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Banquete 212c-223d: Alcibíades e Sócrates

Martínez Hernández

»Cuando Sócrates hubo dicho esto, me contó Aristodemo que los demás le elogiaron, pero que Aristófanes intentó decir algo, puesto que Sócrates al hablar le había mencionado a propósito de su discurso. Mas de pronto la puerta del patio fue golpeada y se produjo un gran ruido como de participantes en una fiesta, y se oyó el sonido de una flautista. Entonces Agatón dijo:

—Esclavos, id a ver y si es alguno de nuestros conocidos, hacedle dpasar; pero si no, decid que no estamos bebiendo, sino que estamos durmiendo ya.

No mucho después se oyó en el patio la voz de Alcibíades, fuertemente borracho, preguntando a grandes gritos dónde estaba Agatón y pidiendo que le llevaran junto a él. Le condujeron entonces hasta ellos, así como a la flautista que le sostenía y a algunos otros de sus acompañantes, pero él se detuvo en la puerta, coronado con una tupida corona ede hiedra y violetas y con muchas cintas sobre la cabeza, y dijo:

—Salud, caballeros. ¿Acogéis como compañero de bebida a un hombre que está totalmente borracho, o debemos marcharnos tan pronto como hayamos coronado a Agatón, que es a lo que hemos venido? Ayer, en efecto —dijo— no me fue posible venir, pero ahora vengo con estas cintas sobre la cabeza, para de mi cabeza coronar la cabeza del hombre más sabio y más bello, si se me permite hablar así. ¿Os burláis de mí porque estoy borracho? Pues, aunque os riáis, yo sé bien que digo 213ala verdad. Pero decidme en seguida: ¿entro en los términos acordados, o no?, ¿beberéis conmigo, o no?

Todos lo aclamaron y lo invitaron a entrar y tomar asiento. Entonces Agatón lo llamó y él entró conducido por sus acompañantes, y desatándose al mismo tiempo las cintas para coronar a Agatón, al tenerlas delante de los ojos, no vio a Sócrates y se sentó junto a Agatón, en medio de éste y Sócrates, que le hizo sitio en cuanto lo vio. Una vez bsentado, abrazó a Agatón y lo coronó.

—Esclavos —dijo entonces Agatón—, descalzad a Alcibíades, para que se acomode aquí como tercero.

—De acuerdo —dijo Alcibíades—, pero ¿quién es ese tercer compañero de bebida que está aquí con nosotros?

Y, a la vez que se volvía, vio a Sócrates, y al verlo se sobresaltó y dijo:

—¡Heracles! ¿Qué es esto? ¿Sócrates aquí? Te has acomodado aquí acechándome de nuevo, según tu costumbre de aparecer de repente cdonde yo menos pensaba que ibas a estar. ¿A qué has venido ahora? ¿Por qué te has colocado precisamente aquí? Pues no estás junto a Aristófanes ni junto a ningún otro que sea divertido y quiera serlo, sino que te las has arreglado para ponerte al lado del más bello de los que están aquí dentro.

—Agatón —dijo entonces Sócrates—, mira a ver si me vas a defender, pues mi pasión por este hombre se me ha convertido en un asunto de no poca importancia. En efecto, desde aquella vez en que me enamoré dde él, ya no me es posible ni echar una mirada ni conversar siquiera con un solo hombre bello sin que éste, teniendo celos y envidia de mí, haga cosas raras, me increpe y contenga las manos a duras penas. Mira, pues, no sea que haga algo también ahora; reconcílianos o, si intenta hacer algo violento, protégeme, pues yo tengo mucho miedo de su locura y de su pasión por el amante.

—En absoluto —dijo Alcibíades—, no hay reconciliación entre tú y yo. Pero ya me vengaré de ti por esto en otra ocasión. Ahora, Agatón e—dijo—, dame algunas de esas cintas para coronar también ésta su admirable cabeza y para que no me reproche que te coroné a ti y que, en cambio, a él, que vence a todo el mundo en discursos, no sólo anteayer como tú, sino siempre, no le coroné.

Al mismo tiempo tomó algunas cintas, coronó a Sócrates y se acomodó. Y cuando se hubo reclinado dijo:

—Bien, señores. En verdad me parece que estáis sobrios, y esto no se os puede permitir, sino que hay que beber, pues así lo hemos acordado. Por consiguiente, me elijo a mí mismo como presidente de la bebida, hasta que vosotros bebáis lo suficiente. Que me traigan, pues, Agatón, una copa grande, si hay alguna. O más bien, no hace ninguna falta. Trae, esclavo, aquella vasija de refrescar el vino —dijo, señalando una que contenía más de ocho cótilas.

214aUna vez llena, se la bebió de un trago, primero, él y, luego, ordenó llenarla para Sócrates, a la vez que decía:

—Ante Sócrates, señores, este truco no me sirve de nada, pues beberá cuanto se le pida y nunca se embriagará.

En cuanto hubo escanciado el esclavo, Sócrates se puso a beber. Entonces, Erixímaco dijo:

—¿Cómo lo hacemos, Alcibíades? ¿Así, sin decir ni cantar nada bante la copa, sino que vamos a beber simplemente como los sedientos?

—Erixímaco —dijo Alcibíades—, excelente hijo del mejor y más prudente padre, salud.

—También para ti —dijo Erixímaco—, pero ¿qué vamos a hacer?

—Lo que tú ordenes, pues hay que obedecerte:

porque un médico equivale a muchos otros hombres.

Manda, pues, lo que quieras.

—Escucha, entonces —dijo Erixímaco—. Antes de que tú entraras habíamos decidido que cada uno debía pronunciar por turno, de izquierda a derecha, un discurso sobre Eros lo más bello que pudiera cy hacer su encomio. Todos los demás hemos hablado ya. Pero puesto que tú no has hablado y ya has bebido, es justo que hables y, una vez que hayas hablado, ordenes a Sócrates lo que quieras, y éste al de la derecha y así los demás.

—Dices bien, Erixímaco —dijo Alcibíades—, pero comparar el discurso de un hombre bebido con los discursos de hombres serenos no sería equitativo. Además, bienaventurado amigo, ¿te convence Sócrates en algo de lo que acaba de decir? ¿No sabes que es todo lo contrario dde lo que decía? Efectivamente, si yo elogio en su presencia a algún otro, dios u hombre, que no sea él, no apartará de mí sus manos.

—¿No hablarás mejor? —dijo Sócrates.

—¡Por Poseidón! —exclamó Alcibíades—, no digas nada en contra, que yo no elogiaría a ningún otro estando tú presente.

—Pues bien, hazlo así —dijo Erixímaco—, si quieres. Elogia a Sócrates.

—¿Qué dices? —dijo Alcibíades. ¿Te parece bien, Erixímaco, que debo hacerlo? ¿Debo atacar a este hombre y vengarme delante de etodos vosotros?

»¡Eh, tú! —dijo Sócrates—, ¿qué tienes en la mente? ¿Elogiarme para ponerme en ridículo?, ¿o qué vas a hacer?

—Diré la verdad. Mira si me lo permites.

—Por supuesto —dijo Sócrates—, tratándose de la verdad, te permito y te invito a decirla.

—La diré inmediatamente —dijo Alcibíades—. Pero tú haz lo siguiente: si digo algo que no es verdad, interrúmpeme, si quieres, y di que estoy mintiendo, pues no falsearé nada, al menos voluntariamente. 215aMas no te asombres si cuento mis recuerdos de manera confusa, ya que no es nada fácil para un hombre en este estado enumerar con facilidad y en orden tus rarezas.

»A Sócrates, señores, yo intentaré elogiarlo de la siguiente manera: por medio de imágenes. Quizás él creerá que es para provocar la risa, pero la imagen tendrá por objeto la verdad, no la burla. Pues en mi opinión es lo más parecido a esos silenos existentes en los talleres de bescultura, que fabrican los artesanos con siringas o flautas en la mano y que, cuando se abren en dos mitades, aparecen con estatuas de dioses en su interior. Y afirmo, además, que se parece al sátiro Marsias. Así, pues, que eres semejante a éstos, al menos en la forma, Sócrates, ni tú mismo podrás discutirlo, pero que también te pareces en lo demás, escúchalo a continuación. Eres un lujurioso. ¿O no? Si no estás de acuerdo, presentaré testigos. Pero ¿que no eres flautista? Por supuesto, y mucho más extraordinario que Marsias. Éste, en efecto, encantaba a los hombres mediante instrumentos con el poder de su boca y aún hoy cencanta al que interprete con la flauta sus melodías —pues las que interpretaba Olimpo digo que son de Marsias, su maestro—. En todo caso, sus melodías, ya las interprete un buen flautista o una flautista mediocre, son las únicas que hacen que uno quede poseso y revelan, por ser divinas, quiénes necesitán de los dioses y de los ritos de iniciación. Mas tú te diferencias de él sólo en que sin instrumentos, con tus meras palabras, haces lo mismo. De hecho, cuando nosotros oímos a algún otro, aunque sea muy buen orador, pronunciar otros discursos, a dninguno nos importa, por así decir, nada. Pero cuando se te oye a ti o a otro pronunciando tus palabras, aunque sea muy torpe el que las pronuncie, ya se trate de mujer, hombre o joven quien las escucha, quedamos pasmados y posesos. Yo, al menos, señores, si no fuera porque iba a parecer que estoy totalmente borracho, os diría bajo juramento qué impresiones me han causado personalmente sus palabras y todavía ahora me causan. Efectivamente, cuando le escucho, mi corazón palpita mucho más que el de los poseídos por la música de los coribantes, las lágrimas se me caen por culpa de sus palabras y veo que también a eotros muchos les acontece lo mismo. En cambio, al oír a Pericles y a otros buenos oradores, si bien pensaba que hablaban elocuentemente, no me ocurría, sin embargo, nada semejante, ni se alborotaba mi alma, ni se irritaba en la idea de que vivía como esclavo, mientras que por culpa de este Marsias, aquí presente, muchas veces me he encontrado, precisamente, en un estado tal que me parecía que no valía la pena vivir 216aen las condiciones en que estoy. Y esto, Sócrates, no dirás que no es verdad. Incluso todavía ahora soy plenamente consciente de que si quisiera prestarle oído no resistiría, sino que me pasaría lo mismo, pues me obliga a reconocer que, a pesar de estar falto de muchas cosas, aún me descuido de mí mismo y me ocupo de los asuntos de los atenienses. A la fuerza, pues, me tapo los oídos y salgo huyendo de él como de las sirenas, para no envejecer sentado aquí a su lado. Sólo ante él de entre btodos los hombres he sentido lo que no se creería que hay en mí: el avergonzarme ante alguien. Yo me avergüenzo únicamente ante él, pues sé perfectamente que, si bien no puedo negarle que no se debe hacer lo que ordena, sin embargo, cuando me aparto de su lado, me dejo vencer por el honor que me dispensa la multitud. Por consiguiente, me escapo de él y huyo, y cada vez que le veo me avergüenzo de lo cque he reconocido. Y muchas veces vería con agrado que ya no viviera entre los hombres, pero si esto sucediera, bien sé que me dolería mucho más, de modo que no sé cómo tratar con este hombre.

