Enéada VI, 7, 33 — O desprovido de forma como fonte da beleza

33. De ahí que cuando hablamos de la belleza debamos huir sobre todo de pensar en una forma y de colocarla ante nuestros ojos. En este caso, vendríamos a caer de la belleza misma en esas cosas que llamamos bellas por una oscura participación en la belleza. La esencia informada es ya bella, si es verdaderamente una esencia. Su belleza será tanto mayor cuanto más despojada esté de toda forma, así por ejemplo, de la forma del lenguaje con la que separamos unas cosas de otras y hacemos diferentes la justicia y la prudencia, aunque ambas sean algo bello. En cuanto la Inteligencia piensa en un ser particular queda de hecho disminuida, incluso aunque aprehenda a la vez todo lo que se da en el mundo inteligible; si aprehende a cada ser en particular, entonces lo que hace es poseer una sola forma inteligible, mientras que si aprehende a todos los seres a un tiempo adquiere una variedad de formas, lo que no impide, desde luego, que siga estando incompleta. Porque la Inteligencia debe contemplar, por encima de la variedad, la belleza total, verdaderamente variada y sin variedad, belleza a la que el alma aspira sin que pueda decir por qué motivo la desea. La razón nos advierte, con todo, que ésta es la realidad verdadera, si la naturaleza de lo que es perfecto y deseable consiste en una realidad totalmente informada.

Por ello todo ser tendente a una forma y que se hace manifiesto al alma, dará motivo para que ésta busque, por encima de él, la realidad que produce esa forma. Nos dice aquí el razonamiento que tanto el ser que posee la forma como la forma misma son susceptibles de medida; no constituyen, pues, una realidad autárquica ni una belleza por sí misma, sino que resultan de una mezcla. Y no cabe duda que ambos son bellos, aunque la realidad verdadera, que todavía supera a lo bello, no ofrezca campo a la medición. Siendo así, esta realidad no debe tener forma ni ser una forma. Lo primero carece, pues, de forma; la belleza es ahí nada menos que la naturaleza del bien inteligible.

Tendríamos una prueba de esto en la propia experiencia de los amantes; éstos, en tanto se atienen al elemento sensible realmente no aman; pero, cuando de resultas de ello se forjan en su alma indivisible una imagen no sensible, entonces nace su amor. Y buscan naturalmente el encuentro visible con el amado, mas con un claro objetivo, el de que esa imagen cobre nueva vida y no se marchite. Si tuviesen conciencia de que conviene alcanzar todavía una realidad más desnuda de forma, no existe duda que intentarían llegar a ella. Porque ya desde un principio experimentaban en sí mismos que el amor de esta luz borrosa les inclinaba a otra luz mayor.

La forma es, por tanto, una huella de algo sin forma. Esta realidad sin forma engendra la forma, sin que sea posible lo contrario. La engendra nada más presentarse la materia. La materia, sin embargo, se halla necesariamente en el punto más alejado, ya que no posee en sí forma alguna y ni siquiera las formas últimas. Por consiguiente, si lo amado no es la materia, sino más bien el ser informado por la forma; si la forma que se da en la materia proviene del alma; si el alma es sobre todo forma y objeto amado; si la Inteligencia es forma y, aun en mayor medida, objeto deseado, convendrá aceptar sin lugar a dudas que la naturaleza primera de lo Bello es una naturaleza sin forma.

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