1. No podrá decirse de las sensaciones que son huellas o improntas que se producen en el alma. Ni tampoco deberá afirmarse de los recuerdos que son de modo absoluto retenciones de conocimientos y de sensaciones, que se conservan en el alma por la persistencia de las improntas. Pues es evidente que las improntas no existen. Ambas tesis son una misma y sola cosa: tanto la que admite que las improntas se producen en el alma como la que habla de la persistencia de estas improntas. De tal modo que si se rechaza uno de los dos puntos, también se rechaza el otro. Por consiguiente, si nosotros repudiamos ambos, hemos de investigar necesariamente cómo se producen la sensación y el recuerdo, porque, a nuestro entender, no se produce en el alma impronta alguna del objeto sensible, que modele en ella su forma, ni se debe tampoco el recuerdo a la persistencia de esta impronta. Veamos lo que acontece en el caso de la sensación más clara, y encontraremos, tal vez, lo que buscamos transfiriendo nuestros resultados a las demás sensaciones.
Está absolutamente claro que cuando percibimos un objeto por la vista lanzamos hacia él nuestra mirada, sin que el objeto cambie para nada de lugar. El alma ve, sin duda alguna, lo que se encuentra fuera de ella, sin que deba ser modelada, a nuestro parecer, por el objeto mismo, al modo como lo haría un sello sobre la cera. Porque es evidente que el alma no tendría que mirar fuera de ella, si tuviese en sí misma la forma del objeto que ve. En este caso, miraría tan sólo a la impronta introducida en ella. Por otra parte, el alma asigna una distancia al objeto que ve y da razón de esta distancia; ¿cómo, pues, podría ver, separado y alejado de ella, algo que está precisamente en ella? Si puede hablarnos de la magnitud de un objeto y decirnos, incluso, cuán grande es el cielo, ¿cómo lo juzgaríamos posible si la impronta que existe en el alma no alcanza nunca a igualarse con el objeto? Una de las mayores objeciones sería todavía ésta: si nosotros aprehendemos únicamente las improntas de los objetos que vemos, nunca llegaremos a ver los objetos mismos, sino tan sólo las imágenes o las sombras de ellos. De tal modo que una cosa son los objetos y otra muy distinta lo que nosotros vemos.
Pero si, además, y como se dice, no es posible ver un objeto aplicado a la pupila, sino que, por el contrario, es necesario alejarlo para poder verlo, tanto más debemos aplicar esto al alma; porque si introducimos en ella la impronta del objeto visible, el alma misma no podrá ver nunca el objeto que en ella se imprime. Pues para ver han de darse necesariamente estas dos cosas: por una parte, alguien que ve, y por otra, algo que es visto. Si, por tanto, ambas cosas han de ser distintas, lo que es visto no podrá permanecer en el mismo lugar que lo que ve, ni, por supuesto, podrá darse dentro de él. Consiguientemente, la visión, si ha de ser considerada como tal, no tendrá como objeto algo que esté situado en el alma, sino algo que esté situado fuera de ella.