15 Pero supongamos que hubiera dos sabios y que uno de los dos estuviera dotado de cuantas cosas se dicen conformes con la naturaleza y el otro de las contrarias. ¿Diríamos que los dos gozan del mismo grado de felicidad?
Sí, si son sabios por igual. Y si uno de los dos es hermoso de cuerpo y es todas las demás cosas que no contribuyen a la sabiduría ni, en general, a la virtud, a la visión de lo perfecto y a ser perfecto, ¿de qué le sirven estas cosas? Ni él mismo, que las tiene, presumirá de ser más feliz que el que no las tiene. El aventajamiento en estas cosas no contribuirá ni para el oficio de flautista. Lo que sucede es que medimos la felicidad con nuestra propia fragilidad, teniendo por estremecedoras y terribles cosas que el hombre feliz no tendría por tales. Si no, no será todavía ni sabio ni feliz, si primero no trueca todas esas fantasmagorías y se transforma completamente en otro, por así decirlo, confiando en sí mismo, en que jamás ha de sufrir mal alguno. Así vivirá sin temor en todo. Si no, si se amilana en algo, no será perfecto en virtud; se quedará en una medianía. Y, aunque a veces, enfrascado en otras cosas, le acometa un temor indeliberado y anterior al dictamen de la razón, el sabio que hay en él acudirá a ahuyentar ese temor, y a esa especie de niño que hay en él conturbado por la aflicción lo aquietará con razones o con amenazas, pero con amenazas desapasionadas, como quien asusta a un niño con la severidad de una mirada. Y, sin embargo, a fuer de sabio, no dejará de ser amable y benigno (no lo será consigo mismo y en sus cosas), y así, permitiendo a sus amigos cuanto se permita a sí mismo, será, a la vez que inteligente, el mejor de los amigos.