Crátilo 385a-391d

SÓC. – Hermógenes, puede que, desde luego, digas algo importante. Conque considerémoslo: ¿aquello que se llama a cada cosa es, según tú, el nombre de cada cosa?

HERM. – Pienso que sí.

SÓC. – ¿Tanto si se lo llama un particular como una ciudad?

HERM. – Sí.

SÓC. – ¿Cómo, pues? Si yo nombro a cualquier ser…, por ejemplo, si a lo que actualmente llamamos «hombre» lo denomino «caballo» y a lo que ahora llamamos «caballo» lo denomino «hombre», ¿su nombre será hombre en general y caballo en particular, e inversamente, hombre en particular y caballo en general? ¿Es esto lo que quieres decir?

HERM. – Pienso que sí.

SÓC. – Prosigamos, pues. Dime ahora esto: ¿hay algo a lo que llamas «hablar con verdad» y «hablar con falsedad»?

HERM. – Desde luego que sí.

SÓC. – ¿Luego habría un discurso verdadero y otro falso?

HERM. – Desde luego.

SÓC. – ¿Acaso, pues, será verdadero el que designa a los seres como son, y falso el que los designa como no son?

HERM. – Sí.

SÓC. – ¿Entonces es posible designar mediante el discurso a lo que es y a lo que no es?

HERM. – Desde luego.

SÓC. – ¿Y el discurso verdadero es acaso verdadero en su totalidad y, en cambio, sus partes no son verdaderas?

HERM. – No, también lo son sus partes.

SÓC. – ¿Acaso sus partes grandes son verdaderas y las pequeñas no? ¿O lo son todas?

HERM. – Todas, creo yo.

SÓC. – ¿Existe, pues, alguna parte del discurso á la que puedas llamar más pequeña que el nombre?

HERM. – No. Ésta es la más pequeña.

SÓC. – Bien. ¿Acaso el nombre del discurso verdadero recibe una calificación?

HERM. – Sí.

SÓC. -Verdadero, sin duda, como tú afirmas.

HERM. – Sí.

SÓC. -¿Y la parte del falso es una falsedad?

HERM. – Así lo afirmo.

SÓC. -¿Es posible, entonces, calificar al nombre de falso y verdadero, si .también lo hacemos con el discurso?.

HERM. – ¿Cómo no?

SÓC. -¿Acaso el nombre que cada uno atribuye a un objeto es el nombre de cada objeto?

HERM. – Sí.

SÓC. – ¿Entonces también cuantos se atribuyan a cada objeto, todos ellos serán sus nombres y en el momento en que se les atribuye?

HERM. – Yo desde luego, Sócrates, no conozco para el nombre otra exactitud que ésta: el que yo pueda dar a cada cosa un nombre, el que yo haya dispuesto, y que tú puedas darle otro, el que, a tu vez, dispongas. De esta forma veo que también en cada una de las ciudades hay nombres distintos para los mismos objetos: tanto para unos griegos a diferencia de otros, como para los griegos a diferencia de los bárbaros.

SÓC. – ¡Vaya! Veamos entonces, Hermógenes, si también te parece que sucede así con los seres: que su esencia es distinta para cada individuo como mantenía Protágoras al decir que «el hombre es la medida de todas las cosas» (en el sentido, sin duda, de que tal como me parecen a mí las cosas, así son para mí, y tal como te parecen a ti, así son para ti), o si crees que los seres tienen una cierta consistencia en su propia esencia.

HERM. – Ya en otra ocasión, Sócrates, me dejé arrastrar por la incertidumbre a lo que afirma Protágoras. Pero no me parece que sea así del todo.

SÓC. – ¿Y qué? ¿También te has dejado arrastrar a la creencia de que no existe en absoluto ningún hombre vil?

HERM. – ¡No, no, por Zeus! Más bien lo he experimentado muchas veces, hasta el punto de creer que hay algunos hombres completamente viles y en número elevado.

SÓC. – ¿Y qué? ¿Nunca te ha parecido que hay hombres completamente buenos?

HERM. – Sí, muy pocos.

SÓC. -¿Luego te ha parecido que los hay?

HERM. – Sí, sí.

SÓC. -¿Cómo, entonces; formulas esto? ¿Acaso que los completamente buenos son completamente sensatos y los completamente viles completamente insensatos?

HERM. – Tal me parece.

SÓC. -¿Entonces es posible que unos seamos sensatos y otros insensatos, si Protágoras dijo la verdad y la verdad es que, tal como a cada uno le parecen las cosas, así son?

HERM. – De ninguna manera.

