El alma es susceptible de enfermedad, y puede librarse o purificarse de ella mediante una katharsis especial. ¿Cuál es la índole propia de esta katharsis? Más de una vez da Platón su respuesta. Pero antes de estudiar el tratamiento platónico de las «enfermedades del alma» conviene indagar brevemente la consistencia, la estructura y la etiología de tales dolencias.
Como en el caso de la epode, una cuestión previa surge ante nosotros. La expresa consideración de la impureza moral como «enfermedad del alma», ¿ es sólo un recurso metafórico de Platón, o es algo más vinculante y profundo ? De modo silencioso o explícito, la literatura reciente parece optar por el primer término del dilema1 ; yo me inclino resueltamente hacia el segundo. Es cierto que cuando quiere describir la consistencia y la estructura de la nasos psyches, Platón parece limitarse a trasponer al orden anímico y moral las expresiones y los conceptos que los asclepíadas hipocráticos habían elaborado, desde Alcmeón, para entender científicamente la enfermedad del cuerpo2. La mancha o impureza física y moral que era la enfermedad somática en el período arcaico de la cultura griega se convierte a lo largo del siglo V, merced al esñierzo racionalizador de los médicos «fisiólogos», Hipócrates entre ellos, en dysmetría de la physis individual, en desorden o desequilibrio de los elementos materiales que componen esa physis (dyskrasia, dysrroia). Pues bien, eso es lo que Platón hace con la impureza moral o «enfermedad del alma». Esta deja de ser mancha o suciedad susceptible de «lavado» mediante los recursos materiales de una katharsis religiosa y jurídica3, y se trueca en ametría del alma, en desequilibrio o desorden de las creencias, los saberes, los sentimientos y los apetitos que dan a la psyche su contenido y su estructura. En cuanto «estados psicológicos» de un hombre concreto, la injusticia y la perversidad no son sino alteraciones morbosas del buen orden interno del alma, «discordias» (stasis) de los elementos que la componen (Sofista, 228 a-d ; Rep., TV, 444 d ; Tim., 87 d). Un hombre injusto no sería en el fondo otra cosa que un hombre anímicamente desacordado4.
¿ Cuáles son las causas determinantes del desorden en que la «enfermedad del alma» consiste ? Ya conocemos la expeditiva y sencilla respuesta del Fedón: la impureza moral del alma — o, con otra palabra, su ametría — procede siempre de una contaminación por el cuerpo. El cuerpo, he ahí el enemigo de quien aspire a la perfección ; tanto más «puro» será un acto humano cuanto menos corporal haya conseguido ser, cuanto más participe de la pureza exenta y cimera del nous. Pero la mente de Platón no podía quedar encerrada dentro de los límites de tan rígido y estrecho antisomatismo. Apenas compuesto el Fedón comienza a ser matizada o revisada su doctrina. La gimnástica y la música sirven para ordenar y hacer «puras» las sensaciones del hombre (Rep., III, 411 e-412 a); poco más tarde aparece, sugestiva, la doctrina del «placer puro», cuyo primer ejemplo constituyen los deleites del olfato (Rep., IX, 584 b-c). El Filebo dará consistencia y perfil intelectual a esa doctrina, y mencionará toda una serie de placeres «sin mezcla» : «los que nacen de los colores que llamamos bellos, de las formas y de la mayor parte de los perfumes y sonidos ; todos los goces, en suma, cuya ausencia no es penosa ni sensible, al paso que su presencia nos procura plenitudes sentidas, placenteras, exentas o puras de dolor» (51 b). Sigue habiendo para Platón, claro está, placeres «impuros», perturbadores, necesitados de katharsis, como ese «placer de rascarse» que él, por vía de ejemplo, tan graciosa y expresivamente cita (Fil., 51 c) ; pero su explícita y resuelta afirmación de la existencia de goces corporales no menesterosos de katharsis — plenamente aceptables, según esto, por quienes en esta vida aspiren a la perfección — demuestra con evidencia una nueva actitud intelectual y afectiva frente a la realidad del cuerpo. El cuerpo en cuanto tal no impurifica el alma ; y hasta de los placeres impuros o «mezclados» — ni siquiera el de la ciencia deja de serlo, porque el «hambre de saber» pone en él una veta de ansiedad y dolor (52 a) — es posible extraer algo que no sea impureza o causa de desorden anímico e injusticia.