»Tal es, pues, lo que yo y otros muchos hemos experimentado por las melodías de flauta de este sátiro. Pero oídme todavía cuán semejante es en otros aspectos a aquellos con quienes le comparé y qué extraordinario poder tiene, pues tened por cierto que ninguno de vosotros le conoce. dPero yo os lo describiré, puesto que he empezado. Veis, en efecto, que Sócrates está en disposición amorosa con los jóvenes bellos, que siempre está en torno de ellos y queda extasiado, y que, por otra parte, ignora todo y nada sabe, al menos por su apariencia. ¿No es esto propio de sileno? Totalmente, pues de ello está revestido por fuera, como un sileno esculpido, mas por dentro, una vez abierto, ¿de cuántas templanzas, compañeros de bebida, creéis que está lleno? Sabed que no le importa nada si alguien es bello, sino que lo desprecia como ninguno podría imaginar, eni si es rico, ni si tiene algún otro privilegio de los celebrados por la multitud. Por el contrario, considera que todas estas posesiones no valen nada y que nosotros no somos nada, os lo aseguro. Pasa toda su vida ironizando y bromeando con la gente; mas cuando se pone serio y se abre, no sé si alguno ha visto las imágenes de su interior. Yo, sin embargo, las he visto ya una vez y me parecieron que eran tan divinas y doradas, tan extremadamente bellas y admirables, que tenía que hacer sin más lo que 217aSócrates mandara. Y creyendo que estaba seriamente interesado por mi belleza pensé que era un encuentro feliz y que mi buena suerte era extraordinaria, en la idea de que me era posible, si complacía a Sócrates, oír todo cuanto él sabía. ¡Cuán tremendamente orgulloso, en efecto, estaba yo de mi belleza! Reflexionando, pues, sobre esto, aunque hasta entonces no solía estar solo con él sin acompañante, en esta ocasión, sin bembargo, lo despedí y me quedé solo en su compañía. Preciso es ante vosotros decir toda la verdad; así, pues, prestad atención y, si miento, Sócrates, refútame. Me quedé, en efecto, señores, a solas con él y creí que al punto iba a decirme las cosas que en la soledad un amante diría a su amado; y estaba contento. Pero no sucedió absolutamente nada de esto, sino que, tras dialogar conmigo como solía y pasar el día en mi compañía, se fue y me dejó. A continuación le invité a hacer gimnasia conmigo, y hacía gimnasia con él en la idea de que así iba a conseguir algo. Hizo gimnasia, en efecto, y luchó conmigo muchas veces sin que nadie cestuviera presente. ¿Y qué debo decir? Pues que no logré nada. Puesto que de esta manera no alcanzaba en absoluto mi objetivo, me pareció que había que atacar a este hombre por la fuerza y no desistir, una vez que había puesto manos a la obra, sino que debía saber definitivamente cuál era la situación. Le invito, pues, a cenar conmigo, simplemente como un amante que tiende una trampa a su amado. Ni siquiera esto me lo aceptó al punto, pero de todos modos, con el tiempo se dejó persuadir. Cuando vino por primera vez, nada más cenar quería marcharse dy yo, por vergüenza, le dejé ir en esta ocasión. Pero volví a tenderle la misma trampa y, después de cenar, mantuve la conversación hasta entrada la noche, y cuando quiso marcharse, alegando que era tarde, le forcé a quedarse. Se echó, pues, a descansar en el lecho contiguo al mío, en el que precisamente había cenado, y ningún otro dormía en la habitación salvo nosotros. Hasta esta parte de mi relato, en efecto, la cosa podría estar bien y contarse ante cualquiera, pero lo que sigue no me lo eoiríais decir si, en primer lugar, según el dicho, el vino, sin niños y con niños, no fuera veraz y, en segundo lugar, porque me parece injusto no manifestar una muy brillante acción de Sócrates, cuando uno se ha embarcado a hacer su elogio. Además, también a mí me sucede lo que le pasa a quien ha sufrido una mordedura de víbora, pues dicen que el que ha experimentado esto alguna vez no quiere decir cómo fue a nadie, excepto a los que han sido mordidos también, en la idea de que sólo ellos comprenderán y perdonarán, si se atrevió a hacer y decir cualquier cosa bajo los efectos del dolor. Yo, pues, mordido por algo más doloroso y en 218ala parte más dolorosa de las que uno podría ser mordido —pues es en el corazón, en el alma, o como haya que llamarlo, donde he sido herido y mordido por los discursos filosóficos, que se agarran más cruelmente que una víbora cuando se apoderan de un alma joven no mal dotada por naturaleza y la obligan a hacer y decir cualquier cosa— y viendo, por otra parte, a los Fedros, Agatones, Erixímacos, Pausanias, Aristodemos by Aristófanes —¿y qué necesidad hay de mencionar al propio Sócrates y a todos los demás?; pues todos habéis participado de la locura y el frenesí del filósofo—… por eso precisamente todos me vais a escuchar, ya que me perdonaréis por lo que entonces hice y por lo que ahora digo. En cambio, los criados y cualquier otro que sea profano y vulgar, poned ante vuestras orejas puertas muy grandes.

c»Pues bien, señores, cuando se hubo apagado la lámpara y los esclavos estaban fuera, me pareció que no debía andarme por las ramas ante él, sino decirle libremente lo que pensaba. Entonces le sacudí y le dije:

—Sócrates, ¿estás durmiendo?

—En absoluto —dijo él.

—¿Sabes lo que he decidido?

—¿Qué exactamente? —dijo.

—Creo —dije yo— que tú eres el único digno de convertirse en mi amante y me parece que vacilas en mencionármelo. Yo, en cambio, pienso lo siguiente: considero que es insensato no complacerte en esto como en cualquier otra cosa que necesites de mi patrimonio o de mis damigos. Para mí, en efecto, nada es más importante que el que yo llegue a ser lo mejor posible y creo que en esto ninguno puede serme colaborador más eficaz que tú. En consecuencia, yo me avergonzaría mucho más ante los sensatos por no complacer a un hombre tal, que ante la multitud de insensatos por haberlo hecho.

»Cuando Sócrates oyó esto, muy irónicamente, según su estilo tan característico y usual, dijo:

—Querido Alcibíades, parece que realmente no eres un tonto, si efectivamente es verdad lo que dices de mí y hay en mí un poder por el ecual tú podrías llegar a ser mejor. En tal caso, debes de estar viendo en mí, supongo, una belleza irresistible y muy diferente a tu buen aspecto físico. Ahora bien, si intentas, al verla, compartirla conmigo y cambiar belleza por belleza, no en poco piensas aventajarme, pues pretendes adquirir lo que es verdaderamente bello a cambio de lo que lo es sólo en apariencia, y de hecho te propones intercambiar «oro por bronce». Pero, mi feliz amigo, examínalo mejor, no sea que te pase desapercibido que no soy nada. La vista del entendimiento, ten por cierto, empieza 219aa ver agudamente cuando la de los ojos comienza a perder su fuerza, y tú todavía estás lejos de eso.

»Y yo, al oírle, dije:

—En lo que a mí se refiere, ésos son mis sentimientos y no se ha dicho nada de distinta manera a como pienso. Siendo ello así, delibera tú mismo lo que consideres mejor para ti y para mí.

—En esto, ciertamente, tienes razón —dijo—. En el futuro, pues, deliberaremos y haremos lo que a los dos nos parezca lo mejor en éstas by en las otras cosas.

»Después de oír y decir esto y tras haber disparado, por así decir, mis dardos, yo pensé, en efecto, que lo había herido. Me levanté, pues, sin dejarle decir ya nada, lo envolví con mi manto —pues era invierno—, me eché debajo del viejo capote de ese viejo hombre, aquí presente, y ciñendo con mis brazos a este ser verdaderamente divino y maravilloso estuve así tendido toda la noche. En esto tampoco, Sócrates, dirás cque miento. Pero, a pesar de hacer yo todo eso, él salió completamente victorioso, me despreció, se burló de mi belleza y me afrentó; y eso que en este tema, al menos, creía yo que era algo, ¡oh jueces! —pues jueces sois de la arrogancia de Sócrates—. Así, pues, sabed bien, por los dioses y por las diosas, que me levanté después de haber dormido con Sócrates dno de otra manera que si me hubiera acostado con mi padre o mi hermano mayor.

»Después de esto, ¿qué sentimientos creéis que tenía yo, pensando, por un lado, que había sido despreciado, y admirando, por otro, la naturaleza de este hombre, su templanza y su valentía, ya que en prudencia y firmeza había tropezado con un hombre tal como yo no hubiera pensado que iba a encontrar jamás? De modo que ni tenía por qué irritarme y privarme de su compañía, ni encontraba la manera de cómo podría conquistármelo. Pues sabía bien que en cuanto al dinero era por todos lados mucho más invulnerable que Ayante al hierro, mientras eque con lo único que pensaba que iba a ser conquistado se me había escapado. Así pues, estaba desconcertado y deambulaba de acá para allá esclavizado por este hombre como ninguno lo había sido por nadie. Todas estas cosas, en efecto, me habían sucedido antes; mas luego hicimos juntos la expedición contra Potidea y allí éramos compañeros de mesa. Pues bien, en primer lugar, en las fatigas era superior no sólo a mí, sino también a todos los demás. Cada vez que nos veíamos obligados a no comer por estar aislados en algún lugar, como suele ocurrir en campaña, los demás no eran nada en cuanto a resistencia. En cambio, en las comidas abundantes sólo él era capaz de disfrutar, y 220aespecialmente en beber, aunque no quería, cuando era obligado a hacerlo vencía a todos; y lo que es más asombroso de todo: ningún hombre ha visto jamás a Sócrates borracho. De esto, en efecto, me parece que pronto tendréis la prueba. Por otra parte, en relación con los rigores del invierno —pues los inviernos allí son terribles—, hizo siempre cosas dignas de admiración, pero especialmente en una ocasión ben que hubo la más terrible helada y mientras todos, o no salían del interior de sus tiendas o, si salía alguno, iban vestidos con las prendas más raras, con los pies calzados y envueltos con fieltro y pieles de cordero, él, en cambio, en estas circunstancias, salió con el mismo manto que solía llevar siempre y marchaba descalzo sobre el hielo con más soltura que los demás calzados, y los soldados le miraban de reojo en la ccreencia de que los desafiaba. Esto, ciertamente, fue así:

pero qué hizo de nuevo y soportó el animoso varón

allí, en cierta ocasión, durante la campaña, es digno de oírse. En efecto, habiéndose concentrado en algo, permaneció de pie en el mismo lugar desde la aurora meditándolo, y puesto que no le encontraba la solución no desistía, sino que continuaba de pie investigando. Era ya mediodía y los hombres se habían percatado y, asombrados, se decían unos a otros:

—Sócrates está de pie desde el amanecer meditando algo.