SÓC. – Ésta es, al menos, tu firme creencia: que si existen la sensatez y la insensatez, no es en absoluto posible que Protágoras dijera la verdad. Pues, en realidad, uno no sería más sensato que otro si lo que a cada uno le parece es la verdad para cada uno.

HERM. – Eso es.

SÓC. -Pero tampoco, creo yo, piensas con Eutidemo que todo es igual para todos al mismo tiempo y en todo momento. Pues en este caso tampoco serían unos buenos y otros viles, si la virtud y el vicio fueran iguales para todos y en todo momento.

HERM. – Es verdad lo que dices.

SÓC. – Por consiguiente, si ni todo es para todos igual al mismo tiempo y en todo momento, ni tampoco cada uno de los seres es distinto para cada individuo, es evidente que las cosas poseen un ser propio consistente. No tienen relación ni dependencia con nosotros ni se dejan arrastrar arriba y abajo por obra de nuestra imaginación, sino que son en sí y con relación a su propio ser conforme a su naturaleza.

HERM. – Me parece, Sócrates, que es así.

SÓC. – ¿Acaso, entonces, los seres son así por naturaleza y las acciones, en cambio, no son de la misma forma? ¿O es que las acciones, también ellas, no constituyen una cierta especie dentro de los seres?

HERM. – ¡Claro que sí, también ellas!

SÓC. – Luego las acciones se realizan conforme a su propia naturaleza y no conforme a nuestra opinión. Por ejemplo: si intentamos cortar uno de los seres, ¿acaso habremos de cortar cada cosa tal como queramos y con el instrumento que queramos? ¿O si deseamos cortar cada cosa conforme a la naturaleza del cortar y ser cortado y con el instrumento que le es natural, cortaremos con éxito y lo haremos rectamente, y, por el contrario, si lo hacemos contra la naturaleza, fracasaremos y no conseguiremos nada?

HERM. – Creo que de esta forma.

SÓC. – ¿Por ende, si también intentamos quemar algo, habrá que quemarlo no conforme a cualquier opinión, sino conforme a la correcta? ¿Y ésta es como cada cosa tiene que ser quemada y quemar y con el instrumento apropiado por naturaleza?

HERM. – Eso es.

SÓC. – ¿Y no será lo demás de esta forma?

HERM. – Desde luego.

SÓC. – Pues bien, ¿acaso el hablar no es también una entre las acciones?

HERM. – Sí.

SÓC. – Entonces, ¿acaso si uno habla como le parece que hay que hablar lo hará correctamente hablando así, o lo hará con más éxito si habla como es natural que las cosas hablen y sean habladas y con su instrumento natural, y, en caso contrario, fracasará y no conseguirá nada?

HERM. – Me parece tal como dices.

SÓC. – ¿Y el nombrar no es una parte del hablar? Pues sin duda la gente habla nombrando.

HERM. – Desde luego que sí.

SÓC. – ¿Luego también el nombrar es una acción, si, en verdad, el hablar era una acción en relación con las cosas?

HERM. – Sí.

SÓC. -¿Y nos resultaba evidente que las acciones no tenían relación con nosotros, sino que poseían una naturaleza suya propia?

HERM. -Así es.

SÓC. – ¿Luego también habrá que nombrar como es natural que las cosas nombren y sean nombradas y con su instrumento natural, y no como nosotros queramos, si es que va a haber algún acuerdo en lo antes dicho? ¿Y, en tal caso, tendremos éxito y nombraremos, y, en caso contrario, no?

HERM. – Claro.

SÓC. – Veamos, pues. ¿Lo que teníamos que cortar decíamos que había que cortarlo con algo?

HERM. – Sí.

SÓC. – ¿Y lo que había que tejer había que tejerlo con algo? ¿Y lo que había que taladrar, había que taladrarlo con algo?

HERM. – Desde luego.

SÓC. – ¿Y, entonces, lo que había que nombrar, había que nombrarlo con algo?

HERM. -Así es.

SÓC. – ¿Y qué sería aquello con lo que habría que taladrar?

HERM. – El taladro.

SÓC. -¿Y qué, aquello con lo que habría que tejer?

HERM. – La lanzadera.

SÓC. – ¿Y qué, aquello con lo que habría que nombrar?

HERM. – El nombre.

SÓC. – Dices bien. Luego también el nombre es un cierto instrumento.

HERM. – Desde luego.

SÓC.-Entonces, si yo preguntara «¿qué instrumento es la lanzadera?», ¿no es aquello con lo que tejemos?

HERM. – Sí.

SÓC. – Y cuando tejemos, ¿qué hacemos? ¿No separamos la trama de la urdimbre cuando se hallan entremezcladas?

