15. Sin embargo, convendría también que no olvidásemos el efecto que producen sus discursos sobre las almas de quienes les escuchan y sobre aquellos a quienes convencen para que desprecien el mundo y todo lo que el mundo contiene. Dos doctrinas hemos de distinguir sobre el fin de los bienes: una postula como fin el placer del cuerpo; otra demuestra preferencia por la belleza y la virtud. El deseo que nosotros tenemos de estas cosas se manifiesta como dependiente de Dios y nos lleva también hacia Él — ¿cómo?, esto es lo que conviene investigar — . Epicuro prescinde de la providencia y espera que nos sintamos a gusto en el placer, lo único que realmente nos queda. Pero la doctrina que comentamos nos anima a perseguir algo más y es una razón aún más temeraria: desdeña al maestro de la providencia e incluso a la misma providencia, difama todas las leyes que rigen nuestro mundo y toma a chacota la virtud manifiesta desde siempre, como la prudencia. Para que no se observe belleza alguna en nuestro mundo, se ven obligados a destruir la prudencia e igualmente la justicia innata en los corazones, que culmina en la razón y en el ejercicio; no perdonan, en absoluto, todo lo que podría hacer el hombre bueno. De modo que lo que les resta es la búsqueda del placer, el preocuparse de sí mismos, el evitar la vida de relación con los demás hombres y el mirar tan sólo en su provecho, si no cuentan con una naturaleza que se imponga a estas razones; porque lo que ellos persiguen no es ningún bien, sino algo muy diferente. Sin embargo, dado que poseen el conocimiento, era necesario que partiesen de aquí y que, persiguiéndolas, alcanzasen verdaderamente las realidades primeras, por proceder de una naturaleza divina. Lo propio de esa naturaleza es comprender lo que es bello, con desprecio de los placeres del cuerpo.
Para quienes no participan de la virtud, nada hay en modo alguno que les mueva hacia los seres inteligibles. Lo prueba en ellos el que no consideren razón alguna en lo que atañe a la virtud; al contrario, han terminado por dar de lado todo esto y no dicen ya ni lo que es ni cuántas virtudes hay, desconociendo a este respecto las muchas y hermosas cosas que han examinado los antiguos. Nada nos advierten sobre la adquisición y la posesión de la virtud, ni sobre el cuidado y la purificación del alma. No se nos alcanza la utilidad de afirmar “Mira hacia Dios”, si no se enseña cómo ha de mirársele. Porque, ¿qué impide, podría decir alguno, tender la mirada hacia Dios, sin abstenerse a la vez de ningún placer o sin ser dueño de la propia cólera? ¿Qué impide, en efecto, recordar el nombre de Dios, pero forzado por todas las pasiones y sin intentar nada para liberarse de ellas? Digamos que es la virtud que camina hacia un fin, la virtud radicada en el alma y acompañada de la prudencia, la que nos hace manifiesto a Dios; sin la virtud verdadera, Dios no es más que un nombre.