2. Y en cuanto a las demás cosas, ¿cómo sé mueven? Cada una de ellas no es un todo, sino una parte y está contenida en una parte del lugar. Pero el cielo, en cambio, es un todo y algo así como su lugar, al que nada obstaculiza porque es precisamente el todo.
¿Y cómo se mueven los hombres? Digamos que, en razón a que proviene del todo, el hombre es una parte, y en cuanto que es él mismo, compone un todo particular.
Más, si el cielo cuenta con alma, ¿por qué ha de volver sobre sí? Porque el alma no se halla sólo en el mundo inteligible, y si dispone del poder de girar alrededor de un centro, es razonable que ocurra lo mismo con el cielo. Aunque no ha de entenderse el término centro de la misma manera para el cuerpo que para el alma; porque, con relación al alma, es como el lugar del que ella proviene, y, con respecto al cuerpo, tiene un sentido local. El término centro lo empleamos, pues, en sentido análogo, ya que tanto el alma como el cuerpo del mundo deben contar con un centro; este centro es, en el cuerpo, únicamente el centro de la esfera, y como el alma gira sobre sí misma; la esfera también habrá de hacerlo. Si el alma del universo da vueltas alrededor de Dios, es claro que lo llena de su afecto y se sitúa en torno de él, en la medida que le es posible; porque todo depende de él. Da vueltas en torno de él, precisamente porque no puede dirigirse a él. Pero, ¿cómo hacen lo mismo todas las demás almas? Cada una hace otro tanto atendiendo al lugar que ocupa. ¿Y cómo, a su vez, no mueven nuestros cuerpos lo mismo que el cielo? Sin duda, porque están dominados por lo rectilíneo y porque también nuestras propias inclinaciones nos llevan sin cesar hacia otras cosas; por añadidura, lo esférico que se encuentra en nosotros no posee suficiente ligereza, y es terrestre y carece de las sutilezas y movilidad que poseen las cosas del cielo. De modo, ¿cómo podría detenerse cuando el alma se ve afectada por un movimiento cualquiera? Con todo, tal vez se dé en nosotros un soplo que gire alrededor del alma. Y si es verdad que Dios se encuentra en todas las cosas; convendrá que el alma que ansía unirse a él gire igualmente a su alrededor; porque Dios no se halla en un lugar determinado. Platón no concede a los astros él movimiento de rotación característico del cielo, sino que otorga a cada uno de ellos el movimiento alrededor de su centro. Y así también cada ser, donde quiera que se encuentre, abraza a Dios con una alegría que a reflexiva, sino que constituye una necesidad natural.