Enéada II, 9, 3 — A sucessão eterna das realidades

3. Está siempre, en efecto, iluminada, y disfruta sin interrupción de la luz, que proporciona a todo lo que le sigue; con esas cosas que ella retiene siempre y a las que reanima con su luz, haciéndolas gozar de la vida en la medida que les es posible. Como si se calentasen, también en cuanto les es posible, situadas alrededor de un fuego que está en medio; el fuego, sin embargo, se ve sujeto a limitación.

En tanto estas potencias ilimitadas no se ofrecen excluidas de los seres, ¿cómo pueden ellas existir, sin tener nada que ver las unas con las otras? Cada una dará necesariamente de lo suyo a otro ser, pues de otro modo ni el bien sería el bien, ni la inteligencia sería la inteligencia; tampoco el alma seria la misma si después de su primera vida no llegase a contar con una segunda que fuese tanto como la primera. Es necesario que todos los seres se sigan unos de otros, en una sucesión eterna; aquellos que son engendrados, ya está claro que proceden de otros. No se diga, ciertamente, que fueron engendrados, sino que lo fueron y lo serán por siempre. Al igual que sólo se verán destruidas las cosas que tienen partes en las cuales descomponerse; las que no las tienen, no conocerán la destrucción. Podría decirse que todo termina en la materia, pero, ¿por qué no decir también que la materia perece? Si se afirma esto, ¿por qué ha sido necesario que naciese? Argüiríase que es algo que se sigue de modo inmediato y necesario, y que ahora mismo resulta necesario. Si se la dejase sola, los seres divinos no se encontrarían ya en todas partes, sino que, cual seres divididos por un muro, aparecerían localizados en un cierto lugar; pero como esto no es posible, la materia deberá estar siempre iluminada.