Sin duda, él continuará: «Según qué criterio vale más lo bueno que lo malo o lo malo que lo bueno? ¿No será en virtud de que lo uno es mayor y lo otro menor o bien lo uno más y lo otro menos?». No tendríamos otra respuesta. «Es, pues, evidente –añadirá– que por «ser vencido» entendéis escoger un mal mayor a cambio de un bien menor». Así son las cosas.
Empleemos ahora de nuevo los nombres «agradable» y «molesto» en este mismo contexto y digamos que un hombre realiza lo que antes llamábamos «malo» y ahora «molesto», consciente de que es molesto, vencido por lo agradable, que, evidentemente, vale más que no venza. Pero ¿qué otra valoración cabe en lo tocante al placer y al sufrimiento, si no es la del exceso y el defecto, esto es, ver si lo uno respecto de lo otro resulta ser más o menos, superior o inferior? Y si alguien me dice: «pero, Sócrates, existe una gran diferencia entre lo agradable presente y lo agradable o penoso futuro», yo le replicaré: «Pues ¿en qué, que no sea en placer o en sufrimiento? Porque no hay otra diferencia. La situación es la de un hombre que sabe pesar bien, poniendo en los platillos de la balanza las cosas agradables y las penosas, tanto las presentes como las futuras; luego, di cuál es más. Pues si pesas cosas agradables con cosas agradables, hay que elegir siempre las mayores y las más; si penosas con penosas, las menos y más pequeñas; si pesas agradables con penosas y ves que las molestas son superadas por las agradables, bien sean las presentes por las futuras o las futuras por las presentes, entonces has de realizar la acción que cumpla estos requisitos; pero si las agradables son superadas por las molestas, no debes realizar la acción que implique tal cosa. ¿Cabe, amigos, otra solución?». Estoy seguro de que no podrían decir otra cosa.
También convino en ello Protágoras.
– Puesto que esto es así, les diré: «Respondedme a esto: ¿Es cierto o no que a simple vista una misma magnitud os parece mayor de cerca y menor de lejos?». Ellos dirían que sí. «¿Y no sucede lo mismo con los grosores y con las cantidades?; ¿y no sucede también que voces iguales parecen mayores de cerca y menores de lejos?
– Así les parecería –repuso Protágoras.
– «Si, pues, nuestra felicidad consistiese en lo siguiente: en escoger y realizar cosas de grandes dimensiones y en rechazar y no realizar las de pequeñas dimensiones, cuál os parece que sería la salvación de nuestra vida?; ¿el arte de medir o la facultad de las apariencias?; ¿no es cierto que ésta última nos confunde y, con frecuencia, hace que tomemos unas cosas por otras o que nos arrepintamos de nuestra conducta y de la elección de lo grande o lo pequeño? El arte de medir, en cambio, dejaría sin valor estas apariencias y, mostrándonos la verdad, proporcionaría tranquilidad a nuestra alma, por mantenerse en la verdad, a la vez que constituiría la salvación de nuestra vida». A la vista de esto, ¿reconocerían esas gentes que el arte que nos iba a salvar en ese caso es el arte de medir, o bien otro?
– Que es el arte de medir –reconoció Protágoras.
– «¿Y qué pasaría si la salvación de nuestra vida dependiese de la elección entre lo par y lo impar y de saber cuándo hay que elegir correctamente lo más y cuándo lo menos, bien sea en la comparación de cada uno consigo mismo bien en la comparación de cada uno con los otros, ya estén próximos, ya distantes?
¿Cuál sería la salvación de nuestra vida? ¿no es cierto que sería un saber?; ¿no sería éste un saber medir, puesto que éste es el arte que trata del exceso y del defecto?; y puesto que trata de lo par y lo impar, ¿será otro que el de la aritmética?». ¿Estarían de acuerdo esas gentes o no?
A Protágoras le pareció que estarían de acuerdo.
