Enéada II, 1, 8 — O corpo do céu não se consome e não tem necessidade de nutrição

8. Siendo así que esta luz permanece en el cielo, en el lugar que le ha sido asignado, como luz pura que asienta en el lugar más puro, ¿cómo en realidad podría descender de ahí? Es claro que por su naturaleza no podría fluir hacia abajo, ni existe nada en el cielo que pueda forzarla a precipitarse hacia la tierra. Y, por otra parte, todo cuerpo que reúne en sí un alma ya es un cuerpo distinto, que no guarda relación con ese mismo cuerpo privado de ella; eso acontece con el cuerpo del cielo, que no puede compararse con el que sería de encontrarse solo. Admitido que en la vecindad del cielo puede hablarse únicamente del aire o del fuego, ¿qué cometido asignaríamos al aire? Porque, en lo que al fuego se refiere, ningún poder cabría concederle, y ni siquiera le alcanzaría para esta acción. Antes incluso de haber producido nada, se vería alterado por la gran velocidad del cielo, pues es fuego menor y menos vigoroso que el fuego de la tierra. Además, lo que el fuego hace es calentar; pero conviene que lo que se caliente no lo haga por sí mismo, por lo cual si algo es destruido por el fuego, necesariamente habrá de ser calentado de antemano, debiendo llegar a tal estado en contra de su propia naturaleza.

El cielo no tiene necesidad de ningún otro cuerpo para mantenerse tal cual es, ni para cumplir el movimiento circular que es conforme a su naturaleza; pues no se ha llegado a demostrar que el movimiento natural del cielo se realice en línea recta. Digamos, por el contrario, que los cuerpos celestes, en razón a su misma naturaleza, o bien permanecen inmóviles o bien se desarrollan en un movimiento de tipo circular; cualesquiera otros movimientos, son en ellos movimientos forzados.

Convendrá decir que esos cuerpos no tienen necesidad alguna de alimento. No guardan analogía con los cuerpos terrestres, ni encierran un alma como la nuestra, ni ocupan el mismo lugar. No se da en el cielo una causa para ese movimiento siempre continuo que hace que los cuerpos compuestos de la tierra necesiten de alimento. Los cambios de estos cuerpos los producen ellos mismos y hemos de atribuirlos a una naturaleza diferente del alma del cielo, que, por su debilidad, no sabe mantenerlos en su ser. Y esa naturaleza lo que procura es imitar a otra que está sobre ella, cuando trata de producir o de engendrar. Pero con todo, y como ya se ha dicho, las cosas del cielo no han de ser consideradas del mismo modo que las cosas inteligibles.