Alcibiades — Todo eso está muy bien dicho, Sócrates; pero trata de explicarme cómo podemos tener cuidado de nosotros mismos.
Sócrates — Ese es negocio ya ventilado; porque ante todas cosas hemos sentado lo que es el hombre, y con razón, porque temeríamos, no siendo este punto bien conocido, dirigir nuestro cuidado a otras cosas que no fueran nosotros mismos, sin apercibirnos de ello.
Alcibiades — Así es.
Sócrates — Estamos convenidos, además, en que es el alma la que es preciso cuidar, debiendo ser este el único fin que nos propongamos.
Alcibiades — Sin duda.
Sócrates — Que es preciso dejar a los demás el cuidado del cuerpo y de lo que pertenece al cuerpo, como las riquezas.
Alcibiades — ¿Puede negarse eso?
Sócrates — ¿Cómo podríamos sentar esta verdad de una manera más clara y evidente? porque si consiguiéramos verla con toda claridad, es indudable que nos conoceríamos perfectamente a nosotros mismos. Tratemos, pues, en nombre de los dioses, de entender bien el precepto de Delfos, de que ya hemos hablado; pero ¿comprendemos, por ventura, ya toda su fuerza?
Alcibiades — ¿Qué fuerza? ¿Qué quieres decir con eso, Sócrates?
Sócrates — Voy a comunicarte lo que a mi juicio quiere decir esta inscripción y el precepto que ella encierra. No es posible hacértele comprender por otra comparación que por esta que se toma de la vista.
Alcibiades — ¿Cómo?
Sócrates — Fíjate bien: si esta inscripción hablase al ojo, como habla al hombre, y le dijese: mírate a ti mismo, ¿qué creeríamos nosotros que le decía? ¿No creeríamos que la inscripción ordenaba al ojo que se mirase en una cosa, en la que el ojo pudiera verse?
Alcibiades — Eso es evidente.
Sócrates — Busquemos esta cosa, en la que, mirando, podamos ver el ojo y nosotros mismos.
Alcibiades — Puede verse en los espejos y en otros cuerpos semejantes.
Sócrates — Hablas muy bien. ¿No hay también en el ojo algún pequeño punto que hace el mismo efecto que el espejo?
Alcibiades — Hay uno seguramente.
Sócrates — Has observado que siempre que miras en tu ojo ves, como en un espejo, tu semblante en esta parte que se llama pupila, donde se refleja la imagen de aquel que en ella se ve?
Alcibiades — Es cierto.
Sócrates — Un ojo, para verse, debe mirar en otro ojo, y en aquella parte del ojo, que es la más preciosa, y que es la única que tiene la facultad de ver?
Alcibiades — ¿Quién lo duda?
Sócrates — Porque si fijase sus miradas sobre cualquiera otra parte del cuerpo del hombre, o sobre cualquier otro objeto, a menos que no fuese semejante a esta parte del ojo que ve, de ninguna manera se vería a sí mismo.
Alcibiades — Tienes razón.
Sócrates — Un ojo, que quiere verse a sí mismo, debe mirarse en otro ojo, y en esta parte de ojo, donde reside toda su virtud, es decir, la vista.
Alcibiades — Seguramente.
Sócrates — Mi querido Alcibiades, ¿no sucede lo mismo con el alma? para verse ¿no debe mirarse en el alma, y en esta parte del alma donde reside toda su virtud, que es la sabiduría, o en cualquiera otra cosa a la que esta parte del alma se parezca en cierta manera?
Alcibiades — Así me lo parece.
Sócrates — ¿Pero podremos encontrar alguna parte del alma, que sea más divina que aquella en que residen la esencia y la sabiduría?
Alcibiades — No ciertamente.
Sócrates — En esta parte del alma, verdaderamente divina, es donde es preciso mirarse, y contemplar allí todo lo divino, es decir, Dios y la sabiduría, para conocerse a sí mismo perfectamente.
Alcibiades — Así me parece.
Sócrates — Conocerse a sí mismo es la sabiduría, según hemos convenido.
Alcibiades — Es cierto.
Sócrates — No conociéndonos a nosotros mismos, y no siendo sabios, ¿podemos conocer ni nuestros bienes, ni nuestros males?
Alcibiades — ¡Ah! ¿cómo los conoceríamos, Sócrates?
Sócrates — Porque no es posible que el que no conoce a Alcibiades conozca lo que pertenece a Alcibíades, como perteneciendo a Alcibiades.
Alcibiades — No, ¡por Júpiter! eso no es posible.
Sócrates — Sólo conociéndonos a nosotros mismos, es como podemos conocer, que lo que está en nosotros nos pertenece.
Alcibiades — Seguramente.
Sócrates — Y si no conociésemos lo que está en nosotros, no conoceríamos tampoco lo que se refiere a las cosas que están en nosotros.
Alcibiades — Lo confieso.
