Bréhier: EL SIGLO III DE NUESTRA ERA

CAPÍTULO I EL SIGLO III DE NUESTRA ERA

Pocos períodos hay más dramáticos que el fin del paganismo. El Imperio romano, amenazado desde el exterior por los bárbaros al norte y por los persas al este, está desgarrado interiormente por crisis de toda índole: una conmoción moral, social e intelectual trastrueca el sentido de los valores que habían sustentado el viejo mundo. Época rica en aspectos pintorescos también, en que el historiador del pensamiento se deja seducir fácilmente por la confusa mezcla de doctrinas y por las más extrañas e inesperadas combinaciones de ideas procedentes de Oriente y del Asia menor con la vieja filosofía griega.

Dentro de este período, el siglo III, en que Plotino vive (204-270), es indudablemente uno de los más agitados; y la elaboración de su filosofía, que pretende mantener en toda su amplitud el pensamiento de viejos; tiempos, coincide precisamente con la época en que — según el reciente estudio de Ferrero1 — se produjo; la ruina de la civilización antigua. “La revuelta de Maximino (235) — dice — señala el comienzo de una interminable serie de guerras civiles, de guerras con el exterior, de calamidades diversas, pestes y hambres, que duraron sin interrupción medio siglo y que despoblaron y empobrecieron el Imperio al destruir las élites que lo habían gobernado, pacificado y civilizado durante los siglos I y II, y, con las élites, las artes de la paz y la parte mejor de la cultura greco-latina. . . El nivel de la cultura — añade (pág. 79) — desciende en todas partes: en filosofía, en derecho, en literatura, porque los nuevos dominadores la desprecian y la ignoran. La decadencia se extiende a todas las industrias. Y finalmente la religión, el politeísmo pagano, que había sido la base de la vida política, social, intelectual, está en trance de morir. Los cultos de Oriente irrumpen por todas partes… El cosmopolitismo del Imperio, la mezcla de razas, religiones, costumbres, culturas; la unificación del gobierno, las nuevas doctrinas religiosas y filosóficas asestaron un golpe mortal, al mismo tiempo, al politeísmo y al espíritu de tradición local… La civilización greco-latina era aristocrática en un grado que apenas podemos suponer; su fuerza residía en las élites muy restringidas.”

En realidad, esta época vió la ruina definitiva e irreparable de filosofías dogmáticas que, desde cinco siglos atrás, eran los guías morales de las gentes cultivadas: el estoicismo y el epicureismo. A fines del siglo II, el escepticismo de un Sexto Empírico reunió todos los argumentos posibles contra ellos; y el ideal severo de los estoicos sobrevivió sólo en los andrajosos cínicos, para quienes ya no contaba el pensamiento filosófico.

Es, por el contrario, la época de los comentadores. Se estudia a Platón; poco antes que Plotino, Alejandro de Afrodisia escribe detallados comentarios a las obras de Aristóteles. Los filósofos tienen la constante inquietud de adherirse a una tradición y de no presentar sus pensamientos más que como la exégesis de las obras de los viejos maestros. Plotino mismo no es una excepción: “Debemos admitir que antiguos y bienaventurados filósofos — escribe con estilo devoto2 — descubrieron la verdad. Falta determinar cuáles son los que la encontraron, y cómo podemos nosotros aprehender su pensamiento.” “Nuestras teorías — proclama además — nada tienen de nuevo y no son de ahora. Fueron hace largo tiempo, mas no desarrolladas; y nosotros no somos otra cosa que los exégetas de esas viejas doctrinas, cuya antigüedad nos la atestiguan los escritos de Platón.”3

Son éstas declaraciones un poco exageradas, pues, en realidad, el espíritu de la época se imprimió vigorosamente en su filosofía. En medio de la decadencia de todas las especulaciones científicas y morales, el sentimiento religioso se desenvolvía con una fuerza hasta entonces desconocida en Occidente, adueñándose de la imaginación y de la inteligencia. Desde tiempos anteriores a Plotino venía produciéndose un movimiento inverso y convergente de la filosofía — cuyas concepciones del universo se orientan por entero hacia la solución del problema del destino humano — y de la religión, que considera imposible resolver el problema de la salvación del alma sin un sistema filosófico del universo.

Por una parte, el siglo precedente presencia, con Apuleyo o Numenio, la renovación del platonismo porque en Platón se piensa encontrar una filosofía que satisfaga las necesidades religiosas. Se extrae del platonismo todo cuanto conviene a este fin; se concede valor a elementos que no tenían más que un lugar bastante restringido, como la teoría de los demonios que ocupa el primer plano en Apuleyo, porque esos seres intermediarios permiten la unión del alma con Dios.

Por otro lado, las religiones admiten como ingredientes suyos ciertas concepciones filosóficas. Dentro del cristianismo continúan desenvolviéndose, en el siglo las teorías gnósticas que vinculan el drama de la salvación y de la redención con una cosmogonía y una cosmología complicadas. Y los cristianos de Alejandría que combaten estas herejías — los Clemente, los Orígenes — son sin embargo, a su manera, filósofos, y encaminan su pensamiento teológico según ideas griegas. Si en esta época las religiones universales gozan de privilegio, es necesario ver claramente que esta pretensión al universalismo reposa en la convicción de que las tesis que afirma esta religión son verdaderas filosófica y científicamente. El mismo gobierno imperial buscaba esta universalidad: el emperador que, años después de la muerte de Plotino, estableció en Roma el culto oficial del Sol, en ello sin duda un modo de consolidar la unidad del imperio: “hizo colocar en el templo del nuevo dios las dos estatuas de Helios, el sol greco-latino, y de el tipo oriental de la divinidad solar”.4 Así, la fusión de creencias coincidía, en forma completamente natural, con una tendencia a cimentar estas creencias en una concepción del universo.


  1. La ruine de la civilisation antique, París, 1921, pág. 43. 

  2. Enéadas, III, 7, 1. 13, ed. Guillaume Budé. 

  3. En. V, 1, 8. 

  4. Homo, Essai sur le régne de l’empereur Aurélien, pág. 190. 

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