Enéada IV, 4, 40 — A Magia

40. Pero, ¿cómo explicar las artes del encantamiento? Sin duda, por la simpatía, ya que hay un acuerdo natural entre las cosas semejantes, así como hostilidad entre las cosas diferentes, colaborando verdaderamente muchas y variadas potencias a la unidad del ser universal. Por otra parte, se siguen y se producen muchos encantamientos sin intervención de las artes de la magia; la verdadera magia ha de atribuirse a la Amistad y a la Discordia que enseñorean el universo. El primer mago y encantador es bien conocido de los hombres, que se sirven de sus brebajes y de sus encantamientos en la acción de unos sobre otros. Y así, porque está en su naturaleza el que se amen, todo lo que tiende al amor es motivo de atracción para ellos, naciendo de ahí el arte de atraer el amor por medio de la magia. El mago, en realidad, no hace más que unir a los seres que ya están naturalmente unidos y que se profesan un amor recíproco; así, une un alma a otra alma, lo mismo que se unen dos plantas que no están próximas. Las figuras de que el mago se sirve tienen cierto poder, que él atrae y concentra en sí mismo sin ruido alguno, colocado como verdaderamente está dentro de la unidad universal. Porque si suponemos al mago fuera del mundo, no hay ya lugar para el encantamiento ni para que desciendan hacia él las artes y los lazos de la magia. Pero si ocurre lo contrario, es porque no lleva ese poder lejos de sí y porque conoce la manera de conducirlo sobre algo diferente, pero dentro del animal universal. Se vale para ello de conjuros mágicos, de ciertas palabras y actitudes, cuyo atractivo es análogo al de las palabras y actitudes de conmiseración, por las cuales se ve atraída el alma. No otro es el efecto de la música, que cautiva no solamente nuestra voluntad sino también nuestra razón, e incluso nuestra alma irracional. Y su magia, sin embargo, no produce nuestra admiración, siendo así que la música fascina y produce el amor, aunque no sea esto precisamente lo que se exija de los músicos.

Con todo, no hemos de creer que las súplicas sean acogidas voluntariamente por los dioses, ni tampoco que las conozcan los que son cautivados por los conjuros mágicos. Porque, cuando una serpiente fascina a un hombre, el hombre encantado no conoce ni siente esta influencia; mejor dicho, la conoce cuando ya la ha sufrido, pero sin que tenga parte alguna en ello el principio que le dirige. Así, cuando se exalta a algún ser, una influencia desciende de este ser sobre el suplicante o sobre otro; pero esto no quiere decir que el sol o cualquier otro astro den oídos a la súplica.