Ctesipo tomó la palabra.
— ¡Por Zeus!, Dionisodoro — dijo—, dame alguna prueba de esto para que pueda persuadirme de que ambos, efectivamente, decís la verdad. —¿Cuál te he de dar?, dijo. — ¿Sabes tú cuántos dientes tiene Eutidemo y sabe éste cuántos tienes tú1?
— ¿No te basta —dijo— haber oído que nosotros conocemos todo?
—No me digas eso —contestó—, sino dad respuesta sólo a la pregunta y demostradnos ambos que decís la verdad. Si nos decís, pues, cada uno de vosotros cuántos dientes tiene el otro y evidenciáis, así, conocerlos nosotros los comprobaremos luego contándolos—, entonces os creeremos también acerca de las demás cosas.
Pero, pensando que se estaban burlando de ellos, no aceptaron (d) someterse a la prueba2, como tampoco dejaron de repetir, en ocasión de cada pregunta de Ctesipo, que ellos conocían todas las cosas. Ctesipo, en efecto, sin ningún tipo de reservas, terminó haciéndoles cualquier pregunta, aún las más indecorosas, para ver si las conocían. Y ellos, impertérritos, las enfrentaban3, convencidos de su saber, como jabalíes que se lanzan a recibir el golpe, al punto que hasta yo mismo, Critón, me vi forzado por la incredulidad a preguntarle, finalmente, a Eutidemo si Dionisodoro sabía también danzar, y este último me contestó: «por (e) supuesto».
—Pero no ciertamente —dije— a saltar sobre las espadas ni a girar sobre una rueda, a tu edad. ¿No habrás ido tan lejos con tu saber?
—No hay nada que no conozca —respondió.
—Y —dije—¿conocéis todo ahora o lo habéis conocido siempre?
—Siempre —me respondió.
—¿También cuando erais niños y recién nacidos conocíais todo?
Ambos dijeron que sí al mismo tiempo. (295a) A nosotros, sin embargo, la cosa nos parecía increíble. Euti-demo, entonces, dijo:
—¿No lo crees, Sócrates?
—No. Sólo que —agregué— parece que vosotros sois sabios.
—Si estás dispuesto a contestar mis preguntas —dijo—, me encargaré de demostrarte que también tú reconocerás en ti mismo este asombroso conocimiento.
—Nada me agradaría tanto — repuse— como verme refutado en esto. Porque si hasta ahora no me he dado cuenta de ser sabio, y tú me vas a demostrar que conozco todo, y que siempre he conocido, ¿qué mayor prodigio que éste podría encontrar yo en toda mi vida?
—Contéstame, pues —dijo. (b) —Interrógame, que te responderé.
—Pues bien, Sócrates —dijo—, ¿eres tú conocedor de algo, o no?
—Sí. —¿Y eso por lo cual eres un conocedor, es eso mismo por lo cual también conoces, o conoces por medio de otra cosa?
—Es eso mismo por lo cual soy un conocedor. Creo que te refieres al alma, ¿o no estás hablando de ella?
— ¿No te da vergüenza, Sócrates?, exclamó. Siendo tú el interrogado, te atreves a preguntar.
—Es cierto —dije—, pero, ¿cómo debo hacer? Yo procederé tal como tú ordenes. Pero cuando no sé lo que preguntas, ¿me ordenas entonces que conteste igualmente sin que te pida explicación?
—Si tú comprendes de algún modo lo que digo —afirmó.
—Sí —respondí.
—Y bien, contéstame entonces según lo que comprendes.
¿Cómo? —dije—. Si tú me preguntas pensando en una cosa y yo por mi parte comprendo otra y, después, te contesto según lo que comprendí, ¿te es suficiente que yo no te responda nada de la cuestión?
—A mí, sí —dijo—, pero a ti no, me parece.
—Yo, ¡por Zeus! —afirmé—, no contestaré si antes no he aclarado la pregunta.
—Es que tampoco contestarás nunca a lo que crees haber entendido, porque pierdes el tiempo en charlatanerías y eres más viejo de lo debido. (d) Me di cuenta entonces de que estaba fastidiado conmigo por las observaciones que hacía a sus preguntas, mientras que él quería atraparme envolviéndome en las redes de sus palabras. Y me acordé de Cono, que también se fastidiaba conmigo cuando yo me empecinaba, y después se ocupaba menos de mí, considerándome incapaz de aprender; y puesto que había decidido frecuentar también las lecciones de este hombre, me pareció conveniente ceder, no fuera que, juzgándome un torpe, se negara a aceptarme. De modo, pues, que le dije:
—Si te parece que hay que proceder así, Eutidemo, que así se proceda; (e) tú sabes discutir mejor que yo, que soy un profano en este arte. Pregunta, pues, de nuevo, desde el comienzo.
—Y tú contéstame, de nuevo, desde el comienzo —dijo. ¿Conoces lo que conoces por medio de algo, o no?
—Sí —dije—, por medio del alma.
