Enéada III, 8, 5 — A parte superior da alma contempla

5. He aquí que la generación por parte de la naturaleza constituye realmente una contemplación. Y en cuanto al alma, que es anterior a la naturaleza, diremos lo siguiente: la contemplación que se da en ella, su amor a la ciencia, la investigación que realiza, su mismo dolor para procrear y, en suma, su propia plenitud, hacen que se convierta por entero en objeto de contemplación y que produzca asimismo otro objeto de contemplación. Igual ocurre con la ciencia que, llegada a su particular plenitud, produce un conocimiento más menguado en aquel escolar que recibe una imagen de ella. Los teoremas de esa ciencia aparecen en él más confusos e incapaces de mantenerse por sí mismos.

La parte primera del alma se encuentra en lo alto y siempre próxima a la cima. Permanece allí en un estado de plenitud y de iluminación eternas, participando la primera en lo inteligible. La otra parte, que participa de aquélla, avanza siempre como una vida que procede de otra vida, como una actividad que llega a todas partes y no se encuentra ausente de ninguna. En ese avance suyo, el alma deja su parte superior en el lugar que abandona su parte inferior; porque es claro que si hubiese de prescindir en absoluto de su parte superior no se encontraría ya en todas partes, sino solamente en aquel lugar donde concluye. Sin embargo, lo que ella ha avanzado no es ya igual a lo que permanece. Y si, pues, el alma debe llegar a todas partes y no ha de haber lugar alguno en el que no ejerza su actividad, aunque lo que preceda sea diferente de lo posterior; supuesto, además, que toda actividad proviene de la contemplación o de la acción y que aquí ésta no se da -porque no sería posible que precediese a la contemplación-, hemos de admitir necesariamente que ta contemplación de la parte que procede es más débil que la de la parte que permanece, siendo como es una contemplación. De modo que la acción parece ser realmente una contemplación de suma debilidad, porque conviene siempre que lo engendrado sea del mismo género que lo que engendra, y si es más débil habrá que atribuirlo a la pérdida propia del descenso.

Pero todo esto no produce ruido alguno, dado que el alma no tiene necesidad de objeto aparente y externo para su contemplación o su acción. Como alma que es contempla, bien que su parte contemplativa más externa no sea capaz de producir lo que viene después, de la misma manera que lo hace la parte superior. Mas, si es contemplación, ha de producir nna contemplación. Porque no hay límite que pueda oponerse tanto a la contemplación como a su objeto. Y esto, ¿ocurre también aquí? Sin duda, -puesto que se da en todas partes. ¿Dónde, en efecto, no se daría? En toda alma acontece lo mismo, porque sabemos que no está limitada en su magnitud. Pero, en verdad, no es así en todas las demás cosas ni, ciertamente, en todas las partes del alma. Dice (Platón) que “el auriga hace partícipe a los caballos de lo que él ha visto”1, y, desde luego, los caballos lo aceptan y sienten verdaderamente el deseo de lo que han visto, porque no lo han contemplado en su totalidad. Actúan entonces movidos por este deseo y su acción queda condicionada por el objeto al que tienden. Mas este objeto es un objeto de contemplación y la contemplación misma.


  1. Tratando de dar una idea del lugar supraceleste y de la vista de los dioses, dice Platón en el Fedro, 247 e., que el auriga del alma, luego de haber descendido al interior del ciclo, “coloca los caballos junto al pesebre, les sirve ambrosía y después los abreva con néctar”.