Carta II 310d-312d — Sabedoria e Poder (trad. em espanhol)

He aquí, pues, cuál es nuestra situación recíproca: nosotros no somos desconocidos, me atrevo a decir que para nadie en toda Grecia, y nuestras relaciones no son un secreto. No debes ignorar igualmente que en el futuro tampoco se guardará silencio sobre ellas, ya que son muy numerosos los que han recibido de la tradición noticias sobre ellas, tratándose de una amistad que no tuvo nada de ligera ni de oculta. ¿Que qué quiero decir con esto? Te lo voy a explicar, remontándome al principio. La sabiduría y el poder tienden naturalmente a unirse: se persiguen sin cesar uno y otra, se buscan, se unen; en consecuencia, los hombres gustan de hablar ellos mismos de esto o de oír hablar de ello en sus conversaciones privadas o en los poemas. De esta manera, hablando de Hierón y de Pausanias de Lacedemonia, recuerdan con gusto sus relaciones con Simónides, así como los actos y los dichos de este último respecto de ellos. Tienen la costumbre de asociar, en sus elogios, a Periandro de Corinto con Tales de Mileto, a Pericles con Anaxágoras, a Creso y Solón, en su papel de sabios, con Ciro en su función de soberano1. Los poetas, siguiendo estos ejemplos, unen los nombres de Creón y Teresias, de Poliedo y de Minos, de Agamenón y de Néstor, de Ulises y Palamedes… De esta manera, sin duda, los primeros hombres llegaron a acercar y relacionar entre sí a Prometeo y Zeus. Cantan la discordia de los unos y la amistad de los otros; las fluctuaciones de la buena inteligencia mutua o de la desavenencia, sus acuerdos y desacuerdos sucesivos. Todo esto te lo digo para demostrarte que, luego de nuestra muerte, no se va a callar la fama en lo que a nosotros se refiere: por eso hemos de velar nosotros sobre ella; es en efecto necesario, sin duda alguna, que nos preocupemos del futuro, pues suele ocurrir, por una especie de inevitable necesidad de la naturaleza, que son los espíritus más bastos los que no hacen ningún caso de esto, mientras que las personas de bien, por el contrario, lo hacen todo para merecer las alabanzas de la posteridad. Por otra parte, eso me viene a ser un indicio de que los muertos poseen algunos sentimientos sobre las cosas de aquí abajo: las almas más bellas presienten que esto es así; las más viciosas lo niegan, pero los oráculos de los hombres divinos pesan más que los de los otros. Y pienso que si a aquellos de que hablaba antes se les permitiera corregir los defectos que tuvieron sus relaciones, pondrían todo su empeño en que su fama fuera mejor de lo que en la actualidad es. Ahora bien: todavía nos es posible a nosotros, con la ayuda de la divinidad, poner remedio, con nuestras obras y nuestras palabras, a lo que haya podido haber de imperfecto en nuestras anteriores relaciones. Afirmo que la opinión verdadera que se tenga de la filosofía será mejor2 si nosotros personalmente somos honrados; nuestra maldad, en cambio, conseguiría un efecto enteramente opuesto. Y nosotros no podemos hacer nada más santo que el velar sobre ella, como tampoco podemos hacer nada más impío que el olvidarla.

Voy, pues, a exponerte la manera en que esto se debe hacer y lo que exige la justicia. Yo fui a Sicilia con la fama de superar en mucho a los demás filósofos, y llegué a Siracusa para recibir de ti el testimonio de ello, a fin de que la filosofía recibiera, en mi persona, los homenajes de la misma multitud. Pero no tuve éxito. ¿Cuál fue la causa de ello? No quiero repetir la que muchos darían como tal, pero tú no parecías tener ya una gran confianza en mí y ponías cara de quererme echar y llamar a otros: producías la impresión de andar buscando cuáles podían ser mis intenciones, porque desconfiabas de mí, me parece. No faltaron personas que con este motivo dijeran a gritos que tú me despreciabas y que tus preocupaciones iban por otros caminos; esta noticia se propaló por todas partes. Escucha, pues, lo que en justicia habremos de hacer ahora; esta será mi respuesta a tu pregunta de cuál había de ser nuestra actitud recíproca. Si menosprecias en absoluto la filosofía, déjala de lado; si has aprendido de otro o has encontrado por ti mismo doctrinas superiores a las mías, resérvales tu estima. Pero si las que te gustan son las mías, es necesario testimoniar a mi persona las mayores atenciones. Así, pues, hoy, de la misma manera que al comienzo, abre el camino: yo te seguiré. Si soy honrado por ti, te honraré; si soy despreciado por ti, me abstendré de todo. Por lo demás, honrándome y tomando tú mismo la iniciativa, parecerá que honras la filosofía, y esto es precisamente-pues que tienes muy en cuenta a los demás-lo que te granjeará la estima de muchos en calidad de filósofo. En cuanto a mí, si diera muestras de honrarte sin ser correspondido en retorno, pasaría por ser un hombre que admiraba la riqueza y corría tras ella, y sabemos bien nosotros que esto, a los ojos de todo el mundo, no lleva un nombre muy bueno y bello. En una palabra: la deferencia que tú me muestres a mí es un motivo de honra para ambos a dos; la que yo te mostrara a ti sería una vergüenza tanto para el uno como para el otro. Y baste ya con ello sobre esta cuestión.


  1. Periandro no es considerado aquí como sabio, sino como jefe de Estado, al igual que en Protágoras, 343 a. El sabio es, en este caso, Tales de Mileto. Las relaciones que unieron a Pericles y Anaxágoras son conocidas. A Ciro, jefe de Estado, el autor de la carta le asocia no uno, sino dos sabios, Creso y Solón. Heródoto hace desempeñar a Creso el papel de consejero de Ciro. La tradición, por otra parte, ha fijado el recuerdo de las relaciones entre Solón y Creso, representado este come consejero del rico soberano. Estos tres nombres se han unido naturalmente en el espíritu del autor de la carta. Pero como le domina la idea y el recuerdo de un Creso destronado, se le atribuye aquí el papel de «sabio», desengañado ya de sus ilusiones de soberanía. 

  2. La significación del pasaje es clara: si nosotros somos honrados, se tendrá de la filosofía una opinión mejor. Pero, como la palabra «opinión» sugiere la idea de la «opinión verdadera» de los Diálogos, el autor no ha podido evitar el dar al texto este color platónico, desgraciadamente en perjuicio del sentido de este pasaje