¿Qué es, entonces, lo que pone al alma en estado de ametría? ¿Cuál es la causa real de la nasos psyches? Si la injusticia es «enfermedad del alma», ¿cuál es la verdadera etiología de esta dolencia ? No el cuerpo, sino el acto y el deseo desordenados : la impiedad en sus diversas formas, el crimen, la vida licenciosa, la voluntad de perjudicar, la ignorancia voluntaria. Todo el hondo y rico sustrato religioso y ético de las Leyes es una glosa de esta serena y definitiva actitud espiritual de Platón. Sin hacerse menos exigente y severo, el filósofo ha llegado a ser más complejo y sutil. Lo que llaman «resignación» ¿no es, a veces, una maduración en complejidad y sutileza ; o, con palabra de Aristóteles (Problem., 954 a-b), en melancolía ?
Esta nueva y matizada concepción etiológica de la «enfermedad del alma» nos permite entender con mayor suficiencia el sentido en que ese nombre fué para Platón algo más que una metáfora llamativa y cómoda. En efecto: entre las enfermedades del cuerpo y las del alma no hay sólo paralelismo metafórico o analogía extrínseca; hay también transición continua y estrecha relación genética, tanto en el caso de las enfermedades que hoy solemos llamar «mentales» como en los desórdenes de índole moral, injusticia o perversidad. Aquéllas son temáticamente estudiadas en Tim., 86 b-87 b. Platón las reduce a dos especies, la inania o locura exaltada y la amathía o ignorancia morbosa5. Una y otra son etiológicamente referidas a determinada alteración del cuerpo : «el semen cunde y se derrama a oleadas en la médula». Mas también las «enfermedades» morales del alma pueden ser causadas por enfermedades somáticas o ser causa de ellas si el cuerpo estaba previamente sano. «Cuantas veces nuestro cuerpo sea relajado o tendido desmedidamente por las enfermedades y otros males, es consecuencia necesaria que el alma sea al punto destruida» (Fedón, 86 c); la acción irritativa de cierta sustancia que baña y humedece el cuerpo a través de las porosidades de los huesos determina en el alma un desorden moral (Tim., 86 d); y, actuando en sentido opuesto, los deseos inmoderados, las penas y los terrores pueden hacer que el hombre caiga enfermo (Fedón, 83 b-c). La desmesura de alguna de las partes del alma o, en el caso de la injusticia, el sentimiento de culpabilidad, la desazón subjetiva que la propia ametría anímica suscita en el injusto, son capaces de producir desórdenes somáticos — si se quiere, psicosomáticos — de carácter estrictamente morboso. Dicho de otro modo: sin sóphrosyne no es posible la plena salud corporal.
Por completo explícita es la opinión de H. Flashar. Para él, Platón no pasaría de usar metafóricamente el lenguaje médico (op. cit., págs. 23 y 25). ↩
Véase, para lo que atañe a este problema, mi Introducción histórica al estudio de la patología psiconomática. ↩
Esto no excluye que Platón, gran conservador bajo su genial empeño de esclarecimiento filosófico, siga admitiendo en su ciudad ideal algunos de los viejos ritos catárticos. Cf. los libros de Dodds y Moulinier antes mencionados. ↩
Lo cual no quiere decir que el alma sea «una cierta armonía», como los pitagóricos habían afirmado. Cautamente lo advierte Platón en Fedón, 86 c. ↩
La discusión de H. Flashar (op. cit., págs. 23-24) con A. E. Taylor (A Comentary on Plato’s «Timaeus», Oxford, 1928) y con F. M. Cornford (Plato’s Theory of Knowledge, London, 1935) apropósito de esta página del Timeo, podría resolverse, a mi juicio, teniendo en cuenta que en ese diálogo habla Platón de las «enfermedades del alma» médicas en sentido estricto o psiquiátricas, al paso que la nosos psyches del Sofista se refiere más bien a desórdenes morales, perversidad (poneria) o ignorancia culposa (agnoia). La amathía del Timeo correspondería, aproximadamente, a lo que hoy solemos llamar «retraso mental». ↩