HERM. – Sí.

SÓC. – ¿Acaso también sobre el taladro podrás decir lo mismo que sobre los demás objetos?

HERM. – Desde luego.

SÓC. -Ahora bien, ¿puedes decir lo mismo también sobre el nombre? ¿Qué hacemos cuando nombramos con el nombre en calidad de instrumento?

HERM. – No sé decirte.

SÓC. – ¿Acaso, en realidad, no nos enseñamos algo recíprocamente y distinguimos las cosas tal como son?

HERM. – Desde luego.

SÓC. – Entonces el nombre es un cierto instrumento para enseñar y distinguir la esencia, como la lanzadera lo es del tejido.

HERM. – Sí.

SÓC. – ¿La lanzadera es para tejer?

HERM. – ¿Cómo no?

SÓC. – Por consiguiente, un tejedor se servirá bien de la lanzadera -y «bien» quiere decir «conforme al oficio de tejer»-. Por su parte, un enseñante se servirá bien del nombre -y «bien» quiere decir «conforme al oficio de enseñar».

HERM. – Si.

SÓC. -¿De quién es la obra de la que se servirá bien el tejedor cuando se sirva de la lanzadera?

HERM. – Del carpintero.

SÓC. – ¿De cualquier carpintero, o del que conoce el oficio?

HERM. – Del que conoce el oficio.

SÓC. – ¿Y de quién es la obra de la que se servirá bien el taladrador cuando se sirva del taladro?

HERM. – Del herrero.

SÓC. – Ahora bien, ¿de cualquier herrero, o del que conoce el oficio?

HERM. – Del que conoce el oficio.

SÓC. – Bien. ¿Y de quién es la obra de la que se servirá el enseñante cuando se sirva del nombre?

HERM. – Tampoco sé decirte eso.

SÓC. – ¿Tampoco puedes decirme, al menos, quién nos proporciona los nombres de los que nos servimos?

HERM. – Ciertamente, no.

SÓC. – ¿No crees tú que quien nos los proporciona es el uso ?

HERM. -Así parece.

SÓC. – ¿Entonces el enseñante se servirá de la obra del legislador cuando se sirva del nombre?

HERM. – Creo que sí.

SÓC. -¿Y crees tú que cualquier hombre es legislador? ¿O el que conoce el oficio?

HERM. – El que conoce el oficio.

SÓC. – Por consiguiente, Hermógenes, no es cosa de cualquier hombre el imponer nombres, sino de un «nominador». Y éste es, según parece, el legislador, el cual, desde luego, es entre los hombres el más escaso de los artesanos.

HERM. – Tal parece.

SÓC. – Prosigamos, pues. Considera en qué se fija el legislador para imponer los nombres; y parte, en tu examen, de lo que antes dijimos. ¿En qué se fija el carpintero para fabricar la lanzadera? ¿No será en lo que es tal como para tejer por naturaleza? .

HERM. – Desde luego.

SÓC. – ¿Y qué? Si se le rompe la lanzadera mientras la fabrica, ¿volverá a fabricar otra fijándose en la que está rota, o en aquella forma conforme a la cual ya fabricaba la que rompió?

HERM. – En esta última, creo yo.

SÓC. – ¿Tendríamos entonces todo el derecho de llamarla «la lanzadera en sí»?

HERM. – Así lo creo yo.

SÓC. – Por consiguiente, cuando se precise fabricar una lanzadera para un manto fino o grueso, de lino o de lana, o de cualquier otra calidad, ¿han de tener todas la forma de lanzadera y hay que aplicar a cada instrumento la forma natural que es mejor para cada objeto?

HERM. – Sí.

SÓC. – Y lo mismo, por supuesto, en lo que respecta a los demás instrumentos: hay que encontrar la forma de instrumento adecuada por naturaleza para cada cosa y aplicarla a la materia de la que se fabrica el instrumento; pero no como uno quiera, sino como es natural. Pues hay que saber aplicar al hierro, según parece, la forma de taladro naturalmente apropiada para cada objeto.

HERM. – Por supuesto.

SÓC. – Y a la madera la forma de lanzadera naturalmente apropiada para cada objeto.

HERM. – Eso es.

SÓC. – Y es que, según parece, a cada forma de tejido i le corresponde por naturaleza una lanzadera, etc.

HERM. – Sí.

