Enéada VI, 7, 32 — A alma se dirige para o que é desprovido de forma

32. ¿Dónde se encuentra el ser que produjo esta belleza y esta vida? ¿Dónde se halla el Ser que produjo el ser? ¿No veis acaso la belleza que se extiende por toda la variedad de las ideas? Ahí está en efecto la belleza. Mas, conviene que cuando nos encontremos en lo bello veamos de dónde vienen estas ideas y de dónde les viene también su belleza. Porque es claro que no ha de provenir de ninguna de ellas; si así fuese, ese principio sería una parte de lo inteligible. Y, ciertamente, ello no ocurre de este modo, dado que no es ni una determinada forma, ni una determinada potencia, ni como todas las demás formas engendradas y que habitan en el mundo inteligible. Convendrá, pues, que se halle por encima de todas las potencias y de todas las formas. Porque el principio es algo informado, no, desde luego, lo que carece de forma, sino aquello de lo que viene toda forma inteligible. En cuanto a lo que es engendrado, ya por el hecho de serlo se convierte realmente en algo y adquiere una forma propia; pero, ¿quién podría hacer lo que nadie ha hecho?

Admitamos que no es ninguno de los seres, sino todos los seres. No es ninguno, porque los seres son posteriores a él, y es todos los seres porque todos al fin provienen de él. Si puede hacer todas las cosas, ¿qué grandeza le asignaremos? Es infinito, pero, por serlo, no es medible en magnitud. La magnitud se atribuye a las cosas que le siguen, con lo cual si realmente él la produce es indudable que no deberá poseerla. Decimos de la esencia que no es grande al modo como lo es la cantidad, y aún después de ella hay que colocar lo que posee magnitud. La grandeza del principio hemos de entenderla en el sentido de que nada hay más poderoso que él y que pueda igualársele. Porque, ¿en qué podrían igualársele unos seres que no encierran identidad con él? Lo que existe eternamente y se extiende a todo no puede darse una medida, sin que esto quiera decir que carece de medida. Pero, ¿cómo podrían medirle otras cosas? “No tiene, pues, figura alguna.”1 Porque, ciertamente, del ser deseado no podemos aprehender ni la figura ni la forma y, con todo, es el ser más deseado y más amado. El amor hacia él es un amor sin medida, un amor que no tiene limitación, por la falta de límites del ser amado. Su belleza es una belleza de otra clase, una belleza que se encuentra por encima de la belleza.

¿Qué belleza le atribuiremos entonces, puesto que no es un ser? Siendo amable como es, tendrá que engendrar la belleza. Y así, en efecto, como poder productor de toda belleza, es a la vez cual su fuerza generadora. Engendra la belleza y la eleva a su más alto grado por el exceso mismo de belleza que hay en él. De modo que es razonable considerarlo como principio y fin de la belleza. Como tal principio de belleza, hace bellas a las cosas de las que es principio, aunque la belleza que él engendra no consista en una forma. Es más; esta belleza engendrada no tiene forma, a pesar de que nosotros la veamos bajo otro aspecto. Pues lo que llamamos forma ha de darse necesariamente en otro ser; tomada en sí misma, se presenta como amorfa. Es informado, pues, todo aquello que participa de la belleza, pero no lo es en cambio la belleza misma.


  1. Referencia al Parménides, 137 a. 

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