Bréhier: A Filosofia de Plotino — Introdução

En el siglo I de nuestra era comenzó la oposición a las escuelas estoicas que, con un Musonio y un Epicteto, daban sobre todo una preparación para la vida práctica. A ellas se opusieron agrupaciones de un género totalmente diferente que, aislándose de las condiciones normales de la vida civil y política, se consagraban por entero a la contemplación de las cosas divinas. Toda la obra de Filón de Alejandría atestigua las nuevas tendencias; nos enseña que los contemplativos se agrupaban en sociedades; que comunidades organizadas como la de los terapeutas —que Filón describe en su tratado de la Vida contemplativa— llevaban una vida completamente regular en la que todos los detalles estaban subordinados al intercambio de pensamientos sobre las cosas divinas. En los tres primeros siglos de nuestra era debieron haber existido, sobre todo en Egipto, numerosas comunidades de este género que, sin practicar la vida conventual de los terapeutas, unían sus esfuerzos y se ejercitaban en la meditación. Los escritos herméticos nos dan una prueba de su existencia; nos hacen asistir a las discusiones privadas de estas escuelas, cuyas divergencias doctrinales transparentan la vida intensa que llevaban sin perjudicar la unidad de inspiración.

Conviene separar estrictamente de los grupos de teólogos contemplativos a las agrupaciones propiamente religiosas que, hacia la misma época, se aplicaban a la práctica de los ritos y de los sacramentos. Los terapeutas de Filón (no más que Filón mismo) ignoraban totalmente este género, y en casi ningún escrito hermético hay la más remota alusión a esta práctica material. Fuera de la discusión y de la enseñanza, el hermetista sólo expresa su sentimiento religioso mediante piadosos himnos.

De este modo apareció, sobre todo en Egipto, un nuevo tipo de hombre contemplativo que difería tanto del filósofo de tradición helénica como del hombre que practicaba las religiones. Una obra como la de Plotino es ininteligible si la queremos reducir a la tradición griega, y no menos si la vemos como un aspecto de las religiones de misterios. Esa especie de ejercitación colectiva en la contemplación —de la que participó Plotino— explica muy bien, por el contrario, ciertos rasgos importantes de su filosofía. La actitud contemplativa, continuada hasta el fin y sin desfallecimiento, conduce a esa visión de las cosas cuyo tipo más acabado en la Antigüedad es el que ofrece Plotino. Para adoptarla sin reservas es necesario despojar mentalmente a la naturaleza de las cosas de todo lo que supone una relación práctica, de cualquier naturaleza que sea, entre nosotros mismos y el prójimo; es necesario convertirnos en sujeto de un “conocimiento inmaculado”.

Los caracteres de la realidad inteligible nacen en Plotino de esta actitud. Al comienzo nos sorprenden todas las negaciones que tal actitud implica: nada del Dios filántropo a lo estoico que sale al encuentro de los hombres para socorrerlos, nada de voluntad providencial que ejecuta, según un designio, la obra del mundo; nada absolutamente de esa confianza que atestiguan las plegarias y el abandono del hombre a los dioses. Todo ello supone relaciones prácticas que, si existieran en el mundo divino, forzarían al alma a asumir frente a él una actitud diferente de la contemplativa.

Pero estas negaciones no son más que consecuencias. En la época de Plotino la corriente contemplativa de ideas está tradicionalmente ligada a una predilección por la filosofía platónica. Filón y los hermetistas profesan la misma devoción al Timeo, y sus fórmulas les son muy familiares. Esta afinidad, esta admiración profunda no impiden, sin embargo, que Plotino abandone al maestro, o que lo interprete a su manera cuando Platón introduce en la realidad algún acto u operación de un orden diferente del contemplativo. En Plotino no se ve ya al demiurgo del Timeo realizando la creación del mundo sensible según un modelo ideal; ya no existe la construcción dialéctica de las ideas, cuyos principios se encuentran en el Filebo y en el Sofista, ni la construcción geométrica de los elementos del Timeo, pues tanto la una como la otra hacen intervenir operaciones ideales que constituyen inconvenientes, lastres, retardos para la contemplación. Un mundo sensible cuyo orden no tiene ni comienzo ni fin; un mundo inteligible que no está construido, ni siquiera idealmente, ya que todo está en todo y que en esta transparencia nada obstaculiza la visión, no son tesis de un discípulo de Platón, quien, según la tradición refiere, prohibía entrar a su escuela a quien no fuera geómetra.

