuál es esa ventaja?
Sócrates — Que mi tutor es mejor y más sabio que Pericles, que es el tuyo.
Alcibiades — ¿Quién es ese tutor?
Sócrates — El Dios que hasta hoy no me ha permitido hablarte; siguiendo sus aspiraciones, sólo mediando yo puedes conseguir la gloria, como antes te dije.
Alcibiades — ¿Te burlas, Sócrates?
Sócrates — Quizá; pero siempre es una verdad que tenemos una necesidad muy grande de mirar por nosotros mismos, como la tienen todos los hombres, y nosotros dos más que ninguno.
Alcibiades — Sí, Sócrates, cuando menos por lo que a mí toca.
Sócrates — Y lo mismo me sucede a mí.
Alcibiades — ¿Qué haremos, pues?
Sócrates — Este es el momento, querido mío, en que es preciso quitar la pereza y la desidia.
Alcibiades — Convengo en ello.
Sócrates — Veamos y examinemos juntos lo que intentamos. Dime, ¿no queremos hacernos muy buenos?
Alcibiades — Sí.
Sócrates — ¿En qué clase de virtud?
Alcibiades — En la virtud que constituye la bondad del hombre.
Sócrates — ¿Y quién es el hombre bueno?
Alcibiades — El que lo es para los negocios.
Sócrates — ¿Para qué negocios? ¿Para los de equitación?
Alcibiades — No.
Sócrates — Porque eso corresponde a los picadores.
Alcibiades — Sí.
Sócrates — ¿En los de la marina?
Alcibiades — Tampoco.
Sócrates — Porque eso corresponde a los pilotos.
Alcibiades — Sí.
Sócrates — ¿Pues en qué negocios?
Alcibiades — En los negocios que ocupan a nuestros mejores atenienses.
Sócrates — ¿Qué entiendes por nuestros mejores atenienses? ¿Son los hábiles o los inhábiles?
Alcibiades — Los hábiles.
Sócrates — ¿Por lo tanto, según tú, cuando es hábil uno para una cosa, es bueno para la cosa misma?
Alcibiades — Sí.
Sócrates — ¿Y los inhábiles no son en manera alguna buenos?
Alcibiades — Sin duda.
Sócrates — Un zapatero tiene toda la habilidad para hacer zapatos; ¿es bueno para esto?
Alcibiades — Muy bueno.
Sócrates — ¿Pero es inhábil para hacer trajes?
Alcibiades — Sí.
Sócrates — Por consiguiente es un mal sastre.
Alcibiades — Sin dificultad.
Sócrates — Este mismo hombre, por lo tanto, ¿es bueno y malo?
Alcibiades — Así me lo parece.
Sócrates — Se sigue de este principio, que aquellos que tú llamas buenos son igualmente malos.
Alcibiades — No es eso lo que yo quiero decir.
Sócrates — Pues entonces ¿qué entiendes por hombres buenos?
Alcibiades — Entiendo los que saben gobernar.
Sócrates — ¿Gobernar, qué? ¿caballos?
Alcibiades — No.
Sócrates — ¿Hombres?
Alcibiades — Sí.
Sócrates — ¿Los enfermos? No. ¿Los pilotos? Tampoco. ¿Los labradores? Tampoco.
Sócrates — Pues, ¿quiénes? ¿Los que hacen algo, o los que no hacen nada?
Alcibiades — Los que hacen alguna cosa.
Sócrates — ¿Quiénes son? ¿Qué? Trata de explicarte y de hacérmelo comprender.
Alcibiades — Los que viven en sociedad y se sirven los unos a los otros, como los que vivimos en las ciudades.
Sócrates — Según tú, es gobernar a los hombres que se sirven de otros hombres.
Alcibiades — Así lo entiendo.
Sócrates — ¿Es gobernar a los contramaestres que se sirven de los marineros?
Alcibiades — No.
Sócrates — Porque eso pertenece a los pilotos.
Alcibiades — Sí.
Sócrates — ¿Es gobernar a los tocadores de flauta que se sirven de músicos y danzantes?
Alcibiades — Tampoco.
Sócrates — Porque eso pertenece a los maestros de capilla.
Alcibiades — Es cierto.
Sócrates — Entonces ¿qué entiendes por gobernar a los hombres que se sirven de otros hombres?
Alcibiades — Entiendo mandar a hombres que viven juntos bajo las mismas leyes y el mismo gobierno.
Sócrates — ¿Y qué arte es ese que enseña a mandarlos? Si te preguntase, cuál es el arte que enseña a mandar a todos los marineros de un mismo buque, ¿qué me responderías?
Alcibiades — Que es el arte de los pilotos.
Sócrates — Y si te preguntase, ¿cuál es el arte que enseña a mandar a los músicos y danzantes?
Alcibiades — Yo te respondería que es el arte de los maestros de capilla.
Sócrates — ¿Cómo llamas este arte que enseña a mandar a los que forman un mismo cuerpo de Estado?
Alcibiades — El arte de aconsejar bien, Sócrates ¡Cómo! ¿El arte de los pilotos es el arte de dar malos consejos?
Alcibiades — No.
Sócrates — ¿No se proponen darlos buenos?
Alcibiades — Seguramente, por el bien de los que se hallan embarcados.
Sócrates — Dices muy bien. ¿Pero de qué buenos consejos hablas, y qué es a lo que tienden?
Alcibiades — Tienden a conservar y mejorar la gobernación.
