Enéada VI, 7, 11 — Todos os seres possuem uma alma

11. Dícese también que el cielo no ha mostrado desdén hacia la naturaleza animal y que, incluso, se advierten ahí muchos animales. Ello es debido a que el universo contiene todas las cosas. Pero, ¿de dónde las tiene? ¿Se da en el mundo inteligible cuanto existe en este mundo? Desde luego, cuando menos todo lo que ha sido hecho conforme a una razón y a una forma. Sin embargo, este mundo contiene fuego, agua y plantas. ¿Concebimos acaso que pueda haber plantas en el mundo inteligible? ¿O que el fuego y la tierra tengan allí vitalidad? Porque, una de dos: o son algo vivo, o son algo muerto; y en este caso el ser inteligible no es vida todo él. ¿Cómo, pues, serán estos seres en el mundo inteligible?

Las plantas, naturalmente, pueden adecuarse a la razón, puesto que las plantas de este mundo no son otra cosa que una razón animada de vida. Si se da en el interior de la materia una razón de la planta, por la cual la planta existe, si esta razón es una especie de vida o de alma y, además, una unidad, tendremos que decir que, o bien esa planta es la planta primera, o bien no lo es, en cuyo caso se dará antes todavía una planta primera de la cual proviene la segunda. Porque, desde luego, esa planta primera es una, y de ella procede necesariamente toda la multiplicidad de plantas; pero, de ser esto verdad, con mucha más razón tendrá que ser una vida y una planta, vida y planta de la que procederán las plantas de segundo o de tercer orden, de acuerdo con la huella de aquélla. Pero, ¿y la tierra? ¿Cuál es el ser de la tierra? ¿Qué es la tierra del mundo inteligible, la tierra que posee la vida? O, ante todo, ¿qué es la tierra que nosotros habitamos? ¿Cuál es en realidad su esencia? Conviene que esta tierra de aquí abajo tenga también una forma y una razón. La razón de la planta era, según veíamos, una razón viviente. ¿Podrá decirse lo mismo respecto a la razón de la tierra? Si consideramos lo que en ella se engendra y se forma con un carácter más terrestre, encontraremos aquí, igualmente, una naturaleza. Pensemos en los minerales que acrecen y se forman en la tierra, pensemos también en esas montañas que surgen de su interior; no cabe duda que conviene admitir una razón animada y creadora, que informa interiormente, y a la que llamaremos la forma de la tierra. Esta razón es lo que se denomina en los árboles la naturaleza, correspondiéndose la madera del árbol con lo que nosotros llamamos tierra. Tenemos así que una piedra es como una rama de árbol que se hubiese desgajado; y si ello no ocurre, esto es, si la rama continúa perteneciendo al árbol, entonces no es otra cosa que la rama no cortada de una planta viva.

Averiguado, pues, que la naturaleza creadora subyacente en la tierra es una vida en una razón, nos veremos llevados a creer todavía con más facilidad que la tierra del mundo inteligible posee la vida, que hay una vida razonable de la tierra, tierra por sí misma y tierra primera de la que proviene la tierra de aquí abajo. Sí consideramos a la vez que el fuego es una razón en la materia, lo mismo que todas las demás cosas, y que no surge de una manera espontánea, ¿de dónde podría venir? No desde luego del frote, como podría creerse1; porque ha de darse el fuego en el universo para que sea posible el frote y, además, los mismos cuerpos frotados tendrán que contenerlo; la materia no tiene una tal potencia, de modo que lo recibe de sí misma. Si hemos de acudir a una razón que lo produzca y lo informe, ¿cuál habría de ser, de no contar con un alma productora del fuego, esto es, con una vida y una razón, cosas ambas que equivalen a una sola? Dice Platón por ello2 que en cada uno de los elementos hay un alma y no por otra cosa que para la producción del fuego sensible. Incluso lo que aquí produce el fuego es una cierta vida ardiente, un fuego plenamente verdadero. De ahí que el fuego inteligible sea todavía más fuego y posea también una vida mayor; porque es claro que el fuego en sí es un ser con vida.

La misma razón tendríamos que aplicar a los demás elementos, al agua y al aire. ¿Por qué no habrían de contar con un alma, al igual que la tierra? Pues resulta evidente que se dan en el animal universal y que son partes de él; y, no obstante, a la manera que ocurre con la tierra, la vida no parece manifestarse en ellos; porque con respecto a la tierra es claro que la vida se deduce de los seres que nacen en ella. Pero se dan animales en el fuego y, de un modo todavía más claro, en el agua, lo mismo que hay naturalezas anímales aéreas. El fuego, con su surgimiento y extinción rápidos se escapa al alma de la totalidad; no forma una masa permanente y que pueda hacer manifiesta al alma. Otro tanto se diría del aire y del agua, ya que si estos elementos tuviesen una naturaleza firme mostrarían el alma que encierran. Mas, como quiera que son algo fluido, no dan a demostrar el alma que poseen. Parece que acontece con ellos lo que con algunos líquidos que hay en nosotros, la sangre por ejemplo: la carne, y lo que la carne ofrece como proveniente de la sangre, semeja algo animado; y en cambio, la sangre, que no ofrece campo a la sensación, no parece poseer alma. Y, sin embargo, debe poseerla por necesidad, puesto que nada en ella acusa violencia, sino más bien disposición para alejar de sí cualquier movimiento violento. Esto hemos de pensar asimismo con relación a los tres elementos antedichos, ya que los animales hechos de aire condensado no están preparados para recibir sensaciones. Y así como el aire, al pasar por delante de una luz firme y permanente, está sujeto a su influencia en tanto dura su paso, así también, en su movimiento circular está unas veces presente al alma y otras deja de estarlo. Otro tanto diríamos de los demás elementos.


  1. Referencia de Plotino al pensamiento de Demócrito y de los estoicos. 

  2. Epinomis, 984 c-d. 

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