»Finalmente, cuando llegó la tarde, unos jonios, después de cenar —y como era entonces verano—, sacaron fuera sus petates, y a la vez dque dormían al fresco le observaban por ver si también durante la noche seguía estando de pie. Y estuvo de pie hasta que llegó la aurora y salió el sol. Luego, tras hacer su plegaria al sol, dejó el lugar y se fue. Y ahora, si queréis, veamos su comportamiento en las batallas, pues es justo concederle también este tributo. Efectivamente, cuando tuvo lugar la batalla por la que los generales me concedieron también a mí el premio al valor, ningún otro hombre me salvó sino éste, que no quería abandonarme herido y así salvó a la vez mis armas y a mí mismo. Y yo, Sócrates, también entonces pedía a los generales que te concedieran a ti el epremio, y esto ni me lo reprocharás ni dirás que miento. Pero como los generales reparasen en mi reputación y quisieran darme el premio a mí, tú mismo estuviste más resuelto que ellos a que lo recibiera yo y no tú. Todavía en otra ocasión, señores, valió la pena contemplar a Sócrates, cuando el ejército huía de Delion en retirada. Se daba la circunstancia 221ade que yo estaba como jinete y él con la armadura de hoplita. Dispersados ya nuestros hombres, él y Laques se retiraban juntos. Entonces yo me tropiezo casualmente con ellos y, en cuanto los veo, les exhorto a tener ánimo, diciéndoles que no los abandonaría. En esta ocasión, precisamente, pude contemplar a Sócrates mejor que en Potidea, pues por estar a caballo, yo tenía menos miedo. En primer lugar, ¡cuánto aventajaba a bLaques en dominio de sí mismo! En segundo lugar, me parecía, Aristófanes, por citar tu propia expresión, que también allí como aquí marchaba “pavoneándose y girando los ojos de lado a lado”, observando tranquilamente a amigos y enemigos y haciendo ver a todo el mundo, incluso desde muy lejos, que si alguno tocaba a este hombre, se defendería muy enérgicamente. Por esto se retiraban seguros él y su compañero, pues, por lo general, a los que tienen tal disposición en la guerra ni siquiera clos tocan y sólo persiguen a los que huyen en desorden.

»Es cierto que en otras muchas y admirables cosas podría uno elogiar a Sócrates. Sin embargo, si bien a propósito de sus otras actividades tal vez podría decirse lo mismo de otra persona, el no ser semejante a ningún hombre, ni de los antiguos, ni de los actuales, en cambio, es digno de total admiración. Como fue Aquiles, en efecto, se podría comparar a Brásidas y a otros, y, a su vez, como Pericles a Néstor y a Antenor —y hay también otros—; y de la misma manera se podría dcomparar también a los demás. Pero como es este hombre, aquí presente, en originalidad, tanto él personalmente como sus discursos, ni siquiera remotamente se encontrará alguno, por más que se le busque, ni entre los de ahora, ni entre los antiguos, a menos tal vez que se le compare, a él y a sus discursos, con los que he dicho: no con ningún hombre, sino con los silenos y sátiros.

»Porque, efectivamente, y esto lo omití al principio, también sus discursos son muy semejantes a los silenos que se abren. Pues si uno se decidiera a oír los discursos de Sócrates, al principio podrían parecer etotalmente ridículos. ¡Tales son las palabras y expresiones con que están revestidos por fuera, la piel, por así decir, de un sátiro insolente! Habla, en efecto, de burros de carga, de herreros, de zapateros y curtidores, y siempre parece decir lo mismo con las mismas palabras, de suerte que todo hombre inexperto y estúpido se burlaría de sus discursos. 222aPero si uno los ve cuando están abiertos y penetra en ellos, encontrará, en primer lugar, que son los únicos discursos que tienen sentido por dentro; en segundo lugar, que son los más divinos, que tienen en sí mismos el mayor número de imágenes de virtud y que abarcan la mayor cantidad de temas, o más bien, todo cuanto le conviene examinar al que piensa llegar a ser noble y bueno.

»Esto es, señores, lo que yo elogio en Sócrates, y mezclando a la vez lo que le reprocho os he referido las ofensas que me hizo. Sin embargo, no las ha hecho sólo a mí, sino también a Cármides, el hijo de Glaucón, ba Eutidemo, el hijo de Diocles, y a muchísimos otros, a quienes él engaña entregándose como amante, mientras que luego resulta, más bien, amado en lugar de amante. Lo cual también a ti te digo, Agatón, para que no te dejes engañar por este hombre, sino que, instruido por nuestra experiencia, tengas precaución y no aprendas, según el refrán, como un necio, por experiencia propia.

Al decir esto Alcibíades, se produjo una risa general por su franqueza, cpuesto que parecía estar enamorado todavía de Sócrates.

—Me parece, Alcibíades —dijo entonces Sócrates—, que estás sereno, pues de otro modo no hubieras intentado jamás, disfrazando tus intenciones tan ingeniosamente, ocultar la razón por la que has dicho todo eso y lo has colocado ostensiblemente como una consideración accesoria al final de tu discurso, como si no hubieras dicho todo para enemistarnos a mí y a Agatón, al pensar que yo debo amarte a ti y a dningún otro, y Agatón ser amado por ti y por nadie más. Pero no me ha pasado desapercibido, sino que ese drama tuyo satírico y silénico está perfectamente claro. Así, pues, querido Agatón, que no gane nada con él y arréglatelas para que nadie nos enemiste a mí y a ti.

—En efecto, Sócrates —dijo Agatón—, puede que tengas razón. Y sospecho también que se sentó en medio de ti y de mí para mantenernos aparte. Pero no conseguirá nada, pues yo voy a sentarme junto a ti.e

—Muy bien —dijo Sócrates—, siéntate aquí, junto a mí.

—¡Oh Zeus! —exclamó Alcibíades—, ¡cómo soy tratado una vez más por este hombre! Cree que tiene que ser superior a mí en todo. Pero, si no otra cosa, admirable hombre, permite, al menos, que Agatón se eche en medio de nosotros.

—Imposible —dijo Sócrates—, pues tú has hecho ya mi elogio y es preciso que yo a mi vez elogie al que está a mi derecha. Por tanto, si Agatón se sienta a continuación de ti, ¿no me elogiará de nuevo, en lugar de ser elogiado, más bien, por mí? Déjalo, pues, divino amigo, 223ay no tengas celos del muchacho por ser elogiado por mí, ya que, por lo demás, tengo muchos deseos de encomiarlo.

—¡Bravo, bravo! —dijo Agatón—. Ahora, Alcibíades, no puedo en modo alguno permanecer aquí, sino que a la fuerza debo cambiar de sitio para ser elogiado por Sócrates.

—Esto es justamente —dijo Alcibíades—lo que suele ocurrir: siempre que Sócrates está presente, a ningún otro le es posible participar de la compañía de los jóvenes bellos. ¡Con qué facilidad ha encontrado ahora también una razón convincente para que éste se siente a su lado!

b»Entonces, Agatón se levantó para sentarse al lado de Sócrates, cuando de repente se presentó ante la puerta una gran cantidad de parrandistas y, encontrándola casualmente abierta porque alguien acababa de salir, marcharon directamente hasta ellos y se acomodaron. Todo se llenó de ruido y, ya sin ningún orden, se vieron obligados a beber una gran cantidad de vino. Entonces Erixímaco, Fedro y algunos otros —dijo Aristodemo— se fueron y los dejaron, mientras que de él se apoderó el sueño y durmió mucho tiempo, al ser largas las noches, despertándose cde día, cuando los gallos ya cantaban. Al abrir los ojos vio que de los demás, unos seguían durmiendo y otros se habían ido, mientras que Agatón, Aristófanes y Sócrates eran los únicos que todavía seguían despiertos y bebían de una gran copa de izquierda a derecha. Sócrates, naturalmente, conversaba con ellos. Aristodemo dijo que no dse acordaba de la mayor parte de la conversación, pues no había asistido desde el principio y estaba un poco adormilado, pero que lo esencial era —dijo— que Sócrates les obligaba a reconocer que era cosa del mismo hombre saber componer comedia y tragedia, y que quien con arte es autor de tragedias lo es también de comedias. Obligados, en efecto, a admitir esto y sin seguirle muy bien, daban cabezadas. Primero se durmió Aristófanes y, luego, cuando ya era de día, Agatón. Entonces Sócrates, tras haberlos dormido, se levantó y se fue. Aristodemo, como solía, le siguió. Cuando Sócrates llegó al Liceo, se lavó, pasó el resto del día como de costumbre y, habiéndolo pasado así, al atardecer se fue a casa a descansar.

Cousin

Je te laisse (212c) à juger, Phèdre, si ce discours doit être appelé un éloge ; sinon, donne-lui telle qualification qu’il te plaira.

Socrate ayant ainsi parlé, chacun se répandait en louanges, et Aristophane se disposait à faire quelque observation, parce que Socrate, dans son discours, avait fait allusion à une chose qu’il avait dite, quand soudain on entendit un grand bruit à la porte extérieure que l’on frappait à coups redoublés, et on put même distinguer la voix de jeunes gens pris de vin et d’une joueuse de flûte.

— Esclave, s’écria Agathon, (212d) qu’on voie ce qu’il y a ; si c’est quelqu’un de nos amis, faites entrer : sinon, dites que nous ne buvons plus, et que nous reposons. Un instant après, nous entendîmes, dans la cour, la voix d’Alcibiade, à moitié ivre, et qui faisait grand bruit en criant :

— Où est Agathon ? qu’on me mène auprès d’Agathon.

Alors la joueuse de flûte, et quelques autres de ses suivants, le prenant sous le bras, l’amenèrent vers la porte de la salle où nous étions. Alcibiade s’y arrêta, (212e) la tête ornée d’une épaisse couronne de violettes et de lierre, et de nombreuses bandelettes.

— Amis, je vous salue, dit-il. Voulez-vous admettre à boire avec vous un buveur déjà passablement ivre ? ou faudra-t-il nous en aller après avoir couronné Agathon ? car c’est là l’objet de notre visite. Hier il ne m’a pas été possible de venir, mais me voici maintenant avec mes bandelettes sur la tête, pour en orner celle du plus sage et du plus beau des hommes, s’il m’est permis de parler ainsi. Vous moquerez-vous de mon ivresse ? (213a)

Riez tant qu’il vous plaira, je sais que ce que je dis est la vérité. Çà, expliquez-vous : entrerai-je à cette condition ou n’entrerai-je point ? Voulez-vous boire avec moi, ou non?

