Examinemos ahora en su conjunto el pensamiento de Platón acerca del ensalmo. El hecho de llamar epode a la expresión verbal persuasiva, ¿ es, acaso, no más que simple metáfora ? La epode-ensalmo mágico y la epode-palabra suasoria, ¿ son términos totalmente equívocos entre sí, con homonimia semejante a la que existe entre gato-animal felino y gato-aparato mecánico para levantar pesos ? El empleo del «mismo nombre para designar realidades tan distintas, ¿ es tan sólo una ingeniosa arbitrariedad del gran escritor Platón ?
No lo creo. La metáfora de Platón es también, en cierta medida, verdadera analogía. La asimilación nominal de esas dos realidades tiene un firme fundamento in re, susceptible de ser reducido a las dos siguientes notas : una y otra epode son expresiones verbales ; una y otra pretenden producir y producen de hecho una modificación real y efectiva en el alma de aquel sobre que actúan. En la epode-ensalmo mágico hay una parte considerable de superstición y superchería, contra la cual se rebela lúcida y expresamente el filósofo y legislador Platón (Leyes, X, 909 b ; XI, 933 d ; Rep., II, 364 b) ; pero ello no es óbice para que su audición, cuando es creyentemente recibida, opere de modo real sobre el estado anímico — mejor aún, psicosomático — del oyente. Es lo que hoy solemos llamar «sugestión» o «acción sugestiva». La epode-«bello discurso» o epode–mito, en cambio, no sólo actúa sugestivamente cuando el oyente creía ya en ella, sino que por la virtud natural de su forma y de su contenido (entonación musical, índole y significación de su texto) es capaz de suscitar persuasivamente una creencia nueva en el alma de quien la escucha o de hacer más intensas las creencias que en la intimidad de éste ya existieran. Tales son el genus proximum y la differentia specifica de una y otra epode y, por lo tanto, la verdadera razón de la analogía entre ellas.
En uno y otro caso — pero de manera eminente en el segundo, el de la epode-«bello discurso» o epode–mito — , la modificación real del alma del oyente consiste en la producción de sophrosyne ; taxativamente lo dice el Cármides (157 a). Bajo la acción de la palabra «encantadora», el alma del oyente — y consecutivamente su cuerpo, en la medida en que ello es posible — se serenan, esclarecen y ordenan, se hacen sophrones, se «sofronizan», si se admite tan expresivo neologismo. Y todo ello de una manera estrictamente «natural», por la virtud que de suyo tiene lo que se dice y por la disposición personal de quien oye eso que se le dice. Platón se halla ahora a cien leguas de la magia o hechicería en sentido estricto, de la nefanda goeteia.1
A esto es a lo que llamo «racionalización del ensalmo». Pero la palabra «racionalización» debe ser entendida aquí cuvi grano salis. En ¡modo alguno piensa Platón que la acción «encantadora» de un bello discurso o de un mito sea por completo inteligible mediante las razones discursivas de la mente humana ; que sea una idea «clara y distinta», como siglos más tarde se dirá. La epode «racionalizada» actúa engendrando sophrosyne, virtud que, como sabemos, dista mucho de ser para el hombre un hábito plenamente racional; el «bello discurso» y el «mito», a diferencia del «argumento» racional, operan sobre el alma suscitando en ella persuasiones y, a la postre, creencias, las cuales nunca son enteramente reducibles a la estricta razón; la epode filosóficamente aceptable pertenece, en suma, a «lo demónico», esto es, a lo que pone en mutua relación a los hombres y a los dioses (Symp., 202 e-203 a). Como hay adivinos falsos y adivinos verdaderos (Carm., 173 c), hay también epodoi falsos y epodoi verdaderos. A este segundo y salutífero género de «ensalmadores» o «encantadores» quieren pertenecer Sócrates y Platón cuando relatan sus mitos educativos; y bajo la ocasional e innegable ironía de su discurso, uno y otro hablan muy seriamente convencidos de ayudar a una real «divinización» de los hombres que con buen ánimo les sigan (Decía Sócrates, según el testimonio de Jenofonte, que sus amigos y discípulos le seguían día y noche para aprender de él philtra y epodai (Mem., III, 11, 16 s).). Sea más o menos humana y racional la sophrosyne, el sophron es siempre hambre bienaventurado, makarios (Carm., 175 e).2
La salud anímica de un hombre, condición de su salud somática y necesario presupuesto para la recta administración de cualquier medicamento, consiste, pues, en el buen orden de las dos partes principales de su alma : aquella en que predomina lo racional o lógico, modificable por la acción de la dialéctica, y aquella otra en que prepondera lo irracional o creencial, susceptible de educación o psykhagogia (Fedro, 261 a-271 c) por el encanto persuasivo de la epode, el «bello discurso» o el «mito». Este dualismo psicológico de Platón, subyacente a la tan conocida tripartición del alma en la República y en el Timeo, no excluye el carácter divino de la actividad de entrambas partes de la vida anímica; podría decirse, incluso, que para Platón el hombre es «divinamente uno». La theoría, forma suprema del ejercicio de la inteligencia, diviniza al hombre: «por convivir con lo divino y ordenado — léese en la República — el filósofo se hace todo lo ordenado y divino que puede serlo un hombre» (VI, 500 c-d)3 ; y otro tanto cabe decir, como sabemos, de la epode no supersticiosa, de la creación poética y de todas las prácticas y modos de vivir que Platón llama «demónicos».4 En todos los órdenes de la existencia, los racionales y los creenciales y afectivos, la perfección humana consiste en homoiosis theo o «asimilación del hombre a Dios» (Teet., 176 a-b).
«Siendo el alma de tal género y de tal género los discursos, (el arte oratorio) enseña cuál es la causa en cuya virtud éstos producen en un alma la persuasión y la incredulidad en otra» (Fedro, 271 b). ↩
«Por su belleza, la manía (sc. la manía no patológica) es superior a la sophrosyne; aquélla viene de Dios, esta otra es obra de los hombres», léese en el Fedro (244 d). Cabría decir que, para Platón, la manía es divina por «infusión» de la divinidad, y la sophrosyne por «aspiración» hacia ella. Acerca del origen social de la sophrosyne, véase A. J. Festugiere|Festugière, Contemplation et vie contemplatine selon Platón (París, 1936), página 133. ↩
No sería difícil acumular textos análogos a éste. Acerca del tema, véase el libro de A. J. Festugiere|Festugière antes mencionado. ↩
Platón no es un intelectualista «puro», mas no por ello deja de ser intelectualista. Quien lo dude, lea en Fecho, 248 d-e, la diversa jerarquía en la ordenación de las almas humanas, el filósofo y el amigo de la belleza ocupan el primer lugar; el adivino y el participante en ritos de iniciación, el quinto; el poeta, el sexto. Sobre el problema del racionalismo de Platón, véase el cap. «Plato and the Irrational Soul» del libro de Dodds antes mencionado. ↩