SÓCRATES.—En ese punto yo no soy de tu dictamen. Los sabios de los tiempos antiguos, hombres y mujeres, que han hablado y escrito sobre esta materia, me convencerían de impostura si tuviera la debilidad de ceder sobre este punto.
FEDRO.—¿Y cuáles son esos sabios? ¿O has encontrado otra cosa más acabada?
SÓCRATES.—En este momento no podré decírtelo; sin embargo, alguno recuerdo, y quizá en la bella Safo, o en el sabio Anacreonte, o en algún otro prosista encontrarás ejemplo. Y lo que me compromete a hacer esta conjetura es que desborda mi corazón, y que me siento capaz de pronunciar sobre el mismo objeto un discurso que competirá con el de Lisias. Conozco bien que no puedo encontrar en mí mismo todo ese cúmulo de bellezas, porque no lo permite la medianía de mi ingenio; pero quizá los pensamientos que salgan de mi alma, como de un vaso lleno hasta el borde, procedan de orígenes extraños. Pero soy tan indolente que no sé cómo ni de dónde me vienen.
FEDRO.—Verdaderamente, mi noble amigo, me agrada lo que dices. Te dispenso de que me digas quiénes son esos sabios, ni de dónde aprendiste tus lecciones. Pero cumple lo que me acabas de prometer; pronuncia un discurso tan largo como el de Lisias, que sostenga la comparación, sin tomar nada de él. Por mi parte me comprometo, como los nueve arcontes, a consagrar en el templo de Delfos mi estatua en oro de talla natural y también la tuya[f]Cada uno de los arcontes juraba, al posesionarse del cargo, consagrar a Delfos su propia estatua si se dejaba corromper.)).
SÓCRATES.—Tú eres, mi querido Fedro, el que vales lo que pesas en oro si tienes la buena fe de creer que en el discurso de Lisias nada hay que rehacer y que yo pudiera tratar el mismo asunto sin contradecir en nada lo que él ha dicho. En verdad esto sería imposible hasta al más adocenado escritor. Por ejemplo, puesto que Lisias ha intentado probar que es preciso favorecer al amigo frío más bien que al amigo apasionado, si me impides alabar la sabiduría del uno y reprender el delirio del otro, si no puedo hablar de estos motivos esenciales, ¿qué es lo que me queda? Hay necesidad de consentir estos lugares comunes al orador, y de esta manera puede, mediante el arte de la forma, suplir la pobreza de invención. No es porque, cuando se trata de razones menos evidentes, y por tanto más difíciles de encontrar, no se una al mérito de la composición el de la invención.
[Edición Electrónica de www.philosophia.cl / Escuela de Filosofía Universidad ARCIS]