Alors on s’écria de toutes parts pour l’engager à entrer. Agathon lui-même l’appela. Alcibiade, conduit par ses compagnons, s’approcha ; et, tout occupé, d’ôter ses bandelettes pour en couronner Agathon, il ne vit point Socrate, qui pourtant se trouvait vis-à-vis de lui ; et il s’alla placer auprès d’Agathon, (213b) précisément entre eux deux. Socrate s’était un peu écarté, afin qu’il pût se mettre là. Dès qu’Alcibiade fut placé, il fit ses compliments à Agathon, et lui ceignit la tête.

— Esclaves, dit celui-ci, déchaussez Alcibiade : il va rester en tiers avec nous sur ce lit. Volontiers.

— Mais quel est donc notre troisième convive ? reprit Alcibiade.

En même temps il se retourne et voit Socrate. À son aspect, il se lève brusquement, et s’écrie :

Par Hercule ! qu’est ceci ? Quoi, Socrate, te voilà encore ici à l’affût pour me surprendre en réapparaissant (213c) au moment ou je m’y attends le moins ! Mais qu’es-tu venu faire aujourd’hui ici, je te prie ? ou bien pourquoi te vois-je établi à cette place ? Comment, au lieu de t’aller mettre auprès d’Aristophane ou de quelque autre bon plaisant ou soi-disant tel, t’es-tu si bien arrangé que je te trouve placé auprès du plus beau de la compagnie?

— Au secours, Agathon ! s’écria Socrate. L’amour de cet homme n’est pas pour moi un médiocre embarras, je t’assure. Depuis l’époque où j’ai commencé (213d) à l’aimer, je ne puis plus me permettre de regarder un beau garçon ni de causer avec lui sans que, dans sa fureur jalouse, il ne vienne me faire mille scènes extravagantes, m’injuriant, et s’abstenant à peine de porter les mains sur moi. Ainsi, prends garde qu’ici même il ne se laisse aller à quelque excès de ce genre, et tâche de nous raccommoder ensemble, ou bien protège-moi s’il veut se porter à quelque violence ; car il m’épouvante en vérité avec sa folie et ses emportements d’amour.

— Non, dit Alcibiade point de réconciliation entre nous deux ; je trouverai bien l’occasion de me venger de ce trait. Quant à présent, (213e) Agathon, continua-t-il ; rends-moi quelqu’une de tes bandelettes : j’en veux ; couronner cette tête merveilleuse de l’homme que voici, pour qu’il n’ait pas à me reprocher de ne l’avoir pas couronné ainsi que toi, lui qui dans les discours est vainqueur de tout le monde, non pas, comme tu l’as été avant-hier, en une occasion seulement, mais en toutes.

En parlant ainsi, il détacha quelques bandelettes, les plaça sur la tête de Socrate, et se remit sur le lit.

Dès qu’il s’y fut placé :

— Eh bien ! dit-il, mes amis, qu’est-ce ? Il me semble que vous avez été bien sobres. Mais c’est ce que je ne prétends pas vous permettre : il faut boire, c’est notre traité. Je me constitue moi-même président, jusqu’à ce que vous ayez bu comme il faut. Agathon, fais-nous venir, si tu l’as, quelque large coupe. Mais non ! cela n’est pas nécessaire : esclave, apporte-moi ce vase que voilà.

Et, en parlant ainsi, il en montrait un qui pouvait contenir (214a) plus de huit cotyles. Après l’avoir fait remplir, il le vida le premier, et le fit ensuite servir à Socrate.

Au moins, s’écria-t-il, qu’on n’entende pas malice à ce que je fais là ; car Socrate aurait beau boire autant qu’on voudrait, il n’en serait jamais plus ivre pour cela.

L’esclave ayant rempli le vase, Socrate but;

Alors Éryximaque prenant la parole :

— Voyons un peu, Alcibiade, que voulons-nous faire ? (214b) Resterons-nous là à boire, sans parler, ni chanter ? et ne ferons-nous que nous remplir de vin tout uniment comme des gens qui ont soif?

Alcibiade répondit :

— Ô Éryximaque, digne fils du meilleur et du plus sage père, salut !

— Salut à toi aussi, reprit l’autre ; mais, enfin, que ferons-nous?

— Nous ferons tout ce que tu nous prescriras. Il est juste qu’on fasse ce que tu ordonnes.

Car un médecin vaut lui seul plus que beaucoup d’autres. Ainsi, fais-nous savoir tes intentions.

— En ce cas, écoute-moi, dit Éryximaque. Avant ton arrivée, nous étions convenus que chacun à son tour, en commençant par la droite, (214c) parlerait sur l’Amour du mieux qu’il le pourrait, et célébrerait ses louanges. Nous avons tous pris la parole successivement : il est juste que toi qui n’as rien dit, et qui n’en as pas moins bu, tu la prennes à ton tour. Quand tu auras fini, tu prescriras à Socrate ce qu’il doit dire après toi ; lui de même à son voisin de droite, et ainsi de suite.

— Tout cela est à merveille, dit Alcibiade ; mais qu’un homme ivre dispute d’éloquence avec des gens sobres et de sang-froid ! la partie ne serait pas égale. Et puis, mon cher, ce qu’a dit tout à l’heure (214d) Socrate de ma jalousie, t’a-t-il persuadé ? ou sais-tu que c’est justement tout le contraire qui est la vérité ? Pour lui, si je m’avise de louer en sa présence qui que ce soit autre que lui-même, homme ou dieu, il voudra me battre.

— Allons, s’écria Socrate, ne cesseras-tu pas de blasphémer?

— Par Neptune ! ne t’y oppose point, reprit Alcibiade ; je jure que je n’en louerai pas d’autre que toi en ta présence.

— Eh bien ! dit Éryximaque, à la bonne heure ! fais-nous donc l’éloge de Socrate. (214e)

— Quoi, tout de bon ! Éryximaque, me conseilles-tu de tomber sur cet homme-là, et de le châtier en votre présence?

— Holà ! jeune homme, dit alors Socrate ; que penses-tu faire ? me persifler, sans doute ; explique-toi.

— Je ne dirai que la vérité, Socrate ; vois si tu veux y consentir.

— Oh ! pour la vérité, je consens que tu la dises, et je l’exige même.

— M’y voici tout prêt, dit Alcibiade. Pour toi je t’engage, si ce que je dis n’est pas vrai, à m’interrompre tant qu’il te plaira, et à relever mes mensonges. (215a) Du moins n’en dirai-je aucun sciemment. Que si, dans mes souvenirs, je passe d’une chose à l’autre sans beaucoup de suite, il ne faut pas t’en étonner. En l’état où je suis, il n’est pas trop aisé de rendre compte clairement et avec ordre de tes originalités.

Or, mes chers amis, afin de louer Socrate, j’aurai besoin de comparaisons : lui croira peut-être que je veux plaisanter ; mais rien n’est plus sérieux, je vous assure. Je dis d’abord qu’il ressemble tout-à-fait à ces Silènes (215b) qu’on voit exposés dans les ateliers des sculpteurs et que les artistes représentent avec une flûte ou des pipeaux à la main, et dans l’intérieur desquels, quand on les ouvre, en séparant les deux pièces dont ils se composent, on trouve renfermées des statues de divinités. Je prétends ensuite qu’il ressemble particulièrement au satyre Marsyas. Quant à l’extérieur, Socrate, toi-même, tu ne contesteras pas que cela ne soit vrai ; pour les autres traits de ressemblance, écoute ce que j’ai à dire. N’est-il pas certain que tu es un effronté railleur ? Si tu n’en convenais pas, je produirais mes témoins. Et n’es-tu pas aussi joueur de flûte ? (215c) Oui, sans doute, et bien plus étonnant que Marsyas. Celui-ci charmait les hommes par les belles choses que sa bouche tirait de ses instruments, et autant en fait aujourd’hui quiconque répète ses airs ; en effet, ceux que jouait Olympos, je les attribue à Marsyas son maître. Qu’un artiste habile ou une mauvaise joueuse de flûte les exécute, ils ont seuls la vertu de nous enlever à nous-mêmes, et de faire reconnaître ceux qui ont besoin des initiations et des dieux ; car leur caractère est tout-à-fait divin. La seule différence, Socrate, qu’il y ait ici entre Marsyas et toi, c’est que sans instruments, (215d) avec de simples discours, tu fais la même chose. Lorsque nous entendons tout autre discoureur, même des plus habiles, pas un de nous n’en garde la moindre impression. Mais que l’on t’entende ou toi-même ou seulement quelqu’un qui répète tes discours, si pauvre orateur que soit celui qui les répète, tous les auditeurs, hommes, femmes ou adolescents, en sont saisis et transportés. Pour moi, mes amis, n’était la crainte de vous paraître totalement ivre, je vous attesterais avec serment l’effet extraordinaire que ses discours (215e) m’ont fait et me font encore. En l’écoutant, je sens palpiter mon cœur plus fortement que si j’étais agité de la manie dansante des corybantes, ses paroles font couler mes larmes, et j’en vois un grand nombre d’autres ressentir les mêmes émotions. Périclès et nos autres bons orateurs, quand je les ai entendus, m’ont paru sans doute éloquents, mais sans me faire éprouver rien de semblable ; toute mon âme n’était point bouleversée ; elle ne s’indignait point contre elle-même de se sentir dans un honteux esclavage, tandis qu’auprès du Marsyas que voilà, (216a) je me suis souvent trouvé ému au point de penser qu’à vivre comme je fais ce n’est pas la peine de vivre.

Tu ne saurais, Socrate, nier qu’il en soit ainsi, et je suis sûr qu’en ce moment même, si je me mettais à t’écouter, je n’y tiendrais pas davantage, et que j’éprouverais les mêmes impressions. C’est un homme qui me force de reconnaître que, manquant moi-même de bien des choses essentielles, je néglige mes propres affaires pour me charger de celles des Athéniens. Il me faut donc malgré moi m’enfuir bien vite en me bouchant les oreilles comme pour échapper aux sirènes, si je ne veux pas rester jusqu’à la fin de mes jours assis à la même place auprès de lui. Pour lui seul (216b) dans le monde, j’ai éprouvé ce dont on ne me croirait guère capable, de la honte en présence d’un autre homme : or il est en effet le seul devant qui je rougisse. J’ai la conscience de ne pouvoir rien opposer à ses conseils, et pourtant de n’avoir pas la force, quand je l’ai quitté, de résister à l’entraînement de la popularité ; je le fuis donc ; mais quand je le revois, j’ai honte d’avoir si mal tenu ma promesse, (216c) et souvent j’aimerais mieux, je crois, qu’il ne fut pas au monde, et cependant si cela arrivait, je suis bien convaincu que j’en serais plus malheureux encore ; de sorte que je ne sais comment faire avec cet homme-là.