Sócrates — ¿Pero qué es lo que conserva los Estados? ¿Qué cosa es esa cuya presencia o ausencia sostiene la sociedad? Si tú me preguntaras, qué es lo que un cuerpo debe tener o no tener para mantenerse sano y en buen estado, yo te respondería sobre la marcha, que debe tener la salud y no tener la enfermedad. ¿No lo crees tú como yo?
Alcibiades — Lo mismo que tú.
Sócrates — Y si me preguntases lo mismo sobre el ojo respondería igualmente, que está bien cuando tiene buena vista, y mal cuando tiene ceguera; sobre los oídos lo mismo, que están bien cuando tienen todo lo que necesitan para oír, sin ninguna disposición para la sordera.
Alcibiades — Eso es cierto.
Sócrates — Y en un Estado, ¿qué es lo que debe haber o no haber para que se halle en la mejor situación posible?
Alcibiades — Me parece, Sócrates, que es preciso que la amistad reine entre los ciudadanos, y que se destierren entre ellos el odio y la división.
Sócrates — ¿Qué llamas amistad? ¿es la concordia o la discordia?
Alcibiades — La concordia seguramente.
Sócrates — ¿Cuál es el arte que hace que los Estados concuerden, por ejemplo, sobre los números?
Alcibiades — Es la aritmética.
Sócrates — ¿Es un arte en el que concuerdan entre sí los particulares?
Alcibiades — Sí.
Sócrates — ¿Y cada uno consigo mismo?
Alcibiades — Sin dificultad.
Sócrates — ¿Y cómo llamas al arte que hace que cada uno concuerde consigo mismo siempre sobre la magnitud de un pie o de un codo? ¿no es el arte de medir?
Alcibiades — Sí, sin duda.
Sócrates — Y los Estados y los particulares ¿se ponen de acuerdo por medio de este arte?
Alcibiades — Sí.
Sócrates — ¿No sucede lo mismo sobre los pesos?
Alcibiades — Lo mismo.
Sócrates — ¿Y cuál es la concordia de que hablas? ¿en qué consiste y qué arte es el que la da a conocer? ¿la de un Estado es la misma que hace que un particular se ponga de acuerdo consigo mismo y con los demás?
Alcibiades — Me parece que es la misma.
Sócrates — ¿Cuál es? no desistas de responderme, e instrúyeme por caridad.
Alcibiades — Creo que es esta amistad y esta concordia que hacen que un padre y una madre estén bien con sus hijos, un hermano con su hermano, una mujer con su marido.
Sócrates — ¿Crees que un marido puede estar de acuerdo con su mujer sobre obras de lana que ella entiende perfectamente y que él no entiende?
Alcibiades — No, sin duda.
Sócrates — Es imposible, porque es una obra de mujer.
Alcibiades — Sí.
Sócrates — ¿Es posible que una mujer pueda estar de acuerdo con su marido en materia de armas, cuando no sabe lo que son?
Alcibiades — No.
Sócrates — Me podrías responder que sólo es acomodado al talento del hombre.
Alcibiades — Es cierto.
Sócrates — ¿Convienes en que hay ciencias que están destinadas a las mujeres, y otras que están reservadas a los hombres?
Alcibiades — ¿Quién puede negarlo?
Sócrates — Sobre todas estas ciencias no es posible que las mujeres estén de acuerdo con sus maridos.
Alcibiades — Eso es cierto.
Sócrates — Por consiguiente no habrá amistad, puesto que la amistad no es más que la concordia.
Alcibiades — Soy de tu opinión.
Sócrates — Y así cuando una mujer haga lo que debe hacer, ¿no será amada por su marido?
Alcibiades — No me parece.
Sócrates — Y cuando un marido haga lo que debe hacer, ¿no será amado por su mujer?
Alcibiades — No.
Sócrates — ¿Luego los Estados, en los que hace cada uno lo que debe hacer, no estarán bien gobernados?
Alcibiades — Me parece que sí, Sócrates.
Sócrates — ¿Qué es lo que dices? ¿Será bien gobernado un Estado sin que la amistad reine en él? ¿No hemos convenido en que por la amistad un Estado está bien regido, y que en otro caso todo es desorden y confusión?
Alcibiades — Pero me parece, sin embargo, que es esto mismo lo que produce la amistad; que cada uno haga lo que debe hacer.
Sócrates — Hace un momento decías lo contrario; pero es preciso que te hagas entender. ¿Cómo dices ahora que la concordia bien establecida produce la amistad? ¡Ah! ¿puede haber concordia sobre negocios que los unos saben y los otros no saben?
Alcibiades — Eso es imposible.
Sócrates — Cuando cada uno hace lo que debe hacer, hace lo que es justo o lo que es injusto?
Alcibiades — ¡Vaya una pregunta! cada uno hace lo que es justo.
Sócrates — De aquí se sigue, que en el acto mismo en que todos los ciudadanos hacen lo que es justo, no pueden sin embargo amarse.
Alcibiades — La consecuencia parece necesaria.
Sócrates — ¿Cuál es, pues, esta amistad o esta concordia que puede hacernos hábiles y capaces de dar buenos consejos, para que entremos así en el número de los que llamas tú buenos ciudadanos? Porque no puedo comprender, ni lo que es, ni en quién se encuentra; porque tan pronto se la encuentra en ciertas personas, tan pronto no se la encuentra ya, como se ve por tus palabras.