(296a) —¡Otra vez éste me contesta más de lo que se le pregunta! ¡Yo no te pregunto por medio de qué cosa, sino si conoces por medio de algo!
—Contesté más de lo que debía —dije—, por ignorancia. Discúlpame. Te responderé ahora con toda simplicidad, que conozco lo que conozco por medio de algo.
— ¿Y —preguntó— siempre por medio de eso mismo o, a veces, por medio de eso y, a veces, por medio de otro?
—Siempre, cuando conozco4 —dije—, es por medio de eso.
— ¿Pero no terminarás nunca —exclamó— de hacer agregados?
—Temo que este «siempre» nos engañe.
(b) —No a nosotros —repuso—; en todo caso, a ti. Vuelvo a preguntarte: ¿conoces siempre por medio de eso?
—Siempre —dije—, ya que hay que quitar el «cuando».
—Conoces, entonces, siempre por medio de eso. Y si siempre conoces, ¿conoces algunas cosas por medio de eso por lo que conoces y otras por medio de otra cosa, o todas por medio de eso?
—Todas5 por medio de eso — dije yo—, las que conozco.
— ¡Ahí está —exclamó— otra vez el agregado!
—Está bien —afirmé—, quitaré «las que conozco».
—No hace falta que quites nada. No te estoy pidiendo ningún favor.
Sólo contéstame esto: ¿serías capaz de conocer la totalidad, si no conocieses todas las cosas?
—Sería un portento —repuse.
Y él dijo: —Agrega entonces ahora lo que quieras, pues ya has admitido que conoces la totalidad6.
—Así parece —dije—, porque si el agregado «las que conozco» no tiene ningún valor, entonces yo conozco todas.
—Y también has admitido que conoces siempre por medio de eso por lo que conoces, sea «cuando conoces», sea de cualquier otra manera que te plazca, pues has admitido que conoces siempre y todo a la vez. Es, por tanto, evidente que también siendo niño conocías, y cuando (d) naciste y cuando fuiste engendrado; y hasta antes de ser tú mismo generado, y de que lo fueran el cielo y la tierra, conocías todo, si es cierto que siempre conoces.
—Y, ¡por Zeus!, tú siempre — agregó—, conocerás, y conocerás la totalidad de las cosas, si así yo lo quiero7.
— ¡Ojala lo quieras —respondí—, venerado Eutidemo!, si realmente dices la verdad. Pero no confío del todo en que seas capaz de ello, a menos que se una a tu querer el de tu hermano Dionisodoro, aquí presente; así (e) tal vez podrías… Pero, decidme los dos —agregué—: con respecto de otras cosas no sabría en efecto cómo disputar con vosotros —hombres de tan prodigioso saber—, para demostrar que no conozco todo, desde el momento que vosotros afirmáis que sí lo conozco; pero, cosas como éstas, Eutidemo, por ejemplo, que «los hombres buenos son injustos», ¿cómo puedo pretender yo conocerlas? Di-me, por favor, ¿las conozco o no las conozco?
—Por cierto que las conoces — respondió.
—¿Conozco qué?, exclamé.
—Que los buenos no son injustos.
(297a) —Desde luego, eso ya lo sé — dije—, y hace rato. Pero no es lo que te pregunto, sino dónde aprendí yo que «los buenos son injustos».
—En ningún lado —intervino Dionisodoro.
—Entonces esto es algo que no sé —dije.
— ¡Ten cuidado —dijo Eutidemo dirigiéndose a Dionisodoro—, me echas a perder el argumento!, porque así resultará que él no conoce, y entonces que es, al mismo tiempo, un conocedor y un no conocedor.
Dionisodoro se ruborizó. (b) —¿Qué estás diciendo, Eutidemo?, pregunté. ¿No te parece correcto lo que afirma tu hermano, que lo sabe todo?
— ¿Hermano?, ¿lo soy acaso de Eutidemo?, se apresuró a decir Dionisodoro.
Entonces yo repuse:
—Dejemos eso, querido, hasta que Eutidemo me haya enseñado que conozco que los hombres buenos son injustos, y no me prives de esa enseñanza.
—¡Huyes, Sócrates!, exclamó Dionisodoro, y no quieres responder.
—Naturalmente —dije—, si soy más débil que uno solo de vosotros, ¿cómo no voy a huir frente a dos juntos8? Muy lejos estoy, además, de valer lo que Heracles, que no pudo, a un tiempo, luchar contra la Hidra — una sofista femenina que, gracias a su saber, si alguien le cortaba una cabeza de su argumento, hacía brotar muchas otras en lugar de aquella— y contra cierto cangrejo9, sofista también él, llegado del mar y recién desembarcado, según creo10. Y como éste lo atormentaba así, del lazo de la izquierda11, con sus palabras, quiero decir con sus mordeduras, llamó en auxilio a su sobrino Yolao, que le prestó conveniente (d) ayuda. Pero mi Yolao12, si viniera, más bien haría lo contrario.
—Me dirás, por favor, cuando hayas terminado tu relato —preguntó Dionisodoro—, si acaso era Yolao más sobrino de Heracles que tuyo.