Sócrates — Hemos hecho mal, cuando hemos convenido en que hay gentes, que no conociéndose a sí mismos, conocen sin embargo lo que está en ellos, porque ni aun las cosas que pertenecen a lo que está en ellos conocen. Estos tres conocimientos: conocerse a sí mismo, conocer lo que está en nosotros, y conocer las cosas que pertenecen a lo que está en nosotros, están ligados entre sí; son efecto de un solo y mismo arte.
Alcibiades — Así parece.
Sócrates — Todo hombre que no conoce las cosas que están en él, no conocerá tampoco las que pertenecen a otros.
Alcibiades — Eso es verdad.
Sócrates — No conociendo las cosas pertenecientes a los demás, no puede conocer las del Estado.
Alcibiades — Es una consecuencia necesaria.
Sócrates — ¿Un hombre semejante puede ser alguna vez un buen hombre de Estado?
Alcibiades — No.
Sócrates — ¿Ni puede ser tampoco un buen administrador para gobernar una casa?
Alcibiades — No.
Sócrates — ¿Ni sabe lo que hace?
Alcibiades — Nada sabe.
Sócrates — No sabiendo lo que hace, ¿es posible que no cometa faltas?
Alcibiades — Imposible, seguramente.
Sócrates — Cometiendo faltas, ¿no causa mal en particular y en público?
Alcibiades — Seguramente.
Sócrates — Haciendo mal ¿no es desgraciado?
Alcibiades — Sí, muy desgraciado.
Sócrates — ¿Y aquellos a cuyo servicio se consagra?
Alcibiades — Desgraciados también.
Sócrates — ¿Luego no es posible que el que no es ni bueno, ni sabio, sea dichoso?
Alcibiades — No, sin duda.
Sócrates — ¿Todos los hombres viciosos son entonces desgraciados?
Alcibiades — Muy desgraciados.
Sócrates — ¿Luego no son las riquezas, sino la sabiduría la que libra al hombre de ser desgraciado?
Alcibiades — Seguramente.
Sócrates — Por lo tanto, mi querido Alcibiades, los Estados para ser dichosos no tienen necesidad de murallas, ni de buques, ni de arsenales, ni de tropas, ni de grande aparato; la única cosa de que tienen necesidad para su felicidad es la virtud.
Alcibiades — Es cierto.
Sócrates — Y si quieres manejar bien los negocios de la república, es preciso que imbuyas a tus conciudadanos en la virtud.
Alcibiades — Estoy persuadido de eso.
Sócrates — ¿Pero puede darse lo que no se tiene?
Alcibiades — ¿Cómo puede darse?
Sócrates — Ante todas cosas es preciso, pues, que pienses en ser virtuoso, como debe de hacer todo hombre, que no sólo quiera tener cuidado de sí mismo y de las cosas que son suyas, sino también del Estado y de las cosas que pertenecen al Estado.
Alcibiades — Sin dificultad.
Sócrates — No debes, por consiguiente, pensar en adquirir para ti y para el Estado un grande imperio y el poder absoluto de hacer todo lo que te agrade, sino únicamente lo que dicten la sabiduría y la justicia.
Alcibiades — Eso me parece muy cierto.
Sócrates — Porque si tú y el Estado gobernáis sabia y justamente, obtendréis el favor de los dioses.
Alcibiades — Estoy persuadido de ello.
Sócrates — Y gobernaréis justa y sabiamente, si como te dije antes, no perdéis de vista esa luz divina que brilla en vosotros.
Alcibiades — Así parece.
Sócrates — Porque mirándoos en esta luz, os veréis vosotros mismos, y conoceréis vuestros verdaderos bienes.
Alcibiades — Sin duda.
Sócrates — Y obrando así, ¿no haréis siempre el bien?
Alcibiades — Ciertamente.
Sócrates — Si hacéis siempre el bien, me atrevo a salir garante de que seréis siempre dichosos.
Alcibiades — En esta materia eres tú una buena garantía, Sócrates.
Sócrates — Pero si gobernáis injustamente, y en lugar de suspirar por la verdadera luz, os fijáis en lo que está sin Dios y lleno de tinieblas, no haréis, sin que pueda ser de otra manera, sino obras de tinieblas, porque no os conoceréis a vosotros mismos.
Alcibiades — Así lo creo.
Sócrates — Mi querido Alcibiades, represéntate un hombre que tenga el poder de hacerlo todo, y que no tenga juicio; ¿qué debe esperarse y cuál será el resultado para él y para el Estado? Por ejemplo, que un enfermo tenga el poder de hacer todo lo que le venga a la cabeza, que no conozca la medicina, y que nadie se atreva a decirle nada ni a contenerle, ¿qué le sucederá? Destruirá sin duda su cuerpo.
Alcibiades — Eso es cierto.
Sócrates — Y si en una nave un hombre, sin tener ni buen sentido ni la habilidad de piloto, se toma la libertad de hacer lo que le parezca, tú mismo ves lo que no puede menos de suceder a él y a todos los que a él se entreguen.
Alcibiades — No podrán menos de perecer todos.
Sócrates — Lo mismo sucede con todas las ciudades, repúblicas y todos los poderes; si están privados de la virtud, su ruina es infalible.
Alcibiades — Imposible de otra manera.