1. Nos ha parecido que la naturaleza del Bien es simple y primitiva, porque todo lo que no es primitivo no es simple. Esta naturaleza nada contiene en sí misma y es algo uno que no se diferencia tampoco de lo que llamamos el Uno. Porque el Uno no es algo de lo que se diga a continuación que es uno, cosa que no se dice igualmente del Bien.
Cuando hablemos del Uno o del Bien, conviene que pensemos en una misma naturaleza; si realmente afirmamos es una, nada en verdad le atribuimos, como no sea mostrárnosla lo mejor posible a nosotros mismos. Es, así lo primero, porque nada hay más simple; y es también suficiente, porque no proviene de varias cosas; en otro caso, dependería de todas ellas. Es lo que no se da en otra cosa, porque lo que se da en otra cosa depende siempre de ella. Al no depender de otra cosa, ni darse tampoco en otra cosa o producirse como una combinación, nada habrá necesariamente sobre el Bien. No cabe, pues, andar en busca de otros principios, sino poner al Bien por delante; luego a continuación de el, a la Inteligencia y a la actividad primera inteligente, y después de la Inteligencia al alma. Esa es la ordenación según la naturaleza; ni más ni menos que es se da en la realidad inteligible. Porque si se diese menos tendríamos que afirmar como cosas idénticas al alma y a la Inteligencia, o a la Inteligencia y a lo que es primero. Ahora bien, ya se ha demostrado repetidamente que son cosas diferentes. Nos queda por examinar en la presente ocasión si se da algo más que estos tres términos. Pero, ¿que naturalezas podrían tener que no fuesen las ya indicadas? Porque si el principio de todas las cosas es lo que queda dicho no podría encontrarse nada más simple ni nada que se sitúe más alto. No deberá hablarse verdaderamente de un principio en potencia y de un principio en acto, porque sería risible introducir esta división de ser en potencia y de ser en acto, al objeto de hacerlas más numerosas, en realidades que existen y que carecen de materia. Ni siquiera se encuentra esta división en los seres posteriores al Uno; y no debe pensarse en modo alguno que sé da una inteligencia en reposo y una inteligencia en movimiento. ¿Cómo concebir el reposo de la inteligencia, su movimiento y su palabra, o la indolencia en un caso y la actividad en otro? Pues la Inteligencia es siempre lo que es y en su acto se manifiesta como estable; al alma corresponde moverse hacia ella y alrededor de ella, y a la razón, que proviene de la Inteligencia, hacer al alma realmente inteligente, y no a cualquier otra naturaleza situada entre la Inteligencia y el alma.
No hemos de admitir por esto que se den varias inteligencias, una de las cuales piense, y la otra que piense que piensa. Porque, aun admitiendo que pensar y pensar que se piensa son cosas diferentes, la impresión que tiene la inteligencia de sus propios actos es una sola. Ridículo parece admitir eso en una inteligencia verdadera, ya que es la misma, en absoluto, la inteligencia que piensa y la que piensa que piensa. Si así no fuese, contaríamos con una inteligencia que sólo piensa y con otra que piensa que la primera inteligencia piensa; pero una y otra serían diferentes. ¿Y si admitiésemos la distinción de razón? Entonces se abandonaría de antemano la multiplicidad de las hipóstasis. Por otra parte, conviene examinar, incluso desde el punto de vista de una distinción de razón, si cabe tomar en cuenta una inteligencia que sólo piense y que en sí misma no tiene conciencia de ello. Lo cual no podría producirse en nosotros mismos, que somos siempre conocedores de nuestros impulsos y de nuestros pensamientos, ya que, en cualquier otra circunstancia, se nos calificaría de insensatos. Cuando la verdadera inteligencia piensa en sus pensamientos se piensa verdaderamente a si misma y no piensa en algo inteligible que provenga de fuera; su objeto de pensamiento es ella misma y, necesariamente, al pensarse, habrá de poseerse y de verse a sí misma; al verse, además, se ve no como irreflexiva, sino como inteligente. De modo que en el primer acto de pensar se contiene ya el pensamiento de que piensa, lo cual es una sola cosa, que no cabria desdoblar, ni aun con distinción de razón. Y, por lo demás, si la inteligencia siempre está pensando lo que es, ¿qué lugar habrá para esa distinción de razón entre el acto de pensar y el acto de pensar que piensa? Podría introducirse así, añadida a la segunda inteligencia que piensa que la primera piensa, una tercera y nueva inteligencia que dijese pensar que la segunda piensa que la primera piensa, lo cual nos enredaría aún más en una cadena absurda. ¿Por qué, entonces, no proseguir de este modo hasta el infinito? Cuando hacemos que la razón provenga de la inteligencia, y luego que de ella se origine otra razón en el alma, para que la primera razón resulte algo intermedio entre el alma y la inteligencia, privamos al alma del pensamiento, si es que ella recibe la razón no de la inteligencia, sino de otra razón intermedia entre ella misma y la inteligencia. He aquí que tendrá una imagen de la razón, pero no la verdadera razón; no conocerá en modo alguno la inteligencia, ni siquiera pensará.