—Lo mejor que puedo hacer, Dionisodoro, es responderte —dije—, porque efectivamente no cesarás de preguntarme —estoy seguro— por la envidia, y con el propósito de impedir que Eutidemo pueda enseñarme aquel saber.
—Responde, pues —dijo.
—Respondo —contesté— que Yolao era sobrino de Heracles, pero mío, por lo que me parece, de ningún modo. En efecto, su padre no era (e) Patrocles, mi hermano, sino Ificles, el hermano de Heracles, y que sólo se asemeja un poco en el nombre.
—¿Y Patrocles es tu hermano?, dijo él.
—Por cierto —contesté—, tenemos la misma madre, aunque no el mismo padre.
—Entonces es tu hermano y no es tu hermano.
—Querido. —dije—, no lo es por parte de padre; el de él, en efecto, era Queredemo, mientras que el mío, Sofronisco.
—¿Pero Sofronisco era padre —dijo—, y. Queredemo también? (298a) —Efectivamente —respondí—, uno era el mío y otro el de él.
— Entonces —preguntó—, ¿Queredemo era diferente de «padre»13?
—Por lo menos del mío —contesté.
—Entonces era padre siendo algo diferente de padre? ¿o eres tú lo mismo que piedra14?
—Temo —afirmé— que tú me hagas aparecer como tal, aunque no creo serlo.
— ¿Entonces eres algo diferente de piedra?
— ¡Por supuesto que sí!
— ¿Entonces, siendo algo diferente de piedra —dijo— no eres piedra, y siendo algo diferente de oro, no eres oro?
—Así es.
—Por lo tanto —añadió—, también Queredemo, siendo algo diferente de padre, no sería padre.
—Parecería no serlo —dije. (b) —Porque si Queredemo es padre —intervino Eutidemo—, entonces, por el contrario, Sofronisco, a su vez, siendo diferente de padre, no es padre, de manera que tú, Sócrates, no tienes padre15.
Los dos sofistas eran viejos (cf. 272b9) y sus dientes, seguramente, no muy numerosos. ↩
Siempre evitaban los extranjeros salir de un plano puramente verbal. ↩
Expresión homérica (Ilíada XIII 337). ↩
Los «agregados» o precisiones que intercala Sócrates son, justamente, aquellos que hacen evidente la falacia. ↩
El sofisma se basa en el significado de «todo. (= «todas las cosas», pánta). Sócrates aclara que por «todo» entiende todo lo que conoce; Eutidemo presupone, en cambio, todo lo que es posible conocer. Frente a los reparos de Sócrates, recurre a la fórmula «serías capaz de conocer la totalidad (ápanta)», para buscar el mismo equívoco. ↩
El sofisma se reduce a las siguientes proposiciones: no se puede conocer la totalidad (como un todo global) sin conocer todo (como pluralidad de partes). Sócrates, al contestar negativamente la pregunta anterior, admite conocer la totalidad y, por lo tanto, conoce también las partes, o sea, todo. ↩
Es decir: del argumentar de Eutidemo depende que Sócrates conozca. Debe señalarse, además, que las palabras aquí pronunciadas por Eutidemo son las que más se aproximan a la tesis que Platón atribuye a Eutidemo — suponemos que se trata de la misma persona (v. n. 6) — en el Crátilo 386d3 ss. La tesis, que no figura en nuestro diálogo, es la siguiente: «todas las cosas se corresponden con todas las cosas siempre y a la vez». ↩
Alusión al proverbio «ni el mismo Heracles puede contra dos» (cf. Fedón 89c5). ↩
En el segundo de los trabajos de Heracles, «un cangrejo enorme ayudó a la Hidra mordiendo el pie de Heracles. Por eso lo mató y llamó en su ayuda a Yolao… quien quemó las raíces de las cabezas con los tizones impidiendo que resurgieran» (Apolodro, II 5). ↩
Se refiere al reciente regreso a Atenas de los extranjeros (cf. 271b-c y 272b). ↩
Dionisodoro estaba sentado a la izquierda de Sócrates (cf. 271b6 y n. 21), de modo que él sería el cangrejo y Eutidemo la Hidra. ↩
Podría tratarse de una alusión a Ctesipo, pero no es seguro. ↩
El sofisma que se prepara considera «padre» no como un atributo que pueda corresponder a una pluralidad de individuos, sino como característica de un solo individuo. El esquema es: Queredemo no es Sofronisco: Sofronisco es padre: por lo tanto, Queredemo no es padre. ↩
«Ser lo mismo que una piedra» o «vivir como una piedra» significa carecer de sensibilidad (cf. Gorgias 494a8). La expresión figuraba en un popular sofisma cuya premisa inicial era: «El hombre no es una piedra» y su conclusión: «El hombre es un perro (o un buey).» Su desarrollo está en Diógenes Laercio (III 54). ↩
El sofisma lo explica Aristóteles (Refutaciones sofísticas 166b28-36). ↩