16. Se ha dicho ya en otra parte que conviene que haya después del Primero, porque el Uno es, absolutamente hablando, una potencia inmensa. Además, esto mismo nos lo confirman todas las cosas, porque no hay ninguna, ni siquiera entre las últimas, que no disponga del poder de engendrar. Añadamos ahora que los seres engendrados no pueden remontar hacia lo alto, sino que se dirigen siempre hacia abajo haciéndose cada vez más múltiples, lo que prueba que el principio de una cosa es mucho más simple ella. El ser que ha producido el mundo sensible no es mismo mundo sensible, sino una Inteligencia y un mundo inteligible. Y lo que se encuentra antes de él y lo ha engendrado no es ni una Inteligencia ni un mundo inteligible sino algo más simple que la Inteligencia y que el mundo inteligible. Porque lo que es múltiple no viene de lo que es múltiple, sino que lo múltiple viene de lo no múltiple. Y si esto mismo es todavía múltiple, entonces no constituye un principio, que habrá que buscarlo en algo anterior a él. Conviene, pues, retrotraerse hasta el Uno verdadero, que es ajeno a toda multiplicidad y disfruta de toda simplicidad, si es realmente simple. Pero, ¿cómo pudo salir de él un verbo que es múltiple y universal, cuando está claro que él no es un verbo? Y si no es un verbo, ¿cómo pudo provenir un verbo de algo que no lo es? ¿Cómo, por ejemplo, procede del Bien algo con apariencia de Bien? ¿Y qué es lo que tiene el Bien para que se diga que guarda apariencia con el Bien? Posee, sin duda, identidad consigo mismo. Pero, ¿qué relación tiene esto con el Bien? Porque nosotros buscamos la identidad cuando ya somos seres buenos. Y tratamos de alcanzar, antes de nada, algo de lo que no debamos separarnos, precisamente, porque es el Bien; si no lo fuese, mejor sería que lo abandonásemos. Pero, esa semejanza con el Bien, ¿consiste en vivir una vida inalterable, permaneciendo voluntariamente cerca de El? Si es esto lo que hace que la vida sea digna de estimación, resulta evidente que nada tiene ya que buscar, pues, según parece, permanece idéntica a sí misma porque le basta con las cosas presentes. Y, en efecto, la vida es estimable con las cosas presentes, y más todavía cuando estas mismas cosas no difieren de ella. Si una vida así es la vida que consideramos plena, la vida clara y perfecta, tiene que encerrar en sí toda alma y toda inteligencia, y nada de lo que hay en ella estará privado de la vida y de la inteligencia. Así, pues, se bastará a sí misma y ya no tratará de buscar nada; pero si no busca nada, es porque tiene en sí misma lo que ella debiera buscar, caso de que no lo poseyese. Tiene en sí misma el Bien o algo semejante al Bien, que es lo que nosotros llamamos la vida y la inteligencia, o alguna otra cosa deducida de éstas. Si se trata del Bien, nada más allá seria concebible; porque si ese más allá existe, es claro que la vida de la Inteligencia tenderá hacia El, se suspenderá de El, recibirá de El su existencia y, en fin, se dirigirá hacia El, porque El es su principio.
Conviene, por tanto, que el Bien sea superior a la vida a la Inteligencia, pues así la segunda hipóstasis tornará hacia El la vida que se da en ella, vida que, ciertamente, es una imagen del ser que hay en el Bien y que la hace vivir. Y volverá, también, hacía El la inteligencia que se da en ella, que es como una imagen de lo que hay en el Bien, sea cual sea su ser.