Y Querefonte llamándome, me decía:
-¿Qué te parece el muchacho? Sócrates, ¿no tiene un hermoso rostro?
-Extraordinario, le contesté.
-Por cierto que, si quisiera desnudarse, ya no te parecería hermoso de rostro. ¡Tan perfecta y bella es su figura!
Todos los otros estuvieron de acuerdo con Querefonte.
-¡Por Heracles!, dije. ¡Qué persona tan irresistible me describís! Sobre todo si se le añade, todavía, una pequeñez.
-¿Cuál?, dijo Critias. .
-Si su alma es de buena naturaleza. Cosa, por otra parte, que hay que suponer, ya que proviene de vuestra casa.
-Cierto que lo es. Es bello por fuera y por dentro.
-¿Por qué, pues, no le desnudamos, de algún modo, por dentro y lo examinamos antes que a su figura? Porque, a su edad, seguro que le gustará dialogar.
-¡Claro que sí! -dijo Critias-, ya que es algo así como filósofo, y además, según opinión de otros y suya propia, sabe de poesía.
-Todo esto -dije yo-, amigo Critias, son dones que de lejos os vienen; de vuestro parentesco con Solón. Pero, ¿por qué no llamas ya al mozo y me lo presentas? Pues, ni en el caso de que fuera todavía más joven, le daría apuro conversar con vosotros; al menos delante de ti que eres, al mismo tiempo, tutor y primo suyo.
-Tienes toda la razón, afirmó. Llamémosle, pues.
Y dirigiéndose, al punto, hacia el acompañante: Muchacho, dijo, llama a Cármides diciéndole que quiero presentarle a un médico, por la dolencia esa que, hace poco, me decía que le aquejaba.
Y volviéndose hacia mí, dijo Critias:
-No hace mucho me dijo que por las mañanas, al levantarse, le pesaba la cabeza. ¿Qué te impide hacer ver ante él que sabes de un remedio para su enfermedad? ,
-Nada, le dije. Sólo que venga. Ahora vendrá, dijo.
Y así ocurrió. Cármides se aproximó y fue motivo de regocijo, pues cada uno de nosotros, de los que estábamos sentados, cediendo el sitio, empujaba presuroso al vecino, para que él, Cármides, se sentase a su vera. Y al final, de los que estaban en los extremos, el uno tuvo que levantarse y al otro le hicimos caer de costado. Entretanto, él, en llegando, se vino a sentar entre Critias y yo. Entonces ocurrió, querido amigo, que me encontré como sin salida, tambaleándose mi antiguo aplomo; ese aplomo que, en otra ocasión, me habría llevado a hacerle hablar fácilmente. Pero después de que -habiendo dicho Critias que yo entendía de remedios- me miró con ojos que no sé qué querían decir y se lanzaba ya a preguntarme, y todos los que estaban en la palestra nos cerraban en círculo, entonces, noble amigo, intuí lo que había dentro del manto y me sentí arder y estaba como fuera de mí, y pensé que Cidias u sabía mucho en cosas de amor, cuando, refiriéndose a un joven hermoso, aconseja a otro que «si un cervatillo llega frente a un león, ha de cuidar de no ser hecho pedazos». Como si fuera yo mismo el que estuvo en las garras de esa fiera, cuando me preguntó si sabía el remedio para la cabeza, a duras penas le pude responder que lo sabía.
-¿De qué remedio se trata?, dijo él.
Y yo le contesté que el remedio era una especie de hierba, a la que se añadía un cierto ensalmo que, si, en verdad, alguno lo conjuraba cuando hacía uso de ella, le ponía completamente sano; pero que, sin este ensalmo, en nada aprovechaba la hierba.
Y él:
-Haré, pues, dijo, una copia del ensalmo que tú me digas.
A lo que yo repuse:
-¿Cómo lo harás? ¿Persuadiéndome a ello, o sin necesidad de persuadirme?
Y entonces él, riéndose:
-Persuadiéndote, Sócrates, me dijo.
-De acuerdo, dije.
-Y de mi nombre, ¿cómo es que estás enterado?
-Si no lo supiera, ofendería, dijo. Porque no es poco lo que de ti se habla entre los de nuestra edad, y yo mismo me acuerdo, de cuando niño, que tú andabas ya con Critias, aquí presente.