El Sócrates de Platón es un estupendo narrador de mitos, como sabe cualquier lector de sus diálogos largos. Los mitos no sólo resultan en ellos numerosos y variados, sino que destacan en la obra platónica por su fuerza poética y plástica y su poderosa seducción. Cualquier lector del Fedón, el Banquete, el Fedro, la República, el Timeo y otros diálogos recuerda siempre esos mitos que Sócrates introduce con hábil manejo en las conversaciones y que parecen abrir unas ventanas fantásticas hacia un horizonte que el razonamiento no llega a afirmar. Y ése es un rasgo peculiar y no poco sorprendente en un filósofo que tiene por método el análisis crítico de cualquier creencia u opinión. Ahora bien, ¿cómo Platón, un filósofo que conoce bien el racionalismo de la ilustración sofística y es discípulo del escéptico Sócrates, recurre a los relatos míticos para apoyar su teoría filosófica, siendo así que el razonamiento filosófico parece desdeñar el mito, y rechazar, por su propia esencia y desde sus orígenes presocráticos, el modo de explicación de los mitos? ¿Por qué Platón pone en boca de Sócrates, en determinados momentos, esos relatos y así convoca aquí y allá el encanto misterioso y arcaico de los mitos? Lo hace, a menudo, con cierta cautela, advirtiendo que el mito le ha llegado de otra persona, a veces un tanto misteriosa, como la sacerdotisa Diotima (en el discurso sobre el amor del Banquete) o el ingenioso Aristófanes (en el mismo diálogo), o bien, como una creencia popular, como un «cuento de viejas», como lo presenta Sócrates a Calicles en el Gorgias.
De todos modos, advertimos que Platón no relata los mitos tradicionales sin más, sino que se inventa o recompone sus mitos. A veces sobre un esquema antiguo, pero con retoques oportunos. Así sucede con el mito del viaje del alma al otro mundo, tras su separación del cuerpo en la muerte, que nos encontramos en tres diálogos —Gorgias, Fedón y República—. La narración mítica del destino del alma en el Hades tiene un fondo arcaico; pero Platón le da un nuevo acento al insistir en el premio o castigo que le aguarda en el más allá. No es un rasgo del todo nuevo, pero sí tiene un tono moral muy característico del encuadre platónico. Otros relatos que solemos llamar «mitos» son más bien alegorías, como es el caso del famoso mito de la caverna (en la República) o el «viaje celeste del carro alado» en el Fedro. Algunos parecen inventados por Platón —como el mito del nacimiento de Eros en el Banquete, que Sócrates atribuye a la sacerdotisa Diotima—. Otros modifican un mito antiguo, como el de Prometeo, contado por Protágoras en el diálogo de su nombre, o el impresionante relato sobre la Atlántida del Critias. No vamos a detenernos ahora a distinguir sus tipos. En todo caso, Platón utiliza los mitos para avanzar más allá de las fronteras del sobrio logos. Sus mitos tienen un valor funcional, un valor didáctico, son instrumentos de seducción, y creer en ellos es un «hermoso riesgo», como dice Sócrates en cierta ocasión.
El mito no es, por sí mismo, un discurso verificable, sino un relato del que no se puede dar cuenta y razón, en el sentido de la frase griega lógon didónai. Se enfrenta al logos y, en el tribunal de la verdad empírica, queda desahuciado. La filosofía, como la historia, aparece en Grecia como un saber acreditado por la experiencia y la argumentación racional, prescindiendo del «repertorio mítico», arcaico y fabuloso. Platón recupera pues, de un modo original, el mythos desdeñado por la tradición filosófica, y lo manipula al servicio de sus propias ideas. Es un instrumento didáctico y un atractivo medio de persuasión, que apela a la imaginación y a imágenes simbólicas de poderoso encanto. El mismo filósofo que en la República condena a los poetas épicos y trágicos, los tradicionales educadores del pueblo heleno, por razones morales, y los destierra de su ciudad ideal por rememorar los mitos sobre los dioses griegos, engañadores y escandalosos, resulta ser, a su vez, un fascinante inventor de mitos, un auténtico mythopoiós, que recoge retales y figuras del acervo tradicional para luego incorporarlos audazmente, hábilmente recompuestos, a su doctrina política y ética.