Lo que más apreciaba Plotino en Aristóteles era el valor supremo que asignaba a la contemplación entre las potencias del alma. Pero todavía lo encontró tímido en su afirmación, y consagró todo un tratado (III, 8) a demostrar que las potencias prácticas y creadoras del alma, de la naturaleza y del arte que configuran objetos, no difieren fundamentalmente de la contemplación; que son sus grados más bajos.

Vemos así hasta qué punto la contemplación se va haciendo exclusiva. No solamente invade toda el alma, de la que podría decirse, empleando el lenguaje de Leibniz, que Plotino no le concede otro atributo que la percepción, sino que hasta suprime y descarta de la verdadera realidad a todo objeto definido. Entrar en lo inteligible, contemplar, es salir de lo limitado, de lo mensurable; es ascender a una región donde ya no hay nada que se distinga realmente del resto. Según una comparación que sugiere Plotino, lo sensible es a lo inteligible como es el rostro a la expresión de la fisonomía. En el rostro sensible es donde hay partes simétricas y dimensión calculable: la expresión, en cambio, no es susceptible ni de división ni de medida. Pero si todo objeto definido constituye un obstáculo, estará dentro de la lógica del sistema no considerar en la contemplación más que el acto de contemplar que tiene en sí mismo su propio objeto. Y esa es, en efecto, la conclusión a que arriba Plotino.

El tema de la soledad del sabio, completamente a solas con el principio supremo al que llegó luego de abandonar sucesivamente todas las realidades limitadas y definidas, es el tema plotiniano por excelencia, y que retomarán los místicos contemplativos de todos los tiempos. Esa “patria” solitaria, donde el sabio no tiene ni amigos, ni familia, ni conciudadanos, es lo contrario de aquel transmundo poblado de seres benévolos o malévolos al que las mitologías y religiones destinan el alma después de la muerte. El estoicismo propone a sus adeptos una especie de reino de los fines, una ciudad de Zeus que no es más que una trasposición ideal de la ciudad terrestre: el sabio estoico vive y quiere vivir en la ciudad terrestre. Pero el contemplativo comienza por retirarse; y la soledad desierta e infinita de la realidad suprema, junto a la cual nadie encuentra audiencia, responde a su deseo más querido. El contemplativo no puede ser más que un solitario que no aguarda ningún eco simpático por parte de la realidad maravillosa, objeto de la visión, realidad que no puede ser definida porque el contemplador quiere escapar a toda relación particular que lo ate a un objeto.

Me propongo, en consecuencia, tratar de que en las obras de Plotino se capte menos una doctrina que un género de vida. Es erróneo considerar que Plotino es antes que otra cosa un arquitecto de hipóstasis. La trinidad de Bien, Inteligencia y Alma le viene de los platónicos de su tiempo que la habían deducido de una exégesis fácil del Timeo y del libro VI de la República: era una tradición de escuela. Lo que importa es ver cómo la interpreta, conservando sólo los caracteres que corresponden a su necesidad de contemplación. Veremos entonces que la interpretación llega a veces a borrar los contornos precisos de las hipóstasis, a destacar la unión y la continuidad antes que las separaciones.

¿Cómo es posible que una contemplación indefinida, tan formal y vacía, tenga tal acción sobre la sensibilidad, hasta el punto de ocuparla íntegramente? Pero, ¿es tan vacía como en un primer momento parece? Porque es demasiado poco decir que Plotino tiene el sentimiento del mundo inteligible; es más bien sensualidad: contacto, reflejo de luces, transparencia, sabor, olor. Este mundo incluye todo cuanto puede haber de más refinado, de más puro y de más sutil en nuestras sensaciones.

Es como si aquí se invirtiera algo de lo dicho: todo lo que expusimos antes supone que la contemplación de lo inteligible excede al pensamiento, por lo menos al pensamiento normal que es discursivo; pero, por otra parte, Plotino con sus expresiones rebaja lo inteligible al nivel de lo sensible; al menos las únicas palabras que resultan convenientes para expresar nuestra contemplación de lo inteligible son las que designan la impresión sensible y no las que concuerdan con el pensamiento lógico. Tenemos que explicar esta especie de afinidad entre lo “inteligible” y lo sensible que les permite comunicarse más allá de lo pensable. Pero sólo es posible tal explicación comprendiendo previamente lo que era para Plotino el espectáculo del mundo de los sentidos.