Tels sont les prestiges qu’exerce, et sur moi et sur bien d’autres, la flûte de ce satyre. Sachez maintenant combien ma comparaison est juste et de quelles merveilleuses qualités il est doué. Je puis vous assurer que personne (216d) ici ne sait ce qu’est Socrate ; mais, puisque j’ai commencé, je veux vous le faire connaître. Vous voyez combien Socrate montre d’ardeur pour les beaux jeunes gens, comme il est constamment auprès d’eux, et à quel point il en est épris ; vous voyez aussi que c’est un homme qui ignore toutes choses, et n’entend rien à quoi que ce soit ; il en a l’air au moins. Tout cela n’est-il pas d’un Silène ? tout-à fait. Mais ce n’est là que l’enveloppe, c’est le Silène qui couvre le dieu. Ouvrez-le : quels trésors de sagesse, mes chers convives, n’y trouverez-vous pas renfermés ! Il faut que vous sachiez qu’il lui importe fort peu que l’on soit beau : il méprise cela (216e) à un point qu’on ne saurait croire : il ne se soucie pas plus qu’on soit riche, ou qu’on possède aucun des avantages enviés du vulgaire. Il regarde tous ces biens comme de nulle valeur, et nous-mêmes comme rien ; il passe sa vie à se moquer de tout le monde et dans une ironie perpétuelle. J’ignore si d’autres ont vu, quand il parle sérieusement et qu’il s’ouvre enfin, les trésors sacrés de son intérieur ; mais je les ai vus moi, et je les ai trouvés si précieux, si divins, (217a) si ravissants, qu’il m’a paru impossible de résister à Socrate.

M’imaginant qu’il en voulait à ma beauté, je crus m’aviser d’une heureuse pensée et d’un admirable projet : je me flattai qu’avec de la complaisance pour ses désirs, il ne manquerait pas de me communiquer toute sa science. Aussi bien étais-je excessivement prévenu en faveur des agréments de ma personne. Dans cette idée, renonçant à l’usage où j’étais de ne me trouver avec lui qu’en présence de l’homme chargé de m’accompagner, (217b) je renvoyai ce dernier, et nous nous trouvâmes seuls ensemble. Il faut ici que je vous dise la vérité tout entière : prêtez-moi donc toute votre attention, et toi, Socrate, reprends-moi si je mens.

Je me trouvai donc en tête à tête avec lui : je m’attendais qu’il ne tarderait guère à engager ce genre de propos que tout amant adresse à son bien-aimé quand il est seul avec lui, et je m’en réjouissais déjà. Mais il n’en fut rien absolument. Socrate demeura toute la journée, s’entretenant avec moi à son ordinaire, et puis il se retira. Après cela, je le provoquai à des exercices de gymnastique : (217c) je m’essayai avec lui, espérant gagner par là quelque chose. Nous nous exerçâmes souvent, et nous luttâmes ensemble sans témoins. Que vous dirai-je, mes amis ? je n’en étais pas plus avancé. Voyant qu’ainsi je n’obtenais rien, je me décidai à l’attaquer vivement, à ne point lâcher prise ayant une fois commencé, et à savoir enfin à quoi m’en tenir. Je l’invitai à souper comme font les amants qui tendent un piège à leurs bien-aimés. Il ne se rendit pas d’abord (217d) à mes instances : mais avec le temps il finit par céder. Il vint, mais aussitôt après le repas, il voulut s’en aller. Je le laissai sortir par une sorte de pudeur. Mais une autre fois je lui tendis un nouveau piège, et, après qu’il eut soupé, je prolongeai notre entretien assez avant dans la nuit.

Lorsque ensuite il voulut se retirer, j’alléguai qu’il était trop tard pour retourner chez lui, et le contraignis de rester. Il se coucha donc sur le lit, tout proche du mien, le même sur lequel il avait soupé ; personne, excepté nous, ne dormait dans cet appartement. (217e) Jusqu’ici il n’y a rien encore qui ne se puisse raconter en présence de tout le monde. Pour ce qui suit, vous ne l’entendriez pas de ma bouche ; mais d’abord le vin, avec ou sans l’enfance, dit la vérité, selon le proverbe ; ensuite dissimuler un trait admirable de Socrate, après avoir entrepris son éloge, ne me semblerait pas juste. D’ailleurs je suis un peu dans la disposition des gens qui ont été mordus par une vipère ; ils ne veulent, dit-on, rendre compte de leur accident à personne, si ce n’est à ceux qui en ont éprouvé un pareil, comme étant seuls (218a) en état de concevoir et d’excuser tout ce qu’ils ont fait et dit dans leurs souffrances.

Et moi qui me sens mordu par quelque chose de plus douloureux et dans l’endroit le plus sensible, au cœur, dois-je dire, ou à l’âme, ou comme on voudra l’appeler, moi mordu et piqué par la philosophie, plus poignante que le dard d’aucune vipère pour une âme jeune et bien née, et capable de lui faire faire et dire mille folies ; en me voyant en présence d’un Phèdre, d’un Agathon, (218b) d’un Pausanias, d’un Aristodème, d’un Aristophane, ai-je besoin d’ajouter d’un Socrate, et de tous les autres, tous atteints comme moi de la manie et de la rage de la philosophie, je ne fais aucune difficulté de vous raconter à tous ce que j’ai fait ; car vous excuserez, j’espère, et mes actions d’alors et mes paroles d’aujourd’hui. Mais pour les esclaves, pour tout profane, et tout homme sans culture, mettez sur leurs oreilles une triple porte.

Quand donc, mes amis, la lampe fut éteinte et que les esclaves (218c) se furent retirés, je jugeai qu’il ne fallait point biaiser avec lui, et que je devais m’expliquer franchement. Je le poussai un peu, et lui dis : Socrate, dors-tu?

— Pas tout-à-fait, répondit-il.

— Eh bien ! sais-tu ce que je pense?

— Quoi donc?

— Je pense, repris-je, que tu es le seul de mes amants qui soit digne de moi ; et il me semble que tu n’oses m’ouvrir ton cœur. Pour moi, je me trouverais fort déraisonnable de ne pas te complaire en cette occasion comme en toute autre où je pourrais t’obliger, (218d) soit par moi-même, soit par mes amis. Je n’ai rien tant à cœur que de me perfectionner, et je ne vois personne dont le secours puisse m’être en cela plus utile que le tien. En refusant quelque chose à un homme tel que toi, je craindrais bien plus d’être blâmé des sages que je ne crains d’être blâmé du vulgaire et des sots en t’accordant tout.

À ce discours, il me répondit avec ce ton d’ironie qui lui est familier :

— Oui-çà, mon cher Alcibiade, tu ne me parais pas mal avisé, si ce que tu dis de moi est vrai, (218e) et si je possède en effet le vertu de te rendre meilleur ; vraiment tu as découvert là en moi une beauté merveilleuse et bien supérieure à la tienne ; à ce compte, si tu veux faire avec moi un échange, tu m’as l’air de vouloir faire un assez bon marché ; tu prétends avoir le réel de la beauté pour son apparence, tu me poses (219a) du cuivre contre de l’or. Mais, bon jeune homme, regardes-y de plus près : peut-être te fais-tu illusion sur le peu que je vaux. Les yeux de l’esprit ne commencent guère à devenir plus clairvoyants qu’à l’époque où ceux du corps s’affaiblissent, et cette époque est encore bien éloignée pour toi. — Là-dessus je repris : De mon côté, Socrate, c’est une affaire arrangée : je ne t’ai rien dit que je ne pense ; c’est à toi de voir ce que tu jugeras le plus à propos et pour toi et pour moi. — Très-bien parlé ! répondit-il. Ainsi nous verrons, et nous ferons ce qui nous paraîtra (219b) le plus à propos pour nous deux sur ce point comme sur tout le reste.

Cela dit de part et d’autre, je crus que le trait que je lui avais lancé avait atteint son but ; je me lève donc, et sans lui laisser rien dire de plus, enveloppé dans ce manteau que vous me voyez, car c’était en hiver, je m’étends sous la vieille capote de cet homme-là, et jetant mes deux bras (219c) autour de ce divin et merveilleux personnage, je passai près de lui la nuit entière. Sur tout cela, Socrate, tu n’as qu’à dire si je mens ! Eh bien ! après de telles avances de ma part, voilà comme il a triomphé du pouvoir de ma beauté, comme il l’a dédaignée et honnie. Et pourtant je ne la croyais pas sans quelque valeur, ô juges : c’est à votre tribunal que je soumets cette insolence de Socrate. Sachez-le, donc, par les dieux ! par les déesses ! je me levai d’auprès de lui tel, (219d) ni plus ni moins, que si je fusse sorti du lit d’un père ou d’un frère aîné.

Depuis cette époque, dans quelle situation d’esprit n’ai-je pas dû me trouver, je vous le demande, moi qui, d’un côté, me voyais humilier, et qui, de l’autre, admirais son caractère, sa tempérance, sa force d’âme, et me félicitais d’avoir rencontré un homme dont je ne croyais pas pouvoir jamais trouver l’égal pour la sagesse et l’empire sur lui-même ; de sorte que je ne pouvais, en aucune manière, ni me fâcher, ni me passer de sa compagnie, et que je ne voyais pas davantage (219e) le moyen de le gagner ; car je savais bien qu’à l’égard de l’argent il était invulnérable plus qu’Ajax ne l’était contre le fer, et je le voyais m’échapper du seul côté par où je m’étais flatté qu’il se laisserait prendre ! Ainsi je restais embarrassé, plus asservi à cet homme qu’esclave ne le fut jamais à son maître, et je n’allais plus qu’au hasard.

Telle fut la première époque de mes relations avec lui. Ensuite nous nous trouvâmes ensemble à l’expédition contre Potidée, et nous y fûmes de la même chambrée. Dans les fatigues, il l’emportait, non-seulement sur moi, en fermeté et en constance, mais sur tous nos camarades. S’il nous arrivait d’avoir nos provisions interceptées et d’être forcés de souffrir de la faim, comme c’est assez l’ordinaire (220a) en campagne, les autres n’étaient rien auprès de lui pour supporter cette privation. Nous trouvions-nous dans l’abondance, il était également unique par son talent pour en user : lui qui d’ordinaire n’aime pas à boire, s’il y était forcé, il laissait en arrière tous les autres buveurs ; et ce qu’il y a de plus surprenant, nul homme au monde, n’a jamais vu Socrate ivre ; et c’est ce dont il m’est avis que vous pourrez bien avoir la preuve tout à l’heure. Fallait-il endurer la rigueur des hivers, qui sont très-durs dans ces contrées-là, ce qu’il faisait quelquefois est inouï. (220b) Par exemple, dans le temps de la plus forte gelée, quand personne n’osait sortir du quartier, ou du moins ne sortait que bien vêtu, bien chaussé, les pieds enveloppés de feutre et de peaux d’agneau ; lui ne laissait pas d’aller et de venir avec le même manteau qu’il avait coutume de porter, et il marchait pieds nus sur la glace plus aisément que nous qui étions bien chaussés ; au point que les soldats le voyaient de mauvais œil, (220c) croyant qu’il les voulait braver. Telle fut sa conduite.

