Sócrates. — Son asombrosos, Critón, los hombres como éstos. Pero no sabría aún qué respuesta darte. ¿Quién era el que se acercó censurando la filosofía? ¿Uno de aquellos que son diestros en las competencias judiciales, algún orador, o uno de esos que preparan y mandan a aquéllos a los tribunales, un autor de discursos con los que los oradores compiten?
Critón.— ¡Oh no, orador no, por Zeus! Ni creo que se haya presentado jamás frente a un tribunal. Pero dicen que entiende muy bien este asunto, que es hábil y que compone hábiles discursos.
Sócrates.— Ya comprendo. Es precisamente de ese tipo de gente de la que yo mismo quería hablarte. Son aquellos, Critón, que Pródico denominaba «intermedios» entre el filósofo y el político. Se creen los hombres más sabios, y creen que, además de serlo, también lo parecen [d] a los ojos de la mayor parte, de modo que no tienen otro obstáculo para gozar de un renombre total que los que se ocupan de la filosofía. Piensan, pues, que si logran desacreditar a éstos, haciéndoles fama de que nada valen, habrían conquistado inmediatamente y sin disputa, en opinión de todos, la palma de la victoria en lo que hace a su reputación como sabios. Piensan, en verdad, que son los más sabios, pero cuando se ven jaqueados, en sus discusiones privadas, le cargan el fardo a los seguidores de Eutidemo. Se consideran, en efecto, sabios, y es muy natural que así sea, pues se tienen por personas moderadamente dedicadas a la filosofía, y moderadamente a la política, conforme a un modo de [e] razonar bastante verosímil: juzgan que participan de ambas en la medida necesaria y que gozan de los frutos del saber manteniéndose al margen de peligros y conflictos.
Critón.— Pero, ¿y qué piensas tú, Sócrates? ¿Te parece que hay algo en lo que dicen? Pues no se puede negar que este argumento de ellos tiene cierta plausibilidad.
Sócrates.— En efecto, Critón, así es, plausibilidad más que verdad. Pues [306a] no es fácil convencerlos de que los hombres, como todas las demás cosas que están entre dos y participan de ambas, si se encuentran entre una mala y una buena, son mejores que una y peores que la otra; si entre dos cosas buenas, pero con fines que no son los mismos, son peores que ambas, respecto al fin para el cual es útil cada una de las dos cosas de cuya composición resultan; si se encuentran entre dos cosas malas, pero con fines que no son los mismos, sólo éstas son mejores que el [b] uno y el otro de los dos términos de los cuales participan. De modo, pues, que si la filosofía es un bien e, igualmente, la acción política lo es, y cada una tiende a un fin diverso, estos hombres, encontrándose en el medio y participando de ambos, no están diciendo nada —pues son inferiores a ambos—; si una es un bien y otra un mal, unos son mejores y otros, peores; si, por último, una y otra son males, entonces, en este caso, sí, dirían algo verdadero; pero de otro modo, absolutamente no. Pero [c] yo no creo que ellos admitirían que ambas son un mal, ni que una es un mal y otra un bien. Lo cierto es que, participando de ambas, son ellos inferiores a ambas, en relación con los fines respectivos que confieren su propia importancia a la filosofía y a la política, de modo que, estando, en realidad, en tercer lugar, buscan hacernos creer que están en el primero. Es necesario, no obstante, que los perdonemos por su ambición y que no nos enojemos, considerándolos en cambio por lo que son. Después de todo, tenemos que acoger con magnanimidad a cualquiera [d] que diga algo no carente de discernimiento y que valerosamente persiga la realización de su propósito.