“Hay en la tierra y en el cielo muchas más cosas que en toda tu filosofía”, dice Hamlet a Horacio. Y eso es lo que, en efecto, cree el hombre moderno a partir del siglo XVI. Lo sensible contiene una riqueza infinita que presenta al espíritu problemas incensantemente nuevos, porque siempre es necesario inventar medios intelectuales inéditos a fin de captarla: la inteligencia es como un instrumento de exploración, siempre perfectible, de la realidad dada a los sentidos.

No era así para un heleno del siglo III, persuadido de la verdad de una cosmología tradicional desde casi ocho siglos atrás. Entonces la filosofía agotaba, o creía agotar, todo lo que “había en la tierra y en el cielo”. Nada menos misterioso, pues, que ese mundo esférico, limitado por orbes animados de movimiento circular, y donde todas las cosas sublunares están regidas por fuerzas elementales, lo cálido y lo seco, lo frío y lo húmedo. La curiosidad estaba presta a desviarse de un mundo que tan pocos secretos tenía ya que revelar. Quizá nunca como entonces la inteligencia humana se haya creído tan próxima a alcanzar el verdadero sistema de las cosas. Sólo saliendo de un mundo como ése podía aún sentirse estimulada.

Por otra parte, este sistema tenía una fisura por donde el espíritu descubría una realidad infinitamente más cautivante. En efecto, el mundo sensible está repleto de hechos notables que rebasan la acción de las fuerzas elementales: movimiento circular de los astros, mutua influencia simpática de las partes del mundo, acción extraña e imprevisible de substancias que observan el médico y el alquimista, vida latente de minerales que se supone inertes, y, por fin y por sobre todo, el maravilloso fenómeno de la luz, que de un golpe penetra la atmósfera sin encontrar la menor resistencia. Todo esto nos revela la presencia constante en este mundo de realidades misteriosas, cuya acción no se somete a ninguna condición material.

En la época de Plotino, y ya desde tiempo atrás, había dos maneras de representar las cosas sensibles: la de los filósofos y la de la experiencia directa, de las técnicas —ya fueran racionales o supersticiosas— de los médicos y metalúrgicos o de los astrólogos y fabricantes de filtros y encantamientos. Por una parte, pues, una física donde no actúan más que fuerzas definidas en un mundo limitado; por otra, una indefinida lista de hechos que se va enriqueciendo gracias a la experiencia creciente de viajeros y naturalistas, y que desemboca en reglas técnicas más que en explicaciones filosóficas. La dualidad de estas dos físicas es un hecho capital en la historia del pensamiento antiguo; se mantiene también durante toda la Edad media que conoce y pone en práctica la Historia natural de Plinio el Viejo, obra típica donde están consignados y clasificados todos los hechos que él pudo encontrar. Y en el siglo XIII, las protestas de Roger Bacon a favor de la experiencia y de los “expertos” no son sino la reanudación de una tradición muy larga.

Pero las dos físicas jamás estuvieron separadas netamente, y la historia de su penetración recíproca derramaría una viva luz sobre la evolución de las doctrinas filosóficas. La doctrina de Plotino es la doctrina por excelencia entre las que pretenden absorber esta imagen de un universo vivo y surcado por fuerzas prodigiosas; en su espíritu, al menos, pues Plotino es todo lo contrario a un curioso y a un coleccionista de hechos raros. Se encontraría en él una larga lista si se enumeraran todos los mirabilia —telepatía, encantamiento, estatuas mágicas—, de los que habla, o por lo menos alude, como síntomas de esas fuerzas desconocidas que vienen de “allá”. Pero Plotino sobre todo se aplica sistemáticamente a reconocer la acción de las mismas fuerzas en los hechos más ordinarios; lo aparentemente excepcional resulta ser el fondo mismo de las cosas. La magia simpática es una rareza sólo en apariencia; sería más acertado decir que la naturaleza misma es mágica. ¿Por qué sorprenderse tanto de la acción a distancia si uno de los hechos más comunes, la percepción visual, supone tal acción? Según Plotino, la afinidad simpática entre el ojo y la luz es la única explicación de esta percepción, en la que una pretendida transmisión de movimiento de la fuente al ojo no desempeña ningún papel. Para que esta afinidad exista, basta que la fuente y el ojo formen parte de un mismo mundo, es decir, de un mundo animado por un alma única. Suponiendo algo imposible, si existiera un objeto visible extraño y exterior al mundo ningún ojo podría verlo. ¿Por qué sorprenderse, entonces, de que un astrólogo pueda predecir el destino de un ser humano por la posición de los astros en el momento de su nacimiento? Pues, aun sin admitir una acción voluntaria e intencionada de los astros, es natural que todas las partes se correspondan y se adecúen entre sí, tal como se adecúan, gracias a la unidad de intención, las posiciones de los miembros de un bailarín en la figura que ejecuta.

