FEDRO.—Dime, Sócrates, ¿no es aquí, en cierto punto de las orillas del Iliso, donde Bóreas robo, según se dice, a la ninfa Oritia?
SÓCRATES.—Así se cuenta.
FEDRO.—Y ese suceso tendría lugar aquí mismo, porque el encanto risueño de las odas, el agua pura y transparente y esta ribera, todo convidaba para que las ninfas tuvieran aquí sus juegos.
SÓCRATES.—No es precisamente aquí, sino un poco más abajo, a dos o tres estadios, donde está el paso del río para el templo de Artemisa. Por este mismo rumbo hay un altar a Bóreas.
FEDRO.—No lo recuerdo bien, pero dime, ¡por Zeus!, ¿crees tú en esta maravillosa aventura?
SÓCRATES.—Si dudase como los sabios, no me vería en conflictos, podría agotar los recursos de mi espíritu, diciendo que el Bóreas la hizo caer de las rocas vecinas donde ella se solazaba con Farmakeia, y que esta muerte dio ocasión a que se dijera que había sido robada por Bóreas1, y aun podría trasladar la escena sobre las rocas del Areópago, porque según otra leyenda, ha sido robada sobre esta colina y no en el paraje donde nos hallamos. Yo encuentro que todas estas explicaciones, mi querido Fedro, son las más agradables del mundo, pero exigen un hombre muy hábil, que no ahorre trabajo y que se vea reducido a una penosa necesidad; porque, además de esto, tendrá que explicar la forma de los hipocentauros y la de la quimera, y en seguida de éstos las gorgonas, los pegasos y otros mil monstruos aterradores por su número y su rareza. Si nuestro incrédulo pone en obra su sabiduría vulgar, para reducir cada uno de ellos a proporciones verosímiles, tiene entonces que tomarlo por despacio. En cuanto a mí, no tengo tiempo para estas indagaciones, y voy a darte la razón. Yo no he podido aún cumplir con el precepto de Delfos, conociéndome a mí mismo, y dada esta ignorancia, me parecería ridículo intentar conocer lo que me es extraño. Por esto renuncio a profundizar todas estas historias, y en este punto me atengo a las creencias públicas2. Y como te decía antes, en lugar de intentar explicarlas, yo me observo a mí mismo; quiero saber si yo soy un monstruo más complicado y más furioso que Tifón, o un animal más dulce, más sencillo, a quien la naturaleza le ha dado parte de una chispa de divina sabiduría. Pero, amigo mío, con nuestra conversación hemos llegado a este árbol, donde querías que fuésemos.
FEDRO.—En efecto, es el mismo.
SÓCRATES.—¡Por Hera! ¡Precioso retiro! ¡Cuán copudo y elevado es este plátano! Y este agnocasto, ¡qué magnificencia en su estirado tronco y en su frondosa copa!, parece como si floreciera con intención para perfumar estos preciosos sitios. ¿Hay nada más encantador que el arroyo que corre al pie de este plátano? Nuestros pies sumergidos en él, acreditan su frescura. Este sitio retirado está sin duda consagrado a algunas ninfas y al río Aqueloo, si hemos de juzgar por las figurillas y estatuas que vemos. ¿No te parece que la brisa que aquí corre tiene cierta cosa de suave y perfumada? Se advierte en el canto de las cigarras un no sé qué de vivo, que hace presentir el estío. Pero lo que más me encanta son estas hierbas, cuya espesura nos permite descansar con delicia, acostados sobre un terreno suavemente inclinado. Mi querido Fedro, eres un guía excelente.
FEDRO.—Maravilloso, Sócrates, eres un hombre extraordinario. Porque al escucharte se te tendría por un extranjero a quien se hacen los honores del país, y no por un habitante de Ática. Probablemente tú no habrás salido jamás de Atenas, ni traspasado las fronteras, ni aun dado un paso fuera de muros.
SÓCRATES.—Perdona, amigo mío. Así es, pero es porque quiero instruirme. Los campos y los árboles nada me enseñan, y sólo en la ciudad puedo sacar partido del roce con los demás hombres. Sin embargo, creo que tú has encontrado recursos para curarme de este humor casero. Se obliga a un animal hambriento a seguirnos mostrándole alguna rama verde o algún fruto y tú, enseñándome ese discurso y ese papel que lo contiene, podrías obligarme a dar una vuelta al Ática y a cualquier parte del mundo si quisieras. Pero en fin, puesto que estamos ya en el punto elegido, yo me tiendo en la hierba. Escoge la actitud que te parezca más cómoda para leer y puedes comenzar.
Es sabido que hay dos sistemas de exégesis religiosa: 1.°, el sistema de los racionalistas, que acepta los hechos de la historia religiosa reduciéndolos a las proporciones de la historia humana y natural (hipótesis objetiva); 2.°, el sistema de los mitológicos, que niega a estas historias toda realidad histórica y no ve en estas leyendas sino mitos, producto espontáneo del espíritu humano y de las alegorías morales y metafísicas (hipótesis subjetiva). Este capítulo de Platón nos prueba la existencia de la exégesis racionalista cuatrocientos años antes de Jesucristo. ↩
Sócrates profesaba el mayor respeto a las leyes religiosas de su país, pero cuando la religión estaba en pugna con la moral, sacrificaba la religión. (Véase Eutifrón.) Sócrates era reformador en moral y conservador en religión, cosa insostenible. A una nueva moral correspondía una nueva religión, y esto hizo el cristianismo, que Sócrates preparó sin presentirlo. ↩