Enéada IV, 6, 3 — A Memória

3. Ahora nos toca hablar de la memoria. Y hemos de considerar como nada sorprendente, o mejor como verdaderamente sorprendente y, con todo, digno de crédito, que el alma cuente con una potencia tal que, aun sin recibir cosa alguna en sí misma, alcance a percibir los objetos que no posee. Porque el alma es, efectivamente, la razón de todas las cosas. Como tal razón es a la vez la última de las realidades inteligibles o de las cosas comprendidas en estas realidades, y la primera de las cosas existentes en el universo sensible. Tiene, pues, relación con los dos mundos. Y así, por un lado vive felizmente y resucita a la vida, y por otro es víctima de un engaño por la semejanza con el primer mundo, dejándose llevar hacia abajo por el hechizo de los encantos.

En medio de estos dos mundos, el alma percibe uno y otro. Se dice que piensa en los seres inteligibles cuando dirige hacia ellos su memoria. Si realmente conoce estos seres es porque también se cuenta entre ellos. Pero los conoce, no porque asienten en ella, sino porque ella los posee de algún modo y, en consecuencia, puede contemplarlos, al ser oscuramente lo que ellos mismos son. Luego, al despertarse y pasar de la potencia al acto, esos seres de que hablamos, de oscuros que eran se hacen infinitamente más claros. Por otra parte, está enlazada asimismo con los seres sensibles, a los que ilumina con un resplandor que proviene de ella. Y de tal modo ocurre esto que su propia actividad los coloca delante de sus ojos, mediante la disposición característica de su potencia que se prepara al trance de engendrar. Porque cuando el alma aplica su esfuerzo a cualquiera de los objetos representados en ella, permanece favorablemente dispuesta hacia ese objeto durante mucho tiempo, y tanto más cuanto mayor haya sido el esfuerzo. De ahí que se afirme que los niños tienen más memoria, porque sus recuerdos no se alejan de ellos, sino que permanecen delante de sus ojos, como si viesen tan sólo un pequeño número de objetos. Si su reflexión y su poder se extendiesen a más objetos, pasarían sobre ellos sin apenas detenerse. Verdaderamente, aun en el caso de que las improntas persistiesen, esto no haría disminuir en nada nuestra memoria. No habría necesidad de reflexión para conseguir recordar, ni podría ocurrir que comenzásemos por olvidar para obtener luego la reminiscencia, si las improntas no desaparecen nunca.

Es claro, además, que los ejercicios memorísticos tienen como resultado el fortalecimiento del alma, lo mismo que los ejercicios verificados con nuestras manos o con nuestros pies nos permiten hacer fácilmente algunas cosas que, en otro caso, no sería posible realizar, de no darse precisamente la debida disposición gracias a la continuidad en el esfuerzo. ¿Por qué, por ejemplo, no recordamos una cosa que hemos oído tan sólo una o dos veces, y la recordamos, en cambio, luego de haberla oído varias veces? ¿Y por qué recordamos mucho después una cosa que, al oírla, no la habíamos retenido? No será debido, sin duda, a que poseyésemos primeramente algunas partes de la impronta, porque en ese caso las recordaríamos. Y es bien cierto, por otra parte, que recordamos de súbito y en totalidad luego de la última audición o de cualquier otro ejercicio. Prueba evidente de que puede estimularse la facultad de la memoria en el alma, vigorizándola de una manera general o con vistas a un determinado recuerdo.

Pero no sólo favorecemos con el ejercicio el recuerdo de las cosas presentes en nuestra memoria, sino incluso el de muchas otras que persisten en nosotros gracias al hábito de los ejercicios de dicción, haciendo así más fáciles todos los restantes recuerdos. ¿Qué otra causa podríamos invocar para esto sino el redoblado vigor de la memoria? Porque la persistencia de las improntas sería señal de debilidad antes que afirmación de poder, ya que un cuerpo recibe mejor las improntas cuanto más fácilmente se abandona. Y siendo, además, la impronta algo pasivo, la recordaríamos tanto más cuanto más pasivos fuésemos. Pero, al parecer, es lo contrario lo que ocurre: el ejercicio no aumenta en ningún caso la pasividad, y en las mismas sensaciones no es el ojo poco hecho a la visión el que ve mejor, sino justamente el que ha desarrollado más actividad. Por eso, en los viejos corren parejas la debilidad de las sensaciones y la debilidad de la memoria. Pues la sensación, lo mismo que la memoria, ha de poseer un cierto vigor. De ahí que, si las sensaciones no son improntas, ¿cómo va a conservar la memoria algo que nunca permaneció en el alma, ni siquiera a título de principio? Si, por otra parte, la memoria es un poder y una disposición para algo, ¿por qué no recordamos las cosas al tiempo que las vemos, y sí, en cambio, más tarde, al reactivar las ideas en nuestro espíritu? Es, sin duda, porque hemos de asentar este poder y mantenerlo en buena disposición. Lo cual comprobamos también en los otros poderes, que no pueden realmente actuar si no se les dispone para ello; así, unas veces actúan al momento, y otras lo hacen luego de reunir sus propias fuerzas.

Las más de las veces la buena memoria y la vivacidad de espíritu no son una misma cosa, sino más bien dos facultades distintas. Ocurre otro tanto con un buen púgil que, con harta frecuencia, no es un fácil corredor; en cada cosa, una facultad constituirá carácter dominante.

Aun contando con los excesos del alma, nada podría impedir que ésta reconociese las improntas existentes en ella, ni, a despecho de su poca consistencia, que fuese incapaz de sufrir las impresiones e incluso de retenerlas. La carencia de extensión del alma nos prueba verdaderamente su poder. No resulta, pues, sorprendente que todo lo que se diga sobre el alma difiera en esencia de lo que han venido sosteniendo hombres que nada investigaron, hombres que se fiaron más bien de las primeras impresiones sensibles, las cuales nos engañan fácilmente por razón de su semejanza. Para ellos lo que se trasluce de las sensaciones y de los recuerdos no es otra cosa que letras escritas en planchas o en tablillas. Y ya consideren el alma como un cuerpo, ya la vean como algo incorpóreo, no alcanzan a comprender la imposibilidad de su hipótesis.