– «Y bien, amigos, puesto que hemos quedado en que la salvación de nuestra vida consiste en la correcta elección del placer y del sufrimiento. según que sea más o menos, mayor o menor, más remoto o más inmediato, ¿no os parece que esta apreciación del exceso o del defecto o de la igualdad de uno respecto de otro es, ante todo, un arte de medir?». «Necesariamente». «¿Y que en cuanto arte de medir es también necesariamente un arte y un saber?».
– Asentirán a esto.
– «Qué clase de arte y de saber es, luego lo veremos. Con que sea un saber me basta para la explicación que teníamos que daros Protágoras y yo sobre lo que nos habéis preguntado. Iniciasteis las preguntas, si recordáis, justo cuando Protágoras y yo estábamos de acuerdo en que nada hay más fuerte que el saber, el cual siempre domina, dondequiera que se encuentre, sobre el placer y sobre todo lo demás. Decíais entonces que el placer domina con frecuencia incluso sobre el hombre que sabe. Al no estar nosotros de acuerdo con vosotros nos preguntasteis: “Protágoras y Sócrates, si no es esa experiencia, ‘ser vencido por el placer’, ¿cuál es, entonces?; ¿por qué no nos explicáis en qué consiste? Decídnoslo”. Si os hubiéramos dicho de inmediato que era la ignorancia, os hubierais reído de nosotros. Ahora, en cambio, si os reís de nosotros, os reís de vosotros mismos; porque habéis admitido que yerra por falta de saber quien yerra en la elección de los placeres y de los sufrimientos, esto es, en la elección de lo bueno y de lo malo. Y no sólo que es por falta de saber, sino que también reconocisteis más adelante que es por falta de saber medir. Ahora bien, sabéis que toda acción errada por falta de saber se realiza por ignorancia; de modo que “ser vencido por el placer” es la mayor de las ignorancias, y de la que Protágoras, junto con Pródico e Hipias, se dice médico. Pero, vosotros, por creer que se trata de otra cosa distinta de la ignorancia, no acudís ni enviáis a vuestros hijos a los sofistas aquí presentes, maestros en estas materias; como si ellas no fueran enseñables, antes bien, avaros de vuestro dinero, por no dárselo a éstos, actuáis mal, tanto privada como públicamente».
He aquí lo que habríamos respondido a la mayoría. Pero ahora, junto con Protágoras, os pregunto a vosotros, Hipias y Pródico (pues ya es hora de que participéis en la disputa) si lo que digo os parece verdadero o falso.
A todos les pareció que lo dicho era pero que muy verdadero.
– Así, pues –añadí–, estáis de acuerdo en que lo agradable es bueno y lo molesto, malo. Dejo de lado ahora la distinción de los nombres de Pródico: Bien digas «agradable», «delectable» o «regocijante», bien gustes de llamar a esto de cualquier modo o manera, ten a bien responder, estimado Pródico, al contenido de mi pregunta.
Pródico, sonriendo, asintió; e igualmente los demás.
– Y bien, amigos –proseguí–, ¿qué pensáis al respecto?; ¿no es cierto que todas las acciones encaminadas a vivir agradablemente y sin sufrimientos son bellas?; ¿y no es cierto que una obra bella es buena y útil?
Convinieron en ello.
– Si, pues, lo agradable es bueno, nadie, sabiendo o creyendo que otras acciones son mejores que la que él realiza, si le es posible, va y la realiza, pudiendo realizar la que es mejor. Y dejarse vencer no es otra cosa que ignorancia, en tanto que superarse a sí mismo no es otra cosa que sabiduría.
Todos convinieron en ello.
– Y bien, ¿acaso no llamáis ignorancia al hecho de tener una falsa opinión y de engañarse sobre las cosas de mucha importancia?
También convinieron todos en ello.
– ¿Qué otra conclusión sacar, entonces, sino que nadie va por gusto hacia lo malo ni hacia lo que considera malo y que, según parece, no está en la naturaleza del hombre el deseo de ir tras lo que considera malo con preferencia a lo bueno, y que, en caso de verse obligado a escoger entre dos males, nadie escoge el mayor, pudiendo escoger el menor?
Todos convinieron en todo esto.