Voici encore ce que fit et supporta cet homme courageux pendant cette même expédition ; le trait vaut la peine d’être écouté. Un matin il se mit à méditer sur quelque chose, debout et immobile à la place où il était. Ne trouvant pas ce qu’il cherchait, il ne bougea point, et continua de réfléchir dans la même situation. Il était déjà midi : nos gens l’observaient et se disaient avec étonnement les uns aux autres que Socrate était là rêvant depuis le matin. Enfin, vers le soir, des soldats ioniens, après avoir soupé, (220d) apportèrent leurs lits de campagne en cet endroit, afin de coucher au frais (on était alors en été), et d’observer si Socrate passerait la nuit dans la même posture. En effet il continua de se tenir debout jusqu’au lendemain au lever du soleil. Alors, après avoir fait sa prière au soleil, il se retira.

Voulez-vous maintenant le voir dans les combats ? C’est encore une justice qu’il faut lui rendre. Dans cette affaire dont les généraux m’attribuèrent tout l’honneur, je ne dus mon salut qu’à lui, (220e) qui, me voyant blessé, ne voulut jamais m’abandonner, et parvint à sauver et mes armes et moi des mains de l’ennemi. J’insistai bien alors auprès des généraux, Socrate, pour qu’on te décernât les récompenses militaires destinées au plus brave : c’est encore un fait que tu ne pourras pas me contester ni traiter de mensonge ; mais les généraux, par égard pour mon rang, voulant me donner le prix, tu te montras toi-même plus empressé qu’eux à me le faire accorder à ton préjudice. Une autre circonstance où la conduite de Socrate mérite d’être observée, c’est la retraite de notre armée (221a) quand elle fut mise en déroute devant Delium. Je m’y trouvais à cheval, lui en hoplite. La troupe s’était déjà fort éclaircie, et il se retirait avec Lachès. Je les rencontre, et leur crie d’avoir bon courage, que je ne les abandonnerai pas. Ce fut là pour moi une plus belle occasion encore d’observer Socrate que la journée de Potidée ; car ici j’étais le moins exposé, me trouvant à cheval. Je remarquai d’abord combien il surpassait (221b) Lachès en présence d’esprit : de plus, je trouvai qu’il marchait, pour parler comme toi, Aristophane, là tout comme dans nos rues d’Athènes, l’allure superbe et le regard dédaigneux. Il considérait tranquillement et les nôtres et l’ennemi, et montrait au loin à la ronde par sa contenance un homme qu’on n’aborderait pas sans être vigoureusement reçu. Aussi se retira-t-il sans accident, lui et son compagnon : car celui qui montre de telles dispositions dans un combat n’est pas d’ordinaire celui qu’on attaque ; (221c) on poursuit plutôt ceux qui fuient à toutes jambes.

Il serait facile de rapporter à l’éloge de Socrate un grand nombre d’autres faits non moins admirables : peut-être cependant trouverait-on à citer de la part d’autres hommes de pareils traits de vertu. Mais ce qu’on ne peut assez admirer en lui, c’est de ne ressembler à personne, ni parmi les anciens, ni parmi nos contemporains. Au personnage d’Achille, par exemple, on pourrait assimiler Brasidas ou tel autre ; Périclès à Nestor et à Antenor ; et il ne manque pas d’autres modèles (221d) pour de pareils rapprochements. Mais une telle originalité, un tel homme, de tels discours, on aurait beau chercher, on ne trouverait rien qui y ressemblât, ni chez les anciens, ni chez les modernes, parmi les hommes du moins ; pour les Silènes et les satyres, à la bonne heure : il y a lieu à le mettre en parallèle avec eux, et pour sa personne et pour ses discours ; car c’est un fait que j’ai oublié de dire en commençant, que ses discours ressemblent aussi à merveille aux Silènes qui s’ouvrent.

(221e) Quand on se met à l’écouter, ce qu’il dit paraît d’abord tout-à-fait burlesque : sa pensée ne se présente à vous qu’enveloppée dans des termes et des expressions grossières, comme dans la peau d’un impertinent satyre. Il ne vous parle que d’ânes bardés, de forgerons, de cordonniers, de corroyeurs, et il a l’air de dire toujours la même chose dans les mêmes termes : de sorte qu’il n’est pas d’ignorant et de sot (222a) qui ne puisse être tenté d’en rire. Mais que l’on ouvre ses discours, qu’on pénètre dans leur intérieur, d’abord on reconnaîtra qu’eux seuls sont remplis de sens, ensuite on les trouvera tous divins, renfermant en eux les plus nobles images de la vertu, et embrassant à peu près tout ce que doit avoir devant les yeux quiconque veut devenir un homme accompli.

Voilà, mes amis, ce que je loue dans Socrate, et ce dont je me plains : car j’ai joint à mes éloges le récit des injures qu’il m’a faites. Et (222c) ce n’est pas moi seul qu’il a ainsi traité ; c’est Charmide, fils de Glaucon, Euthydème, fils de Dioclès, et nombre d’autres, qu’il a trompés en ayant l’air de vouloir être leur amant, et auprès desquels il a joué plutôt le rôle du bien-aimé. Et toi, à ton tour, Agathon, si tu veux m’en croire, tu ne seras pas la dupe de cet homme-là ; mais tu te tiendras sur tes gardes, prenant conseil de ma triste expérience, et tu ne feras pas comme l’insensé, qui, selon le proverbe, ne devient sage qu’à ses dépens.

(222c) Alcibiade ayant cessé de parler, on se mit à rire de sa franchise, et de ce qu’il paraissait encore épris de Socrate. Celui-ci prenant la parole :

— Je soupçonne, Alcibiade, dit-il, que tu as été sobre aujourd’hui ; sans quoi tu n’aurais jamais si habilement tourné autour de ton sujet en t’efforçant de nous donner le change sur le vrai motif qui t’a fait dire toutes ces belles choses, et que tu n’as touché qu’incidemment la fin de ton discours : comme si l’unique dessein qui t’a fait parler n’était pas de nous brouiller, Agathon (222d) et moi, en prétendant, comme tu le fais, que je dois t’aimer et n’en point aimer d’autre, et qu’Agathon ne doit pas avoir d’autre amant que toi. Mais l’artifice ne t’a point réussi ; et on voit ce que signifiaient ton drame satirique et tes Silènes. Ainsi, mon cher Agathon, tâchons qu’il ne gagne rien à toutes ces manœuvres, et fais en sorte que personne ne nous puisse détacher l’un de l’autre.

— En vérité, dit Agathon, je crois que (222e) tu as raison, Socrate ; et justement il est venu se placer entre toi et moi pour nous séparer, j’en suis sûr. Mais il n’y gagnera rien, car je vais à l’instant me placer à côté de toi.

— Fort bien ! reprit Socrate ; viens te mettre ici à ma droite.

— Ô Jupiter, s’écria Alcibiade, que n’ai-je pas à endurer de la part de cet homme ! Il s’imagine pouvoir me faire la loi partout. Mais pour le moins, cher maître, permets qu’Agathon se place entre nous deux.

— Impossible, dit Socrate. Tu viens de faire mon éloge : c’est maintenant à moi de faire celui de mon voisin de droite. Si Agathon se met à ma gauche, apparemment il ne fera pas de nouveau mon éloge avant que je me sois acquitté du sien. Consens donc, (223a) mon cher, à le laisser faire, et n’envie pas à ce jeune homme les louanges que je lui dois et que je suis impatient de lui donner.

— Oh ! Alcibiade, s’écria Agathon, il n’y a pas moyen que je reste ici ; et je m’en vais décidément changer de place, afin d’être loué par Socrate.

— Voilà ce qui arrive toujours, dit Alcibiade. Où que se trouve Socrate, il n’y a de place que pour lui auprès des beaux jeunes gens. Voyez quel prétexte naturel et plausible il a su trouver pour avoir Agathon auprès de lui !

(223b) Alors Agathon se leva pour s’aller mettre auprès de Socrate ; mais en ce moment une foule joyeuse se présenta à la porte, et, la trouvant ouverte au moment où quelqu’un sortait, s’avança vers la compagnie et prit place à table. Dès ce moment, grand tumulte, plus d’ordre ; chacun fut obligé de boire à l’excès.

Éryximaque, Phèdre et quelques autres s’en retournèrent chez eux, ajouta Aristodème : pour lui, le sommeil le prit, (223c) et il resta longtemps endormi ; car les nuits étaient longues en cette saison. Il s’éveilla vers l’aurore, au chant du coq, et en ouvrant les yeux il vit que les autres convives dormaient ou s’en étaient allés. Agathon, Aristophane et Socrate étaient seuls éveillés, et buvaient tour à tour de gauche à droite dans une large coupe. En même temps Socrate discourait avec eux. (223d)

Aristodème ne pouvait se rappeler cet entretien, dont il n’avait pas entendu le commencement à cause du sommeil qui l’accablait encore ; mais il me dit en gros que Socrate força ses deux interlocuteurs à reconnaître qu’il appartient au même homme de savoir traiter la comédie et la tragédie, et que le vrai poète tragique qui l’est avec art est en même temps poète comique. Forcés d’en convenir, et ne suivant plus qu’à demi la discussion, ils commençaient à s’assoupir.

Aristophane s’endormit le premier, ensuite Agathon, comme il était déjà grand jour. Socrate, les ayant ainsi endormis tous les deux, se leva et sortit avec Aristodème, qui l’accompagna selon sa coutume : il se rendit au lycée, et, après s’être baigné, y passa tout le reste du jour comme à l’ordinaire, et ne rentra chez lui que vers le soir pour se reposer.

Jowett

When Socrates had done speaking, the company applauded, and Aristophanes was beginning to say something in answer to the allusion which Socrates had made to his own speech 1 , when suddenly there was a great knocking at the door of the house, as of revellers, and the sound of a flute–girl was heard. Agathon told the attendants to go and see who were the intruders. ‘If they are friends of ours,’ he said, ‘invite them in, but if not, say that the drinking is over.’ A little while afterwards they heard the voice of Alcibiades resounding in the court; he was in a great state of intoxication, and kept roaring and shouting ‘Where is Agathon? Lead me to Agathon,’ and at length, supported by the flute–girl and some of his attendants, he found his way to them. ‘Hail, friends,’ he said, appearing at the door crowned with a massive garland of ivy and violets, his head flowing with ribands. ‘Will you have a very drunken man as a companion of your revels? Or shall I crown Agathon, which was my intention in coming, and go away? For I was unable to come yesterday, and therefore I am here to–day, carrying on my head these ribands, that taking them from my own head, I may crown the head of this fairest and wisest of men, as I may be allowed to call him. Will you laugh at me because I am Jowett1892: 213drunk? Yet I know very well that I am speaking the truth, although you may laugh. But first tell me; if I come in shall we have the understanding of which I spoke 1 ? Will you drink with me or not?’