SÓC. – ¿Entonces, excelente amigo, también nuestro legislador tiene que saber aplicar a los sonidos y a las sílabas el nombre naturalmente adecuado para cada objeto? ¿Tiene que fijarse en lo que es el nombre en sí para formar e imponer todos los nombres, si es que quiere ser un legítimo impositor de nombres? Y si cada legislador no opera sobre las mismas sílabas, no hay que ignorar esto: tampoco todos los herreros operan sobre el mismo hierro cuando fabrican el mismo instrumento con el mismo fin ; sin embargo, mientras apliquen la misma forma, aunque sea en otro hierro, el instrumento será correcto por más que se haga aquí o en tierra bárbara. ¿No es así?

HERM. – Desde luego.

SÓC. – ¿Pensarás, entonces, que tanto el legislador de aquí como el de los bárbaros, mientras apliquen la forma del nombre que conviene a cada uno en cualquier tipo de sílabas…, pensarás que el legislador de aquí no es peor que el de cualquier otro sitio?

HERM. – Desde luego.

SÓC. – Pues bien, ¿quién es el que va a juzgar si se encuentra en cualquier clase de madera la forma adecuada de lanzadera: el fabricante, el carpintero o el que la va a utilizar, el tejedor?

HERM. – Es más razonable, Sócrates, que sea el que la va a utilizar.

SÓC. -¿Y quién es el que va a utilizar la obra del fabricante de liras?, ¿no es acaso el que tiene la habilidad de dirigir mejor al operario y juzgar si, una vez fabricada, está bien fabricada o no?

HERM. – Desde luego.

SÓC. – ¿Y quién es?

HERM. – El citarista.

SÓC. – ¿Y quién con el constructor de navíos?

HERM. – El piloto.

SÓC. – ¿Y quién podría dirigir mejor la obra del legislador y juzgarla, una vez realizada, tanto aquí como entre los bárbaros? ¿No será el que la va a utilizar?

HERM. – Sí.

SÓC. -¿Y no es éste el que sabe preguntar?

HERM. – Desde luego.

SÓC. -¿Y también responder?

HERM. – Sí.

SÓC. – ¿Y al que sabe preguntar y responder lo llamas tú otra cosa que dialéctico?

HERM. – No, eso mismo.

SÓC. – Por consiguiente, la obra del carpintero es construir un timón bajo la dirección del piloto, si es que ha de ser bueno el timón.

HERM. – ¡Claro!

SÓC. – Y la del legislador, según parece, construir el nombre bajo la dirección del dialéctico, si es que los nombres han de estar bien puestos.

HERM. – Eso es.

SÓC. – Puede entonces, Hermógenes, que no sea banal, como tú crees, la imposición de nombres, ni obra de hombres vulgares o de cualesquiera hombres. Conque Crátilo tiene razón cuando afirma que las cosas tienen el nombre por naturaleza y que el artesano de los nombres no es cualquiera, sino sólo aquel que se fija en el nombre que cada cosa tiene por naturaleza y es capaz de aplicar su forma tanto a las letras como a las sílabas.

HERM. – No sé, Sócrates, cómo habré de oponerme a lo que dices. Con todo, quizá no sea fácil dejarse convencer tan de repente. Creo que me convencerías mejor, si me mostraras cuál es la exactitud natural del nombre que tú sostienes.

SÓC. – Yo, por mi parte, mi feliz Hermógenes, no sostengo ninguna. Sin duda has olvidado lo que te dije poco antes, que no sabía pero lo indagaría contigo. Y ahora de nuestra indagación, la tuya y la mía, resulta ya claro, contra nuestra primera idea, por lo menos esto: que el nombre tiene por naturaleza una cierta exactitud y que no es obra de cualquier hombre el saber imponerlo bien a cualquier cosa. ¿No es así?

HERM. – Desde luego.

SÓC. – Entonces hay que investigar lo que sigue a esto -si es que en verdad tienes ansias de saberlo-: qué clase de exactitud será la suya.

HERM. – ¡Pues claro que ardo en deseos de saberlo! SÓC. – Investígalo, entonces.

HERM. – ¿Y cómo hay que investigarlo?

SÓC. – La más rigurosa investigación, amigo mío, se hace en compañía de los que saben, pagándoles dinero y dándoles las gracias. Y éstos son los sofistas, a quienes también tu hermano Calias ha pagado mucho dinero y tiene fama de sabio. Como tú no dispones de los bienes paternos, has de instar a tu hermano y rogarle que te enseñe a ti la exactitud que, sobre tal asunto, él ha aprendído de Protágorás.

HERM. – Extraña sería, ciertamente, Sócrates, esta súplica, si rechazo por completo La Verdad de Protágoras y estimo como si valieran algo las afirmaciones de tal verdad.

SÓC. – Pues si tampoco esto te satisface, habrá que aprenderlo de Homero y los demás poetas.