Fedro:227a-230e – Prólogo

SÓCRATES.—Mi querido Fedro, ¿adónde vas y de dónde vienes?

FEDRO.—Vengo, Sócrates, de casa de Lisias, hijo de Céfalo, y voy o pasearme fuera de muros; porque he pasado toda la mañana sentado junto o Lisias, y siguiendo el precepto de Acumenos, tu amigo y mío, me paseo por las vías públicas, porque dice que proporcionan mayor recreo y salubridad que las carreras en el gimnasio.

SÓCRATES.—Tienes razón, amigo mío; pera Lisias, por lo que veo, estaba en la ciudad.

FEDRO.—Sí, en casa de Epícrates, en esa casa que está próxima al templo de Zeus Olímpico, la Moriquia1.

SÓCRATES.—¿Y cuál fue vuestra conversación? Sin duda, Lisias te regalaría algún discurso.

FEDRO.—Tú lo sabrás, si no te apremia el tiempo, y si me acompañas y me escuchas.

SÓCRATES.—¿Qué dices? ¿No sabes, para hablar como Pindaro, que no hay negocio que yo no abandone por saber lo que ha pasado entre tú y Lisias?

FEDRO.—Pues adelante.

SÓCRATES.—Habla pues.

FEDRO.—El verdad, Sócrates, el negocio te afecta, porque el discurso que nos ocupó por tan largo espacio, no sé por qué casualidad rodó sobre el amor. Lisias supone un hermoso joven, solicitado, no por un hombre enamorado, sino, y esto es lo más sorprendente, por un hombre sin amor, y sostiene que debe conceder sus amores más bien al que no ama, que al que ama.

SÓCRATES.—¡Oh!, es muy amable. Debió sostener igualmente que es preciso tener mayor complacencia con la pobreza que con la riqueza, con la ancianidad que con la juventud, y lo mismo con todas las desventajas que tengo yo y tienen muchos otros. Sería ésta una idea magnífica y prestaría un servicio a los intereses populares2. Así es que yo ardo en deseos de escucharte y ya puedes alargar tu paseo hasta Megara, y, conforme al método de Heródico3, volver de nuevo, después de tocar los muros de Atenas, que yo no te abandonaré.

FEDRO.—¿Qué dices, bondadoso Sócrates? Un discurso que Lisias, el más hábil de nuestros escritores, ha trabajado por despacio y en mucho tiempo, ¿podré yo, que soy un pobre hombre, dártelo a conocer de una manera digna de tan gran orador? Estoy bien distante de ello, y, sin embargo, preferiría este talento a todo el oro del mundo.

SÓCRATES.—Fedro, si no conociese a Fedro, no me conocería a mí mismo; pero le conozco. Estoy bien seguro de que oyendo un discurso de Lisias no ha podido contentarse con una primera lectura, sino que volviendo a la carga, habrá pedido al autor que comenzara de nuevo, y el autor le habrá dado gusto, y, no satisfecho aún con esto, concluiría por apoderarse del papel, para volver a leer los pasajes que más llamaran su atención. Y después de haber pasado toda la mañana inmóvil y atento a este estudio, fatigado ya, habría salido a tomar el aire y a dar un paseo, y mucho me engañaría, ¡por el Can!, si no sabe ya de memoria todo el discurso, a no ser que sea de una extensión excesiva. Se ha venido fuera de muros para meditar sobre él a sus anchuras, y encontrando un desdichado que tenga una pasión furiosa por discursos, complacerse inte­riormente en tener la fortuna de hallar uno a quien comunicar su entusiasmo y precisarle a que le siga. Y como el encontradizo, llevado de su pasión por discursos, le invita a que se explique, se hace el desdeñoso, y como si nada le importara; cuando, si no le quisiera oír, sería capaz de obligarle a ello por la fuerza. Así, pues, mi querido Fedro, mejor es hacer por voluntad lo que habría de hacerse luego por voluntad o por fuerza.

FEDRO.—Veo que el mejor partido que puedo tomar es repetirte el discurso como me sea posible, porque tú no eres de condición tal que me dejes marchar, sin que hable bien o mal.

SÓCRATES.—Tienes razón.

FEDRO.—Pues bien, doy principio
Pero verdaderamente, Sócrates, yo no puedo responder de darte a conocer el discurso palabra por palabra. En cambio, sí me acuerdo muy bien de todos los argumentos que Lisias hace valer para preferir el amigo frío al amante apasionado; y voy a referírtelos en resumen y por su orden. Comienzo por el primero.

SÓCRATES.—Muy bien, querido amigo; pero enséñame, por lo pronto, lo que tienes en tu mano izquierda bajo la capa. Sospecho que sea el discurso. Si he adivinado, vive persuadido de lo mucho que te estimo; pero, supuesto que tenemos aquí a Lisias mismo, no puedo ciertamente consentir que seas tú materia de nuestra conversación. Veamos, presenta ese discurso.

FEDRO.—Basta de bromas, querido Sócrates; veo que es preciso renunciar a la esperanza que había concebido de ejercitarme a tus expensas; pero ¿dónde nos sentamos para leerlo?

SÓCRATES.—Marchémonos por este lado y sigamos el curso del Viso, y allí escogeremos algún sitio solitario para sentarnos.

FEDRO.—Me viene perfectamente haber salido de casa sin calzado, porque tú nunca le gastas4). Podemos seguir la corriente y en ella tomaremos un baño de pies, lo cual es agradable en esta estación y a esta hora del día.

SÓCRATES.—Marchemos, pues, y elige tú el sitio donde debemos sentarnos.

FEDRO.—¿Ves este plátano de tanta altura?

SÓCRATES.—¿Y qué?

FEDRO.—Aquí, a su sombra encontraremos una brisa agradable y hierba donde sentarnos, y, si queremos, también para acostarnos.

SÓCRATES.—Adelante, pues.

 


  1. Casa llamada así de uno llamado Moriquia. 

  2. Sócrates tenía poca simpatía por la democracia ateniense y así se burla de los oradores populares. 

  3. Este Heródico era médico. 

  4. SÓCRATES andaba habitualmente descalzo, y sólo se ponía sandalias en convites o actos semejantes. (Véase El banquete