—Y tú, Clinias —dije—, recuérdame dónde lo habíamos dejado. Me parece que más o menos en este punto: habíamos, finalmente, aceptado que era necesario filosofar, ¿no es cierto?
—Sí —contestó.
—Y la filosofía era adquisición de conocimiento, ¿no es así?, agregué.
—Sí —dijo.
—¿Cuál será entonces el conocimiento que haríamos bien en adquirir? [e] ¿No es simple la respuesta? ¿Aquel que nos servirá?
— ¡Por supuesto!, dijo.
—¿Y nos serviría de algo si supiésemos reconocer, yendo y viniendo, en qué lugar de la tierra está sepultada la más grande cantidad de oro?
—Tal vez —contestó.
—Pero antes —dije—, habíamos demostrado acabadamente que ningún beneficio resulta de poseer todo el oro del mundo, aun si lo tuvié-
ramos sin fatiga y sin excavar la tierra; y si hasta supiésemos transformar las [289a] piedras en oro, tampoco de nada serviría semejante conocimiento. Pues si no sabemos hacer uso del oro, quedó claro que ninguna utilidad podremos obtener de él. ¿O no te acuerdas?, dije.
—Me acuerdo muy bien — respondió.
—Y ninguno de los otros conocimientos parece tener utilidad alguna, ni el crematístico, ni el del médico, ni, en suma, ningún otro que sepa, sí, producir algo, pero no usar, en cambio, lo que produce. ¿No es así?
Estuvo de acuerdo.
—Ni si hubiera un conocimiento tal que hiciera a los hombres inmortales, [b] pero que no supiera después hacer uso de esa inmortalidad, tampoco de él resultaría utilidad alguna, si debemos atenernos por lo menos a las conclusiones que antes habíamos establecido.
Estuvimos de acuerdo en todo esto.
—Necesitamos, por tanto, mi querido jovencito, —dije—, un conocimiento en el que estén reunidos, a la vez, tanto el producir como el saber usar eso que se produce.
—Evidentemente —dijo.
—Sin embargo —agregué—, aun cuando fuésemos hábiles fabricantes de liras, estaríamos muy lejos de ser poseedores de ese conocimiento que dijimos. Aquí, en efecto, aun siendo el mismo el objeto, diferente es, por un lado, el arte que produce y diferente, por el otro, aquel que hace uso; difieren mucho entre sí, en efecto, el arte del que fabrica las liras y el del que las toca, ¿no es cierto?
Admitió que sí.
—Tampoco, evidentemente, es el arte de producir flautas el que necesitamos: estaríamos en el mismo caso que el anterior.
Asintió. —Pero, ¡por los dioses!, exclamé, si aprendiésemos el arte de hacer discursos, ¿no sería acaso ése el que tendríamos que adquirir para ser felices?
[d] —Yo creo que no —contestó Clinias.— ¿De qué prueba te vales?, pregunté.
—Yo veo —dijo— que algunos autores de discursos no saben hacer uso de los propios discursos que ellos mismos preparan, al igual que los fabricantes de liras no saben hacer uso de ellas; y también sucede aquí que otros, en cambio, son capaces de hacer uso de los discursos que aquéllos hicieron, pero son incapaces de escribirlos. Es evidente, pues, que, asimismo, con respecto de los discursos, una cosa es el arte que produce y otra, diferente, el que hace uso.
—Me parece —dije— que nos das una prueba satisfactoria de que no es justamente este arte de componer discursos aquél cuya posesión podría a uno hacer feliz. Y, sin embargo, yo creía que en él, con toda [e] probabilidad, tenía que habérsenos revelado ese conocimiento que hace tiempo andamos buscando, porque, en efecto, estos hombres, los que hacen discursos, cuando me encuentro con ellos, Clinias, me resultan extraordinariamente sabios y su arte maravilloso y sublime. Por lo demás, no hay de qué asombrarse: semejante arte es, si bien pequeño, sólo una [290a] parte del arte de los encantamientos, aunque inferior a él. El de los encantamientos, en efecto, consiste en encantar serpientes, tarántulas, escorpiones y otras bestias y en curar enfermedades, mientras que éste persigue el encantamiento y persuasión de los miembros de un jurado, una asamblea o cualquier otro tipo de gente reunida1. ¿O te parece a ti de otro modo?, dije.
— ¡No!, exclamó, me parece que es como tú dices.
—Y entonces —proseguí—, ¿a dónde nos hemos de dirigir? ¿A qué otro arte?
—Yo no sé dónde —dijo.
—Yo creo, en cambio, que lo he encontrado —dije.
—¿Cuál es?, preguntó Clinias. [b] —La estrategia —respondí—; me parece que es, más que ningún otro, aquel que si uno lo posee es feliz.
—A mí no me parece.
—¿Por qué?, le pregunté.
—Porque ése es, en realidad, un arte de cazar hombres.
— ¿Y qué?, dije.
—Ninguna de las artes relativa a la caza —respondió— vá más allá de cazar o capturar2, y una vez que la gente ha capturado lo que era objeto de su caza, no sabe qué uso hacer de él. Tanto es así que los cazadores y pescadores entregan sus presas a los cocineros, y, a su vez, los geómetras, astrónomos y maestros de cálculo — pues también ellos son cazadores, ya que, en efecto, no producen sus figuras, sino que se limitan a encontrar las que existen—, como tampoco saben qué uso hacer de ellas, sino sólo cazarlas, entregan lo que han hallado a los dialécticos3 para que lo utilicen. Por lo menos, así proceden quienes, de entre estos últimos, no han perdido por completo la cabeza.
—¡Muy bien, mi queridísimo e inteligentísimo Clinias!, exclamé. ¿Y es realmente así la cosa?
—¡Por supuesto! Y lo mismo vale con los estrategas —dijo—, que, cuando han tomado una ciudad o un ejército, los confían a los hombres de [d] estado —ya que ellos, por sí, no saben qué uso hacer de lo que han capturado—, así como los cazadores de codornices entregan las presas a los que se dedican a su cría. De modo pues —continuó—, que si necesitamos un arte que sepa también hacer uso del objeto que ha adquirido, por haberlo producido o por haberlo cazado, y si sólo un arte tal nos hará dichosos, entonces el que buscamos —concluyó—no será el arte del estratego, sino otro.
Cf. Protágoras 315a8-9, para la vinculación del arte de componer discursos con el de los encantamientos. ↩
Es decir, no produce el objeto, que era uno de los requisitos del conocimiento buscado (cf. 289b5-6). ↩
No designa aquí, como en Menón (75d) al que sabe conducir hábilmente una discusión, sino que tiene el significado platónico fuerte de filósofo, el que es capaz de aprehender los principios (cf. República 5336 y ss.). ↩