Enéada IV, 4, 8 — Os astros (2)

8. No hay necesidad, sin embargo, de conservar en la memoria todo lo que se ve, ni de confiar a la imaginación todas las circunstancias que rodean la visión. Si un objeto es más claro para la inteligencia que para los sentidos, no hay por qué, para el caso de que ese objeto se realice en el mundo sensible, prescindir de su conocimiento intelectual para fiarlo todo al conocimiento de los sentidos, salvo que se trate de gobernarlo o de dirigirlo. Porque, evidentemente, en el conocimiento del todo está comprendido ya el de los seres particulares.

Deseo hablar de cada uno de estos tres casos. En primer lugar, no es necesario retener en la memoria todo lo que se ve. Cuando no se aprecia diferencia alguna entre los objetos, o cuando las sensaciones se producen involuntariamente por objetos que no cuentan en absoluto para el alma, entonces es el sentido el único que experimente las diferencias, sin que el alma tenga que recibirlas para nada, puesto que ni le son necesarias, ni le prestan utilidad alguna. Así, el alma que dirige su atención a otros objetos no retiene en la memoria la impresión de las cosas pasadas, dado que ni siquiera las percibe cuando ellas existen.

En segundo lugar, no es necesario mantener en la imaginación todo lo que es accesorio en la percepción, y ni siquiera se necesita conservar una imagen de ello. Dichas impresiones no producen conciencia alguna. Lo cual se comprenderá fácilmente si se presta atención a lo que voy a decir. Si al cambiar de lugar, o mejor, al atravesar un lugar, cortamos una y otra región del aire, sin que nunca hubiésemos pensado hacerlo, no conservaremos de esto el menor recuerdo, ni nos habrá preocupado en absoluto durante la marcha. Porque, si en un viaje no hemos pensado para nada en la distancia a recorrer, y, aun en el caso de que se nos llevase por el aire, no nos ofrece preocupación el estadio en el que nos encontramos o cuánto camino hemos recorrido ; si, en fin, conviene que nos movamos, no durante un determinado tiempo, sino simplemente que nos movamos, o incluso que realicemos cualquier otra acción, pero sin referirla al tiempo, es indudable que no conservaremos en la memoria el recuerdo de los distintos tiempos. Es claro que si tenemos la idea conjunta de algo que hemos de hacer, y si creemos además que este acto se cumplirá absolutamente según esa idea, no prestaremos atención alguna al resto de los detalles. Ciertamente, cuando se hace siempre lo mismo, en vano conservaremos el recuerdo de lo que hacernos, que será igual en todo momento.

Si, pues, los astros se mueven para cumplir el fin que les es propio y no para atravesar los lugares que ellos atraviesan; si su acción, además, no consiste en observar los lugares por donde pasan, ni aun en pasar por ellos, el tránsito a que ahora nos referimos es completamente accidental, dirigiéndose, en cambio, el pensamiento de los astros hacia cosas más importantes para ellos; con lo que los espacios recorridos, que son siempre los mismos, y el tiempo empleado en éstos, no entra para nada en su cuenta, incluso si los espacios y los tiempos pueden ser divididos. Se sigue de aquí que no es necesario que tengan el recuerdo de esos espacios y de esos tiempos, ya que disponen siempre de la misma vida y efectúan su movimiento local alrededor de un mismo centro, no ya como si se tratase de un movimiento local sino más bien de un movimiento vital; esto es, cual el movimiento de un ser animado y único que sólo actúa con relación a sí mismo y permanece inmóvil con respecto a lo que le es externo, manteniéndose a la vez en movimiento por la vida eterna que se da en él. Ciertamente, si quisiésemos comparar el movimiento de los astros al que realiza un coro veríamos que, aunque el coro se detenga en un determinado momento, la danza sólo queda concluida si ha sido ya ejecutada desde el principio hasta el fin. Pero supongamos que el coro danza siempre; entonces su danza se concluye a cada instante, y no hay tiempo ni lugar en el que pueda decirse que está terminada. De modo que no tendrá ningún deseo, ni podrá a la vez medir su danza en el tiempo y en el espacio, o, lo que es lo mismo, perderá la memoria de todo esto.

Por lo demás, los astros viven una vida completamente feliz y contemplan esta misma vida por medio de sus almas. Y así, por la inclinación de estas almas a la unidad y por el resplandor de los astros que ilumina el cielo todo, aquellos son como cuerdas de una lira que vibran acompasadamente y que interpretan una melodía llena de armoniosa naturalidad. Si éste es el movimiento del cielo, y el de sus partes guarda íntima relación con él; si el cielo mismo se ve llevado con un movimiento total y cada una de sus partes adopta un determinado movimiento, aunque de igual signo, a causa de su privativa posición, aún nos afirmaremos más en nuestra idea de una vida única y semejante para todas las cosas.