Enéada VI, 7, 31 — A subida da alma para o Bem

31. Dado que todas las cosas son embellecidas y tienen su luz de aquello que está antes que ellas, la Inteligencia le deberá también ese acto resplandeciente con el cual ilumina la naturaleza. La misma potencia vital del alma habrá de descansar en una vida más grande que se ha acercado a ella. Y será elevada hacía lo alto y permanecerá allí, gozosa de haber llegado a su principio. Porque el alma que puede hacerlo, se vuelve hacia el Bien con afán de conocerlo y de verlo; se regocija entonces con esta contemplación y, en tanto le es posible la visión, queda plena de estupor. La visión es para ella como un choque, con el que el alma adquiere conciencia de poseer algo de su principio; y ocurre aquí como con los que son movidos por la imagen del ser amado, que quieren ver en él nada menos que al amado mismo. Lo mismo, pues, que vemos a los que se aman adornarse con las actitudes del amado y disponer sus almas y sus cuerpos de manera semejante a él para no quedar así atrás en lo que de ellos dependa, por ejemplo en prudencia y en todas sus demás virtudes (despreciados serían por el amado y no podrían unirse a él más que poseyendo sus virtudes), de igual manera el alma ama el Bien, porque ya desde el principio ha sido movida por El a este amor. Quien tiene a su alcance este amor, no espera ya el aviso de las bellezas de este mundo; desde el momento que lo posee y al igual que si no lo poseyese, anda siempre a la búsqueda del Bien y, queriendo ascender hasta El, muestra desdén hacia todo lo bello de este mundo. Y viendo las bellezas de este universo sensible siente verdadero recelo de ellas porque las advierte encarnadas en cuerpos, infectadas por la morada que les toca en suerte y divididas según la magnitud. No son éstas las bellezas que podemos esperar del mundo inteligible (pues tales bellezas no se atreverían a embarcarse en el cieno de los cuerpos para ensuciarse en él y salir después en tal estado); por ello, cuando vemos que discurren a nuestro lado, conocemos con toda certeza que reciben de alguna otra parte ese resplandor que circula por ellas.

El alma, pues, se ve llevada hacia el mundo inteligible en el que se manifiesta hábil para descubrir a su amado. Y no se detiene antes de esta elección, siempre, claro está, que no se le arrebate su amor. Allí ve claramente todo lo que hay de bello e incluso las realidades verdaderas, y cobra fuerzas porque se llena de la vida del ser. Ella misma se convierte en un ser real, adquiere la inteligencia del ser real puesto que al fin se encuentra cerca de él, y toma conciencia de lo que buscaba desde hacía tanto tiempo.

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