La pequeña esfera1 no es exacta: Arquedemo te lo demostrará a su regreso. He de explicarle también a fondo esta otra cuestión, en verdad más importante y más divina que la anterior, y por la que lo has enviado tú buscando la solución de ella. Tú afirmas, “por lo que él cuenta, que no se te ha revelado suficientemente la naturaleza del «Primero». He de hablarte, pues, de él, pero por medio de enigmas. a fin de que si a esta carta le ocurre cualquier imprevisto en tierra o en el mar, al leerla, no la pueda comprender nadie. He ahí lo que hay que decir sobre ello. En torno al Rey del Universo gravitan todos los seres; él es el fin de todas las cosas y la causa de toda belleza; en torno al Segundo se encuentran las cosas segundas, y en torno al Tercero, las terceras. El alma humana aspira a conocer sus cualidades, pues ella considera lo que está emparentado con ella misma, sin que nada la satisfaga. Pero cuando se trata del Rey y de las realidades de que yo he hablado, no ocurre nada por este estilo. Entonces el alma pregunta: ¿cuál es, pues, esta naturaleza? Esta pregunta, ¡oh hijo de Dionisio y de Doris!, es la que es causa de todos los males o, mejor aún, lo es el esfuerzo de generación que provoca en el alma, y mientras no se la libere de ello, ella no podrá alcanzar la verdad2. Tú me dijiste, en tus jardines, bajo los laureles, que habías reflexionado por ti mismo sobre ello y que este era tu propio descubrimiento. Yo te respondí que si era realmente así me ibas a ahorrar muchos razonamientos. Te añadí que aún no había encontrado a nadie que hubiese hecho un descubrimiento semejante, sino que toda mi actividad estaba concentrada en este problema. Quizá hayas oído a alguien, quizá la gracia divina haya movido tu espíritu a estas investigaciones y, creyendo estar firmemente en posesión de las demostraciones, no las has captado. Por eso se van ellas de un lado para otro en torno a cada apariencia de las que, de hecho, ninguna tiene realidad. No eres el único a quien ha ocurrido semejante cosa. Sábete bien que nunca nadie ha podido ponerse a escucharme sin experimentar otro tanto al comienzo. Unos se han salido de ello más fácilmente, otros menos fácilmente, pero casi nadie sin esfuerzo3.
Puesto que ha sido y es así, según mi opinión casi hemos ya resuelto tu cuestión, a saber: de cuáles han de ser nuestras relaciones mutuas. Desde el momento en que discutas estas doctrinas, bien sea con otros, comparándolas a las que estos otros enseñan, bien sea considerándolas en sí mismas, verás que ellas se van haciendo en ti más consistentes, con la condición de que este examen sea serio, y te familiarizarás con ellas, igual que con nosotros. ¿De qué manera se realizará esto, así como todo lo que acabamos- de decir’? Has hecho bien en enviarme a Arquedemo, y en adelante, cuando él esté ya de regreso y te haya llevado mi respuesta, es posible que nazcan en ti nuevas dudas. Tú me volverás a enviar a este Arquedemo, si eres hombre que decide con rectitud, y él regresará a ti con su mercancía. Haz esto dos o tres veces, discute con cuidado lo que yo te comunique: mucho me sorprendería que tus dudas actuales no cambiaran de esta manera. Animo, pues, y obra así. Ciertamente, tú no podrías promover un comercio mejor ni más agradable a los dioses, ni Arquedemo podría emprender otro igual. Procura, sin embargo, que esto no llegue a conocimiento de los profanos y legos, pues quizá no haya otras doctrinas tan ridículas para el vulgo, mientras que para los espíritus ricos y bien dotados no las hay tampoco que sean más admirables y más inspiradas. Son necesarias muchas repeticiones, lecciones continuas, largos años, y apenas si, con grandes esfuerzos, se llega a purificarlas como se purifica el oro. Mas he aquí lo que es maravilloso en esta materia; escucha: hay hombres que han oído estas enseñanzas, y en un gran número; tienen estos facilidad para aprender, para retener, para juzgar y criticar a fondo; son ya ancianos y no hace menos de treinta años que las han recibido. Pues bien: hoy en día declaran que lo que entonces les parecía realmente increíble lo consideran ahora muy digno de crédito y absolutamente evidente, y les ocurre ahora lo contrario con lo que en otro tiempo les parecía merecer todo crédito. Reflexiona, pues, sobre ello y procura no tener que arrepentirte un día de haber dejado que esto se divulgara en este momento de manera indigna. La medida preventiva más acertada será la de no escribir, sino aprendérselo de memoria, pues es imposible que los escritos no acaben por ir a parar al dominio público: Por esta razón, nunca jamás he escrito yo mismo acerca de estas cuestiones. No hay ninguna obra de Platón sobre este tema, y jamás la habrá. Lo que actualmente se designa con este nombre es de Sócrates, escrito en el tiempo de su hermosa juventud. Adiós, y hazme caso. Tan pronto como hayas leído y releído esta carta, quémala.
Basta ya sobre este particular. Te sorprende que te haya enviado a Polixeno. Siempre te he repetido a propósito de Licofrón4 y de todos los que están a tu alrededor que en cuestiones de dialéctica tú les aventajabas tanto por tu talento natural como por tu método de discusión. Nadie se deja refutar de buen grado, como imaginan algunos, sino que es bien a su pesar. Me parece que los has tratado convenientemente y que les has recompensado también de manera adecuada. Baste con esto sobre esta cuestión, y aun me parece mucho para lo que ellos valen.
En cuanto a Filistión5, si lo necesitas, sírvete de él; luego, si es posible, préstaselo a Speusipo y envíaselo: el mismo Speusipo personalmente te lo ruega, y Filistión me ha prometido venir de buen grado a Atenas si tú lo dejabas venir. En cuanto a aquel que salía de las canteras, has hecho bien en soltarlo. La demanda que concierne a su familia y al hijo de Aristón, Hegesipo, es fácil: ¿acaso no me has hecho tú decir, en efecto, que si los unos o los otros tuvieran que padecer alguna injusticia y tú llegabas a saberlo no lo ibas a permitir? En cuanto a Lisiclides, es preciso decir la verdad: es el único entre los que han venido de Sicilia a Atenas que no ha cambiado de opinión acerca de nuestras relaciones, antes no deja de hablar bien de todo lo que se ha hecho y de comentarlo en los términos más favorables.
Se podría quizá pensar en una de estas esferas celestes cuya invención atribuye Cicerón a Tales de Mileto y su perfeccionamiento a Eudoxo de Cnido, discípulo de Platón. (De República, I, 14). ↩
El alma quisiera conocer las cualidades de estos principios, pero precisamente estos principios no poseen esa «cualidad» que es esencialmente cambiante y variable. Esto es lo que desconcierta al alma y próvoca sus esfuerzos hacia un conocimiento más perfecto. Este pasaje podría ser una imitación de la Carta VII, 343 c. ↩
Todo este pasaje es, sin duda, una imitación o bien del Teeteto, 151 a y ss., o bien del Menón, 97 a, 98 a, 100 a. ↩
En Aristóteles se hace mención a menudo de un sofista del mismo nombre. ↩
Filistión era un médico de Dionisio ↩