Enéada IV, 4, 18 — A união da alma e do corpo comparada ao ar aquecido (alma vegetativa) ou iluminado (alma descida)

18. Hemos de averiguar ahora si el cuerpo que vive gracias a la presencia del alma tiene realmente algo de particular, o lo que tiene es solamente la naturaleza, única cosa que mantendría relación con él. Digamos, por lo pronto, que si hay en un cuerpo un alma y una naturaleza, el cuerpo mismo no es ya como un cuerpo inanimado, ni se parece tampoco al aire resplandeciente, sino que es como el aire caldeado por el calor. El cuerpo del ser animado y el de la planta tienen en sí como una sombra del alma y, por sus mismas características, experimentan dolores y placeres, los cuales llegan hasta nosotros y son también conocidos por nosotros, sin que verdaderamente nos afecten.

Digo nosotros y entiendo por ello el resto del alma, al que el cuerpo no resulta extraño puesto que es parte de nosotros. Nos interesa precisamente por ser algo de nosotros mismos; porque, si este cuerpo no somos nosotros mismos, no por eso estamos liberados de él. El cuerpo está ligado a nosotros y depende de nosotros; nosotros somos en verdad la parte principal, pero el cuerpo es también algo que nos pertenece. De ahí que nos alcancen sus placeres y sus dolores y, cuanto más débiles seamos, tanto menos nos separaremos de él. Si postulamos que es la parte más noble de nosotros mismos, esto es, el hombre, nos hundiremos aún mucho más en él. No podemos decir, pues, que las emociones pertenezcan por completo al alma, pero tampoco al cuerpo o al compuesto de ambos. Si tomamos uno y otro separadamente, es claro que se bastan a sí mismos; así, el cuerpo a solas no experimenta emoción alguna, puesto que es algo inanimado. Y no es él quien se encuentra dividido, sino la unión que se da en él. El alma, por su parte, tampoco es susceptible de división y escapa, por consiguiente, a toda clase de emociones. Ahora bien, cuando ambos (cuerpo y alma) quieren ser una misma cosa, como algo que se recibe en préstamo, su unidad puede ser impedida, de donde resulta, verosímilmente, la vicisitud del dolor. Digo, sin embargo, que esto no ocurriría así, si las dos cosas fuesen dos cuerpos, porque ambos tendrían entonces la misma naturaleza. Pero, si se trata de dos naturalezas diferentes que quieren unirse la una a la otra, la naturaleza de orden inferior tendrá que recibir algo de la naturaleza de orden superior y, al no poder hacerlo, tomará de ésta tan sólo una huella, con lo cual ambas naturalezas seguirán siendo dos y la naturaleza inferior permanecerá intermedia entre lo que ya era y lo que no ha podido aprehender. Con ello se origina a sí misma una situación embarazosa, al compartir una alianza perecedera y nada sólida, siempre inclinada al extremo contrario. Esta naturaleza, oscilante de continuo de un lado a otro, unas veces se eleva y otras desciende, ofreciéndose entonces como presa del dolor; pero, si realmente se eleva, manifiesta vivamente su deseo de unirse a la naturaleza superior.