Eutidemo

Contra as falácias dialéticas dos sofistas.

Resumo de Jean Brun
No Eutidemo, em que Sócrates denuncia também a vaidade do saber enciclopédico dos sofistas, é-nos dito que, mesmo que existisse uma ciência capaz de tornar imortal, de nada serviria se não soubéssemos usar essa imortalidade. Precisamos, então, de um saber que ao mesmo tempo produza e saiba usar aquilo que produz (289 b).


Naturaleza y contenido del diálogo

Los designios de la fama parecen haber sido un tanto crueles con el Eutidemo. Sin necesidad de mayores esfuerzos para justificar su inclusión en el corpus platonicum — porque sólo muy pocos y, entre ellos, el infatigable Von Ast se atrevieron en el siglo pasado a dudar de su autenticidad —, ha conservado desde la tardía antigüedad un placentero y casi inofensivo lugar junto a otras obras reconocidas como superiores, tales como el Protágoras, el Gorgias y el Menón. A excepción de un filósofo epicúreo, Colotes de Lámpsaco, que, allá por el siglo III a. C., perturbó la tranquilidad del diálogo atacándolo en un escrito, ha gozado siempre éste de una relativa indiferencia por parte de críticos y lectores de todos los tiempos.

Pero lo curioso de tal destino radica en que, si bien no hay obra algu­na de Platón frente a la cual resulte posible permanecer indiferente, es el Eutidemo uno de aquellos diálogos más inquietos y mordaces, que encierra una vehemencia que hasta puede calificarse, por momentos, de volcánica.

Su factura, como su propósito, no guardan secretos. Son casi simples y manifiestos. El diálogo se abre y cierra con una conversación de Cri­tón con Sócrates. En el medio, como si estuviese cuidadosamente depositado dentro de una cápsula para contener su estallido, figura el núcleo del diálogo: el relato que Sócrates hace de las discusiones mantenidas el día anterior con dos renombrados sofistas extranjeros — Eutidemo y Dionisodoro —, en los recintos del Liceo. En el vestuario, para ser más precisos. El escenario, pues, no es otro que el del Lisis. Y Critón, que había estado allí presente, no logró escucharlas.

El propósito declarado del diálogo lo pone Platón varias veces en bo­ca de Sócrates a lo largo de la obra: persuadir al joven Clinias — el nieto de Alcibíades el viejo —, que se encontraba con ellos en el lugar, de que es necesario filosofar — ejercitarse en el saber — y ocuparse de la virtud (areté). Lo que persigue fundamentalmente es exhibir cómo lo alcanzan los extranjeros, de qué medios se valen ellos, cuya celebridad era gran­de por la eficacia y rapidez de su enseñanza, y si, en verdad lo logran, o no.

La narración se sucede en dos series de secuencias recurrentes, hábilmente entrelazadas y con un ritmo gradual de creciente tensión. Entre los tres ensayos que practican los sofistas poniendo de manifiesto los mecanismos de su enseñanza, se intercalan dos exhortaciones al filosofar, esgrimidas con modesta ironía por Sócrates, pero con singular fuerza de convicción, para hacer evidente la diferencia de procedimientos. Mas la intención de Platón no es sólo ésa: es la de mostrar, también, a través de los ocasionales interlocutores — el apuesto Clinias y el fogoso Ctesipo —, los resultados que pueden alcanzarse por cada una de las dos vías.

Los recursos que despliega Platón en la obra son, como bien han dicho algunos estudiosos, efectivamente teatrales. Los personajes poseen contornos psicológicos acabados y las escenas una vitalidad muchas veces notable. Ésos han sido, quizá, los principales factores para subes­timar el alcance especulativo del diálogo, reduciéndolo, en su maestría, a una simple pieza de comedia con ribetes aristofanescos. Es cierto que los dos sofistas llegan a mostrarse demasiado caricaturescos y que sus argucias, algunas de dudoso sabor, resultan, sobre todo hacia el final de la obra, de un calibre excesivo. Es cierto, también, que parecen un tanto esquemáticas las transformaciones que se operan en Clinias y en Ctesipo, por obra de las exhortaciones socráticas y las refutaciones sofísticas respectivamente. Pero no puede negarse la habilidad del artífice en el cuidado armado de las secuencias y en la destreza de articular en un to-do dinámico pensamiento y acción.

Porque, naturalmente, no se trata sólo de enfrentamientos de personajes. Ellos son, en el fondo, métodos que se oponen y luchan: el de la re­futación erística, por un lado, y el de la dialéctica socrática, por el otro. Ambos difieren de las técnicas retóricas y exigen una sumisión al ejercicio ordenado de la pregunta y la respuesta; pero ambos se oponen, en cuanto a sus pretensiones y a los objetivos buscados. Mientras uno se jacta de poder enseñar la virtud en el menor tiempo, a través de una superficial consistencia verbal que se vale del recurso de la pregunta, sin más que una alternativa en la respuesta, el otro carece de urgencias, es capaz de deslizarse por encima de los inevitables equívocos con que el uso reviste a las palabras — capaz de trascender el mero plano lingüístico —, y aceptar las modalidades inevitables de las respuestas. La manera que Platón encontró para enfrentar esos métodos que al inexperto podí­an parecer afines por su forma exterior, al inexperto ilustrado que pre­juiciosamente rechaza con mayor violencia a uno y contempla con al­gún deje de displicente resignación al otro — cosa que hace el anónimo personaje que aparece al final —, fue el de insuflarles vida en un cuerpo.

Así es, pues, como se enfrentan. El propósito perseguido podrá parecer el mismo, pero no lo es. Uno apelará a la feroz contienda del pancracio (v. n. 9), y su meta no será otra que la de derribar al adversario; el otro preferirá una búsqueda conjunta, una suerte de caza que exige perseverancia como auxilio en el acecho. La erística no buscará más que el triunfo verbal; la dialéctica socrática, en cambio, intentará alcanzar un conocimiento: ese conocimiento, precisamente, «en el que estén reunidos, a la vez, tanto el producir como el saber usar eso que se produce» (2896).

Ambos métodos son recíprocamente excluyentes. Platón ha optado por el segundo. El diálogo constituye la prueba más acabada. El primero es artificioso y estéril: destruye al adversario, pero se destruye también a sí mismo (v. n. 63). Su resultado es nulo. Quien lo asume está condenado a una ronda de repeticiones inacabables. El segundo, sencillo y grávido, ofrece por lo menos, conscientemente asumido, la posibilidad de una vía: «ve tras ella ardorosamente y ponte a ejercitarla, como dice el proverbio, ‘tú y contigo tus hijos’» (307c).