Enéada VI, 4, 16 — Explicação do vocabulário empregado por Platão no decreto de Adrasteu

16. Mas, si esa naturaleza de que hablamos no se vuelve mala y es tal como decimos su manera de penetrar y de permanecer en el cuerpo, ¿cómo entender el descenso y el ascenso periódico de las almas? ¿Cómo considerar las sanciones y las migraciones a los cuerpos de otros animales? Tales son las enseñanzas que hemos recibido de los filósofos antiguos, los mejores tratadistas del alma; conviene tratar de mostrar que nuestro parecer se halla de acuerdo o que, al menos, no está en desacuerdo con ellos.

Como quiera que la participación en la naturaleza del alma no consiste en que el alma descienda hacia el cuerpo y se abandone a sí misma, sino que es el cuerpo el que se eleva a ella por modo de participación, está claro que debe decirse, con aquellos filósofos, que es la naturaleza corporal la que viene hasta el alma; es ella precisamente la que participa de la vida y del alma, pero en general no llegando hasta ahí por un mero desplazamiento, sino haciéndose común, de algún modo, con el alma misma. De manera que podemos afirmar y con razón que el descenso del alma no es otra cosa que la permanencia del alma en el cuerpo, esto es, como si el alma procediese a dar algo de ella al cuerpo, sin convertirse por ello en el cuerpo. El hecho de que se pueda ir indica que el cuerpo no tiene nada de común con el alma. Hay un cierto orden que refleja esta comunidad en la relación de las partes con el todo. El alma está como en la última escala del mundo inteligible y da con frecuencia algo de ella misma a los cuerpos porque es vecina de ellos y se halla a una distancia menor por lo que toca a su potencia y a la ley misma de su naturaleza. Mas, esta comunidad íntima resulta ser un mal; de ahí que proceda la liberación. ¿Por qué? Pues porque, aunque el alma no sea algo del cuerpo, se dice que es el alma de un cuerpo, esto es, como una parte salida del todo. La acción de esta alma no se dirige hacia el todo, no obstante ser ella misma el todo. Ocurre como cuando se conoce la totalidad de una ciencia y no se toma en consideración más que un teorema de ella; el verdadero bien, en este caso, sería contar con toda la ciencia que se posee y no sólo con una parte de ella. Y lo mismo acontece con el alma: es alma que pertenece al universo inteligible pero que oculta en la totalidad su propia particularidad. Se lanza fuera del todo hacía el ser parcial y es en éste donde actúa ya de una manera particular. Otro tanto se dice del fuego que, con posibilidad de quemarlo todo, se ve forzado a quemar sólo una parte, aunque conservando su poder íntegro. Así también, el alma, separada totalmente del cuerpo, es y no es cada alma. Cuando la separación no afecta al lugar y se vuelve en acto una cosa particular, es entonces una parte del alma universal, pero no toda el alma, aunque conserve en sí, de algún modo, esa misma universalidad.

Toda alma es alma universal en cuanto que no preside un cuerpo; pero esto no priva para que sea alma particular en potencia. Marchar hacia el Hades quiere decir separarse del cuerpo, siempre que la región del Hades se considere como invisible. Pero si al hablar del Hades significamos una región inferior, ¿qué es lo que puede tener esto de extraordinario? Entonces, nuestra alma se encuentra en el mismo lugar donde se encuentra nuestro cuerpo. Mas, ¿y si no concedemos existencia al cuerpo? Y si no podemos separar el alma de su imagen, ¿cómo no asignarle un lugar allí donde está su imagen? Es claro que si la filosofía nos iluminase por completo, la imagen descendería sola hacia el lugar inferior y el alma misma continuaría pura en el mundo inteligible, sin que nada se separase de ella. Esto en cuanto a la imagen que así proviene del alma. Pero cuando el alma vuelve su luz sobre sí misma, habrá de inclinarse hacia otro lado y plegarse a la totalidad; ya no está particularmente en acto ni tampoco se destruye. Pero bastante se ha dicho de todo esto. Tomemos de nuevo la cuestión desde el principio.

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