Alcibiades takes the vacant place between Agathon and Socrates. The company were vociferous in begging that he would take his place among them, and Agathon specially invited him. Thereupon he was led in by the people who were with him; and as he was being led, intending to crown Agathon, he took the ribands from his own head and held them in front of his eyes; he was thus prevented from seeing Socrates, who made way for him, and Alcibiades took the vacant place between Agathon and Socrates, and in taking the place he embraced Agathon and crowned him. Take off his sandals, said Agathon, and let him make a third on the same couch.

He insinuates that Agathon is the beloved of Socrates. By all means; but who makes the third partner in our revels? said Alcibiades, turning round and starting up as he caught sight of Socrates. By Heracles, he said, what is this? here is Socrates always lying in wait for me, and always, as his way is, coming out at all sorts of unsuspected places: and now, what have you to say for yourself, and why are you lying here, where I perceive that you have contrived to find a place, not by a joker or lover of jokes, like Aristophanes, but by the fairest of the company?

He begins to be violent, and Socrates claims the protection of Agathon. Socrates turned to Agathon and said: I must ask you to protect me, Agathon; for the passion of this man has grown quite a serious matter to me. Since I became his admirer I have never been allowed to speak to any other fair one, or so much as to look at them. If I do, he goes wild with envy and jealousy, and not only abuses me but can hardly keep his hands off me, and at this moment he may do me some harm. Please to see to this, and either reconcile me to him, or, if he attempts violence, protect me, as I am in bodily fear of his mad and passionate attempts.

He crowns Socrates as well as Agathon. There can never be reconciliation between you and me, said Alcibiades; but for the present I will defer your chastisement. And I must beg you, Agathon, to give me back some of the ribands that I may crown the marvellous head of this universal despot—I would not have him complain of me for crowning you, and neglecting him, who in conversation is the conqueror of all mankind; and this not only once, as you were the day before yesterday, but always. Whereupon, taking some of the ribands, he crowned Socrates, and again reclined.

A new spirit passes over the dream.Socrates’ powers of drinking. Then he said: You seem, my friends, to be sober, which is a thing not to be endured; you must drink—for that was the agreement under which I was admitted—and I elect myself master of the feast until you are well drunk. Let us have a large goblet, Agathon, or rather, he said, addressing the attendant, bring me that wine–cooler. The wine–cooler which had caught his eye was a vessel holding more than two quarts—this he filled and emptied, and bade the attendant Jowett1892: 214fill it again for Socrates. Observe, my friends, said Alcibiades, that this ingenious trick of mine will have no effect on Socrates, for he can drink any quantity of wine and not be at all nearer being drunk. Socrates drank the cup which the attendant filled for him.

Eryximachus said: What is this, Alcibiades? Are we to have neither conversation nor singing over our cups; but simply to drink as if we were thirsty?

Alcibiades replied: Hail, worthy son of a most wise and worthy sire!

The same to you, said Eryximachus; but what shall we do?

That I leave to you, said Alcibiades.

‘The wise physician skilled our wounds to heal 1 ’ shall prescribe and we will obey. What do you want?

Well, said Eryximachus, before you appeared we had passed a resolution that each one of us in turn should make a speech in praise of love, and as good a one as he could: the turn was passed round from left to right; and as all of us have spoken, and you have not spoken but have well drunken, you ought to speak, and then impose upon Socrates any task which you please, and he on his right hand neighbour, and so on.

That is good, Eryximachus, said Alcibiades; and yet the comparison of a drunken man’s speech with those of sober men is hardly fair; and I should like to know, sweet friend, whether you really believe what Socrates was just now saying; for I can assure you that the very reverse is the fact, and that if I praise any one but himself in his presence, whether God or man, he will hardly keep his hands off me.

For shame, said Socrates.

Hold your tongue, said Alcibiades, for by Poseidon, there is no one else whom I will praise when you are of the company.

Well then, said Eryximachus, if you like praise Socrates.

What do you think, Eryximachus? said Alcibiades: shall I attack him and inflict the punishment before you all?

What are you about? said Socrates; are you going to raise a laugh at my expense? Is that the meaning of your praise?

I am going to speak the truth, if you will permit me.

I not only permit, but exhort you to speak the truth.

Then I will begin at once, said Alcibiades, and if I say anything which is not true, you may interrupt me if you will, and say ‘that is a lie,’ though my intention is to speak the truth. But you must not wonder if I speak any how as things come into my mind; for the fluent and orderly enumeration of all your singularities is not a task which is easy to a man in my condition.

Socrates is like the busts of Silenus, which conceal within them images of gods; like Marsyas too, for his face is that of a Satyr, and his words, even when half–uttered or imperfectly repeated, exercise a greater charm over men than the melodies which Marsyas taught to Olympus.Greater than Pericles, and the true and only orator.He would have reformed Alcibiades himself if the love of popularity in him had not been too strong. And now, my boys, I shall praise Socrates in a figure Jowett1892: 215which will appear to him to be a caricature, and yet I speak, not to make fun of him, but only for the truth’s sake. I say, that he is exactly like the busts of Silenus, which are set up in the statuaries’ shops, holding pipes and flutes in their mouths; and they are made to open in the middle, and have images of gods inside them. I say also that he is like Marsyas the satyr. You yourself will not deny, Socrates, that your face is like that of a satyr. Aye, and there is a resemblance in other points too. For example, you are a bully, as I can prove by witnesses, if you will not confess. And are you not a flute–player? That you are, and a performer far more wonderful than Marsyas. He indeed with instruments used to charm the souls of men by the power of his breath, and the players of his music do so still: for the melodies of Olympus 1 are derived from Marsyas who taught them, and these, whether they are played by a great master or by a miserable flute–girl, have a power which no others have; they alone possess the soul and reveal the wants of those who have need of gods and mysteries, because they are divine. But you produce the same effect with your words only, and do not require the flute: that is the difference between you and him. When we hear any other speaker, even a very good one, he produces absolutely no effect upon us, or not much, whereas the mere fragments of you and your words, even at second–hand, and however imperfectly repeated, amaze and possess the souls of every man, woman, and child who comes within hearing of them. And if I were not afraid that you would think me hopelessly drunk, I would have sworn as well as spoken to the influence which they have always had and still have over me. For my heart leaps within me more than that of any Corybantian reveller, and my eyes rain tears when I hear them. And I observe that many others are affected in the same manner. I have heard Pericles and other great orators, and I thought that they spoke well, but I never had any similar feeling; my soul was not stirred by them, nor was I angry at the thought of my own slavish state. But this Marsyas has often brought me to such a Jowett1892: 216pass, that I have felt as if I could hardly endure the life which I am leading (this, Socrates, you will admit); and I am conscious that if I did not shut my ears against him, and fly as from the voice of the siren, my fate would be like that of others,—he would transfix me, and I should grow old sitting at his feet. For he makes me confess that I ought not to live as I do, neglecting the wants of my own soul, and busying myself with the concerns of the Athenians; therefore I hold my ears and tear myself away from him. And he is the only person who ever made me ashamed, which you might think not to be in my nature, and there is no one else who does the same. For I know that I cannot answer him or say that I ought not to do as he bids, but when I leave his presence the love of popularity gets the better of me. And therefore I run away and fly from him, and when I see him I am ashamed of what I have confessed to him. Many a time have I wished that he were dead, and yet I know that I should be much more sorry than glad, if he were to die: so that I am at my wit’s end.

His love of the fair.His outer form only is like the outward form of Silenus; within are images of fascinating beauty. And this is what I and many others have suffered from the flute–playing of this satyr. Yet hear me once more while I show you how exact the image is, and how marvellous his power. For let me tell you; none of you know him; but I will reveal him to you; having begun, I must go on. See you how fond he is of the fair? He is always with them and is always being smitten by them, and then again he knows nothing and is ignorant of all things—such is the appearance which he puts on. Is he not like a Silenus in this? To be sure he is: his outer mask is the carved head of the Silenus; but, O my companions in drink, when he is opened, what temperance there is residing within! Know you that beauty and wealth and honour, at which the many wonder, are of no account with him, and are utterly despised by him: he regards not at all the persons who are gifted with them; mankind are nothing to him; all his life is spent in mocking and flouting at them. But when I opened him, and looked within at his serious purpose, I saw in him divine and golden Jowett1892: 217images of such fascinating beauty that I was ready to do in a moment whatever Socrates commanded: they may have escaped the observation of others, but I saw them. Now I fancied that he was seriously enamoured of my beauty, and I thought that I should therefore have a grand opportunity of hearing him tell what he knew, for I had a wonderful opinion of the attractions of my youth. In the prosecution of this design, when I next went to him, I sent away the attendant who usually accompanied me (I will confess the whole truth, and beg you to listen; and if I speak falsely, do you, Socrates, expose the falsehood). Well, he and I were alone together, and I thought that when there was nobody with us, I should hear him speak the language which lovers use to their loves when they are by themselves, and I was delighted. Nothing of the sort; he conversed as usual, and spent the day with me and then went away. Afterwards I challenged him to the palaestra; and he wrestled and closed with me several times when there was no one present; I fancied that I might succeed in this manner. Not a bit; I made no way with him. Lastly, as I had failed hitherto, I thought that I must take stronger measures and attack him boldly, and, as I had begun, not give him up, but see how matters stood between him and me. So I invited him to sup with me, just as if he were a fair youth, and I a designing lover. He was not easily persuaded to come; he did, however, after a while accept the invitation, and when he came the first time, he wanted to go away at once as soon as supper was over, and I had not the face to detain him. The second time, still in pursuance of my design, after we had supped, I went on conversing far into the night, and when he wanted to go away, I pretended that the hour was late and that he had much better remain. So he lay down on the couch next to me, the same on which he had supped, and there was no one but ourselves sleeping in the apartment. All this may be told without shame to any one. But what follows I could hardly tell you if I were sober. Yet as the proverb says, ‘In vino veritas,’ whether with boys, or without them 1 ; and therefore I must speak. Nor, again, should I be justified in concealing the lofty actions of Socrates when I come to praise him. Moreover I have felt the serpent’s sting; and he who has suffered, as they say, is willing to tell his fellow–sufferers only, as they Jowett1892: 218alone will be likely to understand him, and will not be extreme in judging of the sayings or doings which have been wrung from his agony. For I have been bitten by a more than viper’s tooth; I have known in my soul, or in my heart, or in some other part, that worst of pangs, more violent in ingenuous youth than any serpent’s tooth, the pang of philosophy, which will make a man say or do anything. And you whom I see around me, Phaedrus and Agathon and Eryximachus and Pausanias and Aristodemus and Aristophanes, all of you, and I need not say Socrates himself, have had experience of the same madness and passion in your longing after wisdom. Therefore listen and excuse my doings then and my sayings now. But let the attendants and other profane and unmannered persons close up the doors of their ears.

