Carm 153a-158a: Prólogo

SÓCRATES
Había vuelto yo, en la tarde anterior, de Potidea, del campamento, y me alegraba, después de tanto tiempo, de volver a las distracciones que solía. Llegué, pues, a la palestra de Táureas, la que está frente por frente del templo de Basile. Una vez allí, me tropecé con mucha gente, que en parte me era desconocida; pero a la mayoría los conocía. En cuanto me vieron que entraba tan de improviso, se pusieron a saludarme de lejos, cada cual desde su sitio. Pero Querefonte, maniático como es él, saltó de entre el medio, vino hacia mí, y tomándome de la mano:

-Oh Sócrates, dijo, ¿cómo es que has escapado de la batalla?

Efectivamente, poco antes de mi partida había tenido lugar una batalla en Potidea, de la que, justamente ahora, se había tenido noticia aquí.

Yo le respondí:

-Pues así, tal como tú ves.

-Hasta aquí han llegado nuevas, dijo, de que la batalla ha sido muy dura y de que en ella han muerto muchos conocidos.

-Esas noticias se ajustan bastante a la verdad, le repliqué.

-¿Estuviste presente en el combate?, preguntó.

-Estuve.

-Entonces siéntate aquí y cuéntanos, porque aún no nos han informado de todo con detalle.

Y, diciendo esto, me llevó junto a Critias, el de Caliscro, y me hizo sentar a su lado. Cuando me hube acomodado, saludé a Critias y a los otros y comencé a hablarles de todo aquello que a cada cual se le ocurría preguntarme en relación con la campaña. Y uno preguntaba por una cosa, y otro por otra.

Cuando ya teníamos bastante de todo esto, le pregunté yo, a mi vez, por las cosas de aquí: qué tal le iba ahora a la filosofía, cómo andaba la juventud y si se distinguía alguno por su saber o su hermosura, o por ambas cosas. Y Critias, mirando hacia la puerta y viendo que entraban algunos jóvenes, bromeando entre ellos y seguidos por un montón de gente, dijo:

-Por lo que respecta a los más hermosos, me parece que pronto lo vas a ver. Porque los que están entrando son la avanzadilla de admiradores del que parece ser, al menos por el momento, el más bello. Creo que él mismo está ya acercándose.

-¿Quién es?, le pregunté, y ¿de quién?

-Probablemente le conoces, dijo. Lo que pasa es b que, cuando te marchaste, aún no estaba en edad. Es Cármides, el hijo de nuestro tío Glaucón, primo mío, pues.

-Claro que le conozco, dije. Ya entonces no hacía mala impresión, ¡y eso que era un niño! ¡Con que ahora que debe ser todo un mozo!

-Ya verás cómo se ha puesto.

Apenas había acabado de decir esto cuando Cármides entró.

Por lo que a mí hace, amigo mío, soy mal punto de comparación. En relación con bellos adolescentes soy «un cordel blanco», porque casi todos, en esta edad, me parecen hermosos. – Ahora bien, realmente, éste me pareció maravilloso, por su estatura y su prestancia. Y tuve la impresión de que todos los otros estaban enamorados de él. Tan atónitos y confusos se hallaban cuando entró. Otros muchos admiradores le seguían. Estos sentimientos, entre hombres maduros como nosotros, eran menos extraños, y, sin embargo, entre los jóvenes me di cuenta de que ninguno de ellos, por muy pequeño que fuera, miraba a otra parte que a él, y como d si fuera la imagen de un dios.