Lo maravilloso se encuentra pues, para Plotino, en todo y en todas las partes de las cosas sensibles. Sólo la costumbre impide que lo veamos, así como el espectáculo constante del cielo estrellado hace que no admiremos ya su belleza. Toda la física de Plotino consiste en luchar contra el hábito, en despertar el adormecido sentido de lo maravilloso. En todas partes señala afinidades internas debidas a la acción del alma, que están escondidas bajo las apariencias.

El mundo inteligible es precisamente esta faz interior de las cosas, cuyo conocimiento parece ser, antes que una abstracción, una especie de ahondamiento de la sensación. La belleza de un rostro no consiste en la mera simetría de las partes; puesto que hay rostros simétricos demasiado fríos para ser bellos, la belleza reside en la expresión de la fisonomía, en ese indefinible calor que la anima. Plotino llama, inteligible a ese calor. Y si ese “inteligible” no está en la sensación bruta, tampoco está en el pensamiento que razona, que compone, que establece relaciones; está más allá y juera de toda forma susceptible de construcción y de análisis.

Lo que la expresión es al rostro, es la realidad inteligible íntegra al conjunto del mundo sensible. Esta realidad es como la fisonomía del universo, como la expresión que el rostro muestra a nuestro sentido. Pensar es pues, para Plotino, captar la unidad de un tema del cual las sensaciones nos dan sólo elementos dispersos; es captar la intención de un bailarín en la multiplicidad de los movimientos de una figura, la unidad viva del curso circular de un astro a través de la infinitud de posiciones que sucesivamente ocupa. Es ir hacia una realidad que, lejos de perder absolutamente nada de la riqueza de la sensación, la desborda descubriendo su hondura.

Así se explica el carácter sensual, cautivante, excitante de la realidad inteligible en Plotino. La contemplación de lo inteligible está en la misma línea que la contemplación de lo sensible; la continúa directamente sin pasar por las ideas lógicamente encadenadas, pues no se asciende de lo primero a lo segundo por un razonamiento y por una inducción, sino exclusivamente por medio de una contemplación más recogida y más intensa.

Pero si en la concepción plotiniana la realidad sensible se presenta de tal modo que permite esa profundización y ese paso directo a lo inteligible, es porque esa realidad ya es objeto de una contemplación. Un mundo tan maravilloso, con sus misteriosas correspondencias, no es el mundo de los objetos cotidianos que el hombre utiliza y del cuál depende. Es el mundo del contemplativo solitario y aislado que escapó a la magia y a la atadura de las cosas. El término que une lo sensible y lo inteligible, y que opone uno y otro al pensamiento discursivo es pues, también y siempre, la contemplación.

Esta consideración fue el punto de partida de los problemas históricos que llegué a plantearme con respecto a Plotino. Hace mucho tiempo que murió la vieja idea de un helenismo que se habría desenvuelto sin recibir influencia de fuera, y no hay derecho de seguir estudiando los autores como si se mantuviera aún en vigencia. No hay duda de que a partir de Alejandro los griegos “helenizaron” Oriente, pero que también Egipto, esa “tierra donde se fabrican dioses”1, dejó su honda señal, no sólo en las costumbres, sino también en las ideas de los griegos, no obstante el esfuerzo de los gobernantes de Egipto por mantener lo indígena en condición inferior. Nosotros creímos necesario —como se verá— tender nuestra mirada aun más allá de Egipto a fin de hacer inteligible el pensamiento de Plotino. Al remontarnos hasta la India, pensamos en la Alejandría que —según una descripción reciente— “veía de continuo pasar o detenerse temporariamente una tumultuosa multitud cosmopolita; los pequeños bronces y terracotas permiten discernir tipos étnicos muy marcados… griegos, italianos, sirios, libios, cilicianos, etíopes, árabes, bactrianos, escitas, hindúes, persas, es la enumeración no limitativa que todavía en el siglo IV hace San Juan Crisóstomo”.2

Y creímos que era legítimo, y hasta necesario, emitir una hipótesis acerca de las relaciones de Plotino con la India, que quizá otros, más competentes, se propongan verificar.


  1. Asclepius 23, b, en Hermética, ed. Scott., pág. 338, 6 

  2. Víctor Chapot, Le monde romain, colección “L’Évolution de l’Humanité”, 1927, pág. 292. 

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