The behaviour of Socrates, and his rejection of the advances of Alcibiades. When the lamp was put out and the servants had gone away, I thought that I must be plain with him and have no more ambiguity. So I gave him a shake, and I said: ‘Socrates, are you asleep?’ ‘No,’ he said. ‘Do you know what I am meditating?’ ‘What are you meditating?’ he said. ‘I think,’ I replied, ‘that of all the lovers whom I have ever had you are the only one who is worthy of me, and you appear to be too modest to speak. Now I feel that I should be a fool to refuse you this or any other favour, and therefore I come to lay at your feet all that I have and all that my friends have, in the hope that you will assist me in the way of virtue, which I desire above all things, and in which I believe that you can help me better than any one else. And I should certainly have more reason to be ashamed of what wise men would say if I were to refuse a favour to such as you, than of what the world, who are mostly fools, would say of me if I granted it.’ To these words he replied in the ironical manner which is so characteristic of him:—‘Alcibiades, my friend, you have indeed an elevated aim if what you say is true, and if there really is in me any power by which you may become better; truly you must see in me some rare beauty of a kind infinitely higher than any which I see in you. And therefore, if you mean to share with me and to exchange beauty for beauty, you will have greatly the advantage of me; you will gain true beauty in return for appearance—like Diomede, Jowett1892: 219gold in exchange for brass. But look again, sweet friend, and see whether you are not deceived in me. The mind begins to grow critical when the bodily eye fails, and it will be a long time before you get old.’ Hearing this, I said: ‘I have told you my purpose, which is quite serious, and do you consider what you think best for you and me.’ ‘That is good,’ he said; ‘at some other time then we will consider and act as seems best about this and about other matters.’ Whereupon, I fancied that he was smitten, and that the words which I had uttered like arrows had wounded him, and so without waiting to hear more I got up, and throwing my coat about him crept under his threadbare cloak, as the time of year was winter, and there I lay during the whole night having this wonderful monster in my arms. This again, Socrates, will not be denied by you. And yet, notwithstanding all, he was so superior to my solicitations, so contemptuous and derisive and disdainful of my beauty—which really, as I fancied, had some attractions—hear, O judges; for judges you shall be of the haughty virtue of Socrates—nothing more happened, but in the morning when I awoke (let all the gods and goddesses be my witnesses) I arose as from the couch of a father or an elder brother.

The wonderful endurance of Socrates when he and Alcibiades served together at Potidaea. What do you suppose must have been my feelings, after this rejection, at the thought of my own dishonour? And yet I could not help wondering at his natural temperance and self–restraint and manliness. I never imagined that I could have met with a man such as he is in wisdom and endurance. And therefore I could not be angry with him or renounce his company, any more than I could hope to win him. For I well knew that if Ajax could not be wounded by steel, much less he by money; and my only chance of captivating him by my personal attractions had failed. So I was at my wit’s end; no one was ever more hopelessly enslaved by another. All this happened before he and I went on the expedition to Potidaea; there we messed together, and I had the opportunity of observing his extraordinary power of sustaining fatigue. His endurance was simply marvellous when, being Jowett1892: 220cut off from our supplies, we were compelled to go without food—on such occasions, which often happen in time of war, he was superior not only to me but to everybody; there was no one to be compared to him. Yet at a festival he was the only person who had any real powers of enjoyment; though not willing to drink, he could if compelled beat us all at that,—wonderful to relate! no human being had ever seen Socrates drunk; and his powers, if I am not mistaken, will be tested before long. His fortitude in enduring cold was also surprising. There was a severe frost, for the winter in that region is really tremendous, and everybody else either remained indoors, or if they went out had on an amazing quantity of clothes, and were well shod, and had their feet swathed in felt and fleeces: in the midst of this, Socrates with his bare feet on the ice and in his ordinary dress marched better than the other soldiers who had shoes, and they looked daggers at him because he seemed to despise them.

I have told you one tale, and now I must tell you another, which is worth hearing,

‘Of the doings and sufferings of the enduring man’ The long fits of abstraction to which he was subject.How he saved the life of Alcibiades, and ought to have received the prize of valour which was conferred on Alcibiades on account of his rank.His coolness in battle; his absolute unlikeness to any other man.He is the Satyr without and the God within. while he was on the expedition. One morning he was thinking about something which he could not resolve; he would not give it up, but continued thinking from early dawn until noon—there he stood fixed in thought; and at noon attention was drawn to him, and the rumour ran through the wondering crowd that Socrates had been standing and thinking about something ever since the break of day. At last, in the evening after supper, some Ionians out of curiosity (I should explain that this was not in winter but in summer), brought out their mats and slept in the open air that they might watch him and see whether he would stand all night. There he stood until the following morning; and with the return of light he offered up a prayer to the sun, and went his way 1 . I will also tell, if you please—and indeed I am bound to tell—of his courage in battle; for who but he saved my life? Now this was the engagement in which I received the prize of valour: for I was wounded and he would not leave me, but he rescued me and my arms; and he ought to have received the prize of valour which the generals wanted to confer on me partly on account of my rank, and I told them so (this, again, Socrates will not impeach or deny), but he was more eager than the generals that I and not he should have the prize. There was another occasion on which his behaviour was very remarkable—in Jowett1892: 221the flight of the army after the battle of Delium, where he served among the heavy–armed,—I had a better opportunity of seeing him than at Potidaea, for I was myself on horseback, and therefore comparatively out of danger. He and Laches were retreating, for the troops were in flight, and I met them and told them not to be discouraged, and promised to remain with them; and there you might see him, Aristophanes, as you describe 1 , just as he is in the streets of Athens, stalking like a pelican, and rolling his eyes, calmly contemplating enemies as well as friends, and making very intelligible to anybody, even from a distance, that whoever attacked him would be likely to meet with a stout resistance; and in this way he and his companion escaped—for this is the sort of man who is never touched in war; those only are pursued who are running away headlong. I particularly observed how superior he was to Laches in presence of mind. Many are the marvels which I might narrate in praise of Socrates; most of his ways might perhaps be paralleled in another man, but his absolute unlikeness to any human being that is or ever has been is perfectly astonishing. You may imagine Brasidas and others to have been like Achilles; or you may imagine Nestor and Antenor to have been like Pericles; and the same may be said of other famous men, but of this strange being you will never be able to find any likeness, however remote, either among men who now are or who ever have been—other than that which I have already suggested of Silenus and the satyrs; and they represent in a figure not only himself, but his words. For, although I forgot to mention this to you before, his words are like the images of Silenus which open; they are ridiculous when you first hear them; he clothes himself in language that is like the skin of the wanton satyr—for his talk is of pack–asses and smiths and cobblers and curriers, and he is always repeating the same things in the same words 1 , so that any ignorant or inexperienced person might Jowett1892: 222feel disposed to laugh at him; but he who opens the bust and sees what is within will find that they are the only words which have a meaning in them, and also the most divine, abounding in fair images of virtue, and of the widest comprehension, or rather extending to the whole duty of a good and honourable man.

This, friends, is my praise of Socrates. I have added my blame of him for his ill–treatment of me; and he has illtreated not only me, but Charmides the son of Glaucon, and Euthydemus the son of Diocles, and many others in the same way—beginning as their lover he has ended by making them pay their addresses to him. Wherefore I say to you, Agathon, ‘Be not deceived by him; learn from me and take warning, and do not be a fool and learn by experience, as the proverb says.’

The purport of Alcibiades speech, according to Socrates, was only to get up a quarrel between him and Agathon. When Alcibiades had finished, there was a laugh at his outspokenness; for he seemed to be still in love with Socrates. You are sober, Alcibiades, said Socrates, or you would never have gone so far about to hide the purpose of your satyr’s praises, for all this long story is only an ingenious circumlocution, of which the point comes in by the way at the end; you want to get up a quarrel between me and Agathon, and your notion is that I ought to love you and nobody else, and that you and you only ought to love Agathon. But the plot of this Satyric or Silenic drama has been detected, and you must not allow him, Agathon, to set us at variance.

Agathon changes his place that he may be nearer Socrates and not so near Alcibiades. I believe you are right, said Agathon, and I am disposed to think that his intention in placing himself between you and me was only to divide us; but he shall gain nothing by that move; for I will go and lie on the couch next to you.

Yes, yes, replied Socrates, by all means come here and lie on the couch below me.

Alas, said Alcibiades, how I am fooled by this man; he is determined to get the better of me at every turn. I do beseech you, allow Agathon to lie between us.

Certainly not, said Socrates; as you praised me, and I in turn ought to praise my neighbour on the right, he will be out of order in praising me again when he ought rather to be praised by me, and I must entreat you to consent to this, and not be jealous, for I have a great desire to praise the youth.Jowett1892: 223 Hurrah! cried Agathon, I will rise instantly, that I may be praised by Socrates.

The usual way, said Alcibiades; where Socrates is, no one else has any chance with the fair; and now how readily has he invented a specious reason for attracting Agathon to himself.

Another band of revellers enters, and the company drink largely, the wiser part withdrawing.On the following morning Socrates is still awake, and is maintaining the thesis that the genius of comedy is the same as that of tragedy. Agathon arose in order that he might take his place on the couch by Socrates, when suddenly a band of revellers entered, and spoiled the order of the banquet. Some one who was going out having left the door open, they had found their way in, and made themselves at home; great confusion ensued, and every one was compelled to drink large quantities of wine. Aristodemus said that Eryximachus, Phaedrus, and others went away—he himself fell asleep, and as the nights were long took a good rest: he was awakened towards daybreak by a crowing of cocks, and when he awoke, the others were either asleep, or had gone away; there remained only Socrates, Aristophanes, and Agathon, who were drinking out of a large goblet which they passed round, and Socrates was discoursing to them. Aristodemus was only half awake, and he did not hear the beginning of the discourse; the chief thing which he remembered was Socrates compelling the other two to acknowledge that the genius of comedy was the same with that of tragedy, and that the true artist in tragedy was an artist in comedy also. To this they were constrained to assent, being drowsy, and not quite following the argument. And first of all Aristophanes dropped off, then, when the day was already dawning, Agathon. Socrates, having laid them to sleep, rose to depart; Aristodemus, as his manner was, following him. At the Lyceum he took a bath, and passed the day as usual. In the evening he retired to rest at his own home.

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