Cassirer: Aparência e Ideia

Excertos de “Individuo y cosmos en la filosofía del Renacimiento”

La imagen del mundo que Platón nos brinda se caracteriza esencialmente por la escisión que se cumple entre mundo sensible y mundo inteligible, entre mundo de las apariencias y mundo de las ideas. Ambos mundos, el visible y el invisible, el oraton y el noeton, no están en un mismo plano, y por lo tanto no es posible ninguna clase de comparación inmediata entre ellos. Antes bien, cada uno constituye la plena oposición del otro, lo heteron del otro; todo lo que prediquemos de uno, precisamente por eso no podemos predicarlo del otro. Así, pues, todos los caracteres de la idea resultan antitéticos con respecto a los de la apariencia. Si el mundo de las apariencias está caracterizado por un incesante fluir, es propio del mundo de las ideas el eterno estatismo; si aquél, según su naturaleza, nunca es uno, sino que se presenta a la mirada que intenta asirlo en una multiplicidad cambiante a cada momento, la idea, en cambio, persiste en una pura identidad consigo misma. Si la idea está caracterizada y enteramente determinada por la necesaria constancia de significado, el mundo de los fenómenos sensibles se sustrae [33] en cambio a cualquier determinación; es más, a su mera posibilidad; en el mundo sensible, nada es un verdadero ser, un verdadero uno, un algo de cualquier modo acabado. He aquí el fundamento de la distinción entre ciencia y opinión, episteme y doxa; una se refiere a la esfera de lo que siempre es y siempre se comporta de la misma manera, la otra al mero término de las percepciones, de las representaciones y de las imágenes que se suceden en nosotros. Toda filosofía, tanto teorética como práctica, dialéctica como ética, consiste en el conocimiento de esa oposición; anularla, pretender atenuarla de alguna manera, significa anular la filosofía misma. El que desconozca este dualismo, destruye la hipótesis del conocimiento mismo, aniquila el sentido y la significación del juicio, y con ello toda la fuerza del discurso científico. Apariencia e idea, mundo de los fenómenos y de los noúmenos, pueden empero relacionarse en el pensamiento; el uno puede medirse por el otro, pero jamás podrá producirse entre ellos una amalgama; nunca la naturaleza y la esencia de uno podrán convertirse en las del otro, pues no existe línea alguna de común demarcación en la que ambos se confundan y se desvanezca el uno en el otro. La división de los dos mundos, el chorismos, no puede suprimirse; el ontos on y los onta, los logoi y los pragmata no se unen, del mismo modo que el puro sentido de la idea no puede darse como un existir individual, o bien, por el contrario, no es posible que la mera existencia individual posea por sí misma una significación ideal, o un sentido eterno, o un contenido de valor. La crítica que Aristóteles formula contra la doctrina platónica de las ideas parte de la dificultad que para él encierra la separación entre la esfera de lo existente y la del sentido ideal. La realidad es una, ¿cómo podrá ser posible aprehenderla en dos modos distintos de conocimiento, cada uno de: los cuales está estrictamente opuesto al otro? La oposición entre materia y forma, entre ser y devenir, entre mundo sensible y suprasensible, por más lejos que se lleve, no puede ser concebida sino suponiendo la existencia de un medio de enlace que vaya de uno a otro polo. De este modo, el concepto de desarrollo se torna para Aristóteles categoría fundamental y principio general de explicación del mundo. Lo que llamamos realidad no es sino la unidad de un mismo complejo coherente de actividad dentro de la cual está contenida toda diferenciación como una fase determinada o grado del proceso evolutivo de desarrollo. Por heterogéneos que sean dos géneros del ser o dos modos del ser dados, bastará que los refiramos a ese proceso dinámico y unitario para que en él los encontremos relacionados y reconciliados. Los límites entre apariencia e idea, en el sentido platónico, no pueden persistir, pues el mundo de lo sensible y el de lo inteligible, el inferior y el superior, el divino y el terreno están entre sí en una única y permanente relación conexa de actividad. El mundo es una esfera cerrada en la que sólo hay estadios graduales. Del divino e inmóvil motor de todas las cosas desborda la fuerza a las esferas superiores del cielo, de donde se reparte, por un proceso regulado y permanente, a la totalidad del ser, llegando así incluso a hacer participar de ella, a través de las esferas celestes concéntricas, al mundo sublunar inferior. Por grande que sea la distancia que medie entre el principio y el fin, en el camino que conduce de uno a otro no hay en ningún momento una interrupción, no hay ni un empezar absoluto ni un terminar absoluto, pues se trata de un espacio finito y continuado que puede recorrerse y medirse en una serie de fases perfectamente determinadas, espacio que separa el principio del fin y que, precisamente por ello, enlaza de nuevo uno con otro.

Plotino y el neoplatonismo procuran asociar el motivo fundamental del pensamiento platónico y el del aristotélico, pero, si juzgamos este intento desde un punto de vista sistemático, cabe afirmar que sólo logran una fusión ecléctica de ambos. El neoplatonismo está profundamente influido por la noción platónica de la trascendencia, por la absoluta oposición de lo sensible y de lo inteligible, acabadamente descrita por los giros literarios de Platón que acentúan aún más esa oposición. Pero como simultáneamente acepta, apropiándose de él, el concepto aristotélico de desarrollo, la tensión dialéctica, esencial al sistema platónico, se relaja. La combinación de la categoría platónica de la trascendencia con la aristotélica del desarrollo engendra el concepto bastardo de la emanación. Lo absoluto, que es entendido como lo suprafinito, como lo suprauno y supraser, permanece así puro en sí mismo, pero no obstante, y en virtud de la superabundancia que en él existe, se desborda y derrama engendrando en esa su profusión desde la diversidad de los mundos hasta la materia informe, que es el límite último del no ser. El examen de los tratados del seudo Dionisio nos ha demostrado que esta concepción, si bien transformada en su íntimo significado, había sido acogida por la Edad Media cristiana. Con ello se ganó la [35] categoría capital de la mediación en forma graduada que permitía por una parte sostener la noción de la trascendencia divina, y por otra superarla al subordinar al pensamiento, tanto de un modo teorético como práctico, una jerarquía de los conceptos y una jerarquía de las fuerzas espirituales. De este modo la trascendencia quedaba a un mismo tiempo reconocida y superada en el milagro del orden que la Iglesia establecía para la salvación y para la vida; por el milagro de ese orden lo invisible se tornó visible para el hombre, y